Toda mi vida sentí una fuerte afinidad con las personas judías, pero ahora que mi empleador, la Universidad de Columbia, ha adoptado la definición de antisemitismo de la IHRA*, de repente me encuentro calificado de “antisemita” porque me opongo a la opresión de los palestinos.
G. Thomas
Couser, Mondoweiss, 31-8-2025
Traducido por Tlaxcala
G. Thomas Couser tiene un doctorado en estudios americanos de la Universidad Brown. Enseñó en el Connecticut College de 1976 a 1982, y luego en la Universidad Hofstra, donde fundó el programa de estudios sobre la discapacidad, hasta su jubilación en 2011. Se incorporó a la facultad del programa de medicina narrativa de Columbia en 2021 e introdujo un curso sobre estudios de la discapacidad en el plan de estudios en 2022. Entre sus obras académicas se encuentran Recovering Bodies: Illness, Disability, and Life Writing (Wisconsin, 1997), Vulnerable Subjects: Ethics and Life Writing (Cornell, 2004), Signifying Bodies: Disability in Contemporary Life Writing (Michigan, 2009) y Memoir: An Introduction (Oxford, 2012). También publicó ensayos personales y Letter to My Father: A Memoir (Hamilton, 2017).
En El Sol también sale de Ernest Hemingway, se le
pregunta a Mike Campbell cómo se arruinó. Él responde: “De dos maneras.
Gradualmente y luego de repente”. Podría decir lo mismo sobre mi antisemitismo.
La manera gradual implicó la evolución de mi pensamiento sobre Israel. La
manera repentina implicó la adopción de una definición controvertida del
antisemitismo por parte de la Universidad de Columbia, donde soy profesor
adjunto.
Toda mi vida me consideré filosemita, en la medida en que
era algo. Crecí en Melrose, un suburbio blanco de clase media de Boston, y no
tuve amigos o conocidos judíos en mi juventud. (Melrose no era una ciudad
exclusivamente WASP –blanca, anglosajona y protestante–: había muchos italousamericanos
e irlandousmericanos, pero en mi clase de secundaria de 400 estudiantes solo
había uno o dos judíos). Eso cambió en el verano de 1963, después de mi primer
año de secundaria, cuando participé en una sesión de verano en la Academia
Mount Hermon. Mi compañero de cuarto era judío, al igual que varios de mis
compañeros de clase. Nos llevábamos bien, y supongo que encontraba sus
intereses y valores más intelectuales y maduros que los de mis compañeros en
casa.
En Dartmouth, esa tendencia continuó. Mi compañero de
cuarto era judío; mi fraternidad incluía a varios judíos (entre ellos Robert
Reich). Apreciaba su humor irreverente, sus ocasionales expresiones en ídish y
su escepticismo laico. Cuando mis amigos judíos me decían que podía pasar por
judío, lo tomaba como un cumplido.
Pese a mis amigos judíos, Israel era un desconocido para
mí. Conocía, por supuesto, su historia. Mi generación creció leyendo el Diario
de Ana Frank o viendo la obra teatral basada en él, un clásico del teatro
escolar (incluso, o especialmente, en suburbios sin judíos como el mío). El
Holocausto era una historia sagrada. Pero no tenía un interés particular en el
Estado de Israel, ni ninguna idea sobre él. No lo necesitaba.
Con la conscripción militar acechándonos, muchos de mi
generación estaban contra la guerra; mis amigos y yo ciertamente lo estábamos.
Por eso me sorprendió que, durante la Guerra de los Seis Días de 1967, algunos
de mis amigos judíos se entusiasmaran con la guerra, jactándose incluso de que
servirían con gusto en el ejército israelí. Evidentemente, tenían un interés en
el destino de Israel que yo no compartía, lo cual era un poco misterioso para
mí. Pero suponía que su juicio estaba bien fundado; la guerra era justificada,
a diferencia de lo que hoy considero un acaparamiento de tierras. En todo caso,
esa guerra terminó rápidamente.
Poco después de graduarme, un amigo cercano de Dartmouth
(judío) y su esposa judía, a quien conocía desde Mount Hermon, me presentaron a
una de sus compañeras de clase en Brandeis. Salimos juntos, nos enamoramos y
nos casamos. Claro que no fue tan sencillo. En ese entonces, no era fácil
encontrar un rabino que aceptara celebrar el matrimonio de un protestante y una
judía laica. Después de varias entrevistas infructuosas, contratamos a un
rabino que era capellán en Columbia. Nos divorciamos unos cinco años después,
pero el fracaso de nuestro matrimonio no tuvo nada que ver con diferencias
religiosas, y seguimos siendo amigos.
En las décadas siguientes obtuve un doctorado en estudios
americanos y enseñé literatura americana en el Connecticut College y luego en
Hofstra. Como profesor, tuve muchos estudiantes y colegas judíos (especialmente
en Hofstra) y me llevé bien con ellos.
Pero Israel siempre estaba en segundo plano.
Deliberadamente evitaba reflexionar críticamente sobre él. Recuerdo haberle
dicho a un amigo judío (cuya hija vivía en Jerusalén) que no me “interesaba”
Israel. Sentía que era demasiado “complicado”. No solo eso, sino que también
era fuente de divisiones y polémicas, y no quería tomar partido. Otras
cuestiones políticas me parecían más importantes.
Por supuesto, estaba al tanto del movimiento de boicot a
Israel, que había atraído a muchos académicos, incluidos algunos a quienes
quería y admiraba. Aunque apoyaba el desinversión en Sudáfrica, desconfiaba del
boicot a Israel. Si me hubieras preguntado alrededor del 2000, habría
respondido: “¿Por qué centrarse en Israel?”. Eso implicaba que, aunque el país
podía ser problemático, había otros regímenes opresivos en el mundo.
Pues bien, basta decir que mi pregunta encontró su
respuesta en la reacción desproporcionada de Israel al ataque de Hamás del 7 de
octubre. No necesito repasar los acontecimientos de los últimos dos años. Las
imágenes incesantes de la ofensiva genocida contra los gazatíes transformaron
gradualmente mi actitud hacia Israel: de la indiferencia benevolente de mi
juventud y la cautela prudente de la madurez a una hostilidad y una ira
crecientes. Esta hostilidad se aplica, por supuesto, no solo al régimen israelí,
sino también al apoyo usamericano que recibe. Siento que nuestra complicidad en
este horror inflige una herida moral constante a quienes se oponen, sobre todo
porque nos sentimos impotentes para detenerlo.
Me persiguen las palabras de Aaron Bushnell, que se
inmoló en protesta: “A muchos de nosotros nos gusta preguntarnos: ‘¿Qué habría
hecho yo si hubiera vivido en la época de la esclavitud? ¿O del Jim Crow en el
Sur? ¿O del apartheid? ¿Qué haría si mi país cometiera un genocidio?’ La
respuesta es: lo estás haciendo. Ahora mismo”. Tras permanecer mucho tiempo
inactivo, me uní a Jewish Voice for Peace y contribuyo al BDS, gestos menores
que alivian un poco mi conciencia.
Mi actitud hacia Israel ha evolucionado a lo largo de las
décadas, y esa evolución se ha acelerado en los últimos años. Creo que
represento a innumerables personas más. Fuera de Europa Occidental, Israel es
cada vez más visto como una nación paria. Y en USA, su aliado y financiador más
fiel, las encuestas muestran un declive en el apoyo a Israel.
Al mismo tiempo, la definición de antisemitismo según la
Alianza internacional para el recuerdo del Holocausto se ha ampliado de tal
forma que ahora se aplica no solo al odio hacia las personas judías, sino
también a críticas al Estado israelí que me parecen obvias, justas, legítimas y
moralmente necesarias. Después de todo, varias instituciones internacionales y
académicas con autoridad para emitir tales juicios han concluido que Israel es
un Estado de apartheid que comete genocidio.
Como profesor adjunto de medicina narrativa en Columbia,
me consternó la reciente aceptación por parte de la universidad de esta
definición ampliada de antisemitismo, en respuesta a la presión ejercida por la
administración Trump, que busca castigar a la institución por su supuesta
tolerancia hacia las protestas.
A los administradores universitarios les gusta declarar
que “El antisemitismo no tiene cabida” en sus instituciones. Pero saben que un
gran número de profesores y estudiantes son antisemitas según la definición que
han adoptado. ¿Qué significa para mí, y para otros profesores como yo, críticos
de Israel, enseñar en una institución que implícitamente nos califica de
antisemitas? Quizá no se nos despida, pero sin duda se nos desanima de hablar.
Esa definición parece lamentable en varios sentidos. Ante
todo, me parece lógicamente errónea, porque confunde las actitudes hacia un
Estado étnico con las actitudes hacia la etnia privilegiada por ese Estado. Esa
distinción puede ser difícil de hacer en la práctica, pero es bastante clara
conceptualmente. Como le gusta señalar a Caitlin Johnstone, si los palestinos
odian a los judíos, no es por su religión o etnicidad, sino porque el Estado
judío es su opresor.
Confundir la crítica a Israel con el odio a los judíos
puede ser un medio manifiestamente práctico de descartar las críticas difamando
a los opositores, y ello alimenta el discurso sobre el aumento del
antisemitismo. Pero eso ignora el papel del genocidio cometido por Israel en
esta aparente tendencia. Además de los actos verdaderamente antisemitas,
ciertas actividades antiisraelíes o antisionistas han sido consideradas
antisemitas. Si el antisemitismo ha aumentado, no es en un vacío histórico.
En cualquier caso, esta definición ampliada podría
resultar contraproducente. Borrar la distinción entre el Estado de Israel y las
personas judías corre el riesgo de extender el odio hacia Israel a toda la
comunidad judía. Además, la definición de la IHRA corre el riesgo de debilitar
o incluso suprimir el estigma del antisemitismo. Si oponerse a la empresa
genocida de Israel me convierte a mí (y a tantas personas que admiro) en
antisemita, ¿dónde está el problema? Cuando era más joven, me habría
horrorizado ser acusado de antisemitismo. Hoy, puedo encogerme de hombros.
Finalmente, como miembro de larga data de la ACLU, me preocupa
mucho lo que esta definición implica para la libertad de expresión y la
libertad académica. En circunstancias normales, el tema de Israel no estaría en
mis pensamientos ni en la agenda de mis clases en Columbia. Pero ahora será, de
alguna manera, el elefante en la habitación, ¿verdad? Seré hiperconsciente de
la posibilidad de que cualquier alusión a Gaza pueda señalarse como una amenaza
para los estudiantes judíos. Lamentablemente, si yo mismo y otros críticos de
Israel (muchos de ellos judíos) somos ahora antisemitas, es porque Israel y la
IHRA nos han hecho así.
NdT
*Véase Definición del Antisemitismo de la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto
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