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01/01/2025

TESTIMONIO
Diario de una mujer gazatí: « Hemos muerto todo tipo de muertes »

Nour Z Jarada ha vivido en Gaza toda su
vida. Para el diario francés «Libération», esta psicóloga de Médicos del Mundo Francia escribe de su vida cotidiana en el enclave palestino devastado por la guerra. Episodio seis: la angustia del invierno y un atisbo de esperanza.

por Nour Z. Jarada, psicóloga gazatí de Médicos del Mundo Francia, Libération, 31-12-2024
Traducido por Fausto Giudice, Tlaxcala
 


Diciembre está llegando a su fin y nos enfrentamos a un segundo invierno de guerra. Nunca habría imaginado pasar por otro invierno como éste. El invierno era mi estación favorita. Cuando me preguntaban cuál era mi estación favorita, siempre respondía que el invierno. Siempre. Me encantaba la lluvia, el frescor, la comodidad. Ojalá fuera siempre invierno. Pero ahora las cosas han cambiado. Ya no puedo permitirme el lujo de amar el invierno. Ya no tengo una casa cálida, ni ropa de invierno, ni mantas, ni siquiera calefacción. Ya no tengo nuestras calles, nuestras reuniones ni nuestras tazas de té caliente compartidas con los seres queridos. Ahora, ninguno de nosotros puede permitirse el lujo de amar el invierno.


Las tiendas de los desplazados tras las fuertes lluvias en Deir al-Balah, en la Franja de Gaza, el 30 de diciembre. (Madji Fathi/NurPhoto. AFP)

Recuerdo que lloré a lágrima viva cuando llovió por primera vez este año. La tristeza de otro invierno mientras seguíamos en guerra era insoportable. Se me rompió el corazón por nosotros, por las familias de las tiendas. Esa noche vi en las noticias tiendas inundadas y di gracias a Dios por el frágil techo que me cobija. Sin embargo, mi corazón se rompió por nuestros niños y familias que pasaron la noche en el agua helada, esperando a que amaneciera o simplemente a que dejara de llover. Mientras esas horas oscuras se prolongaban, los gritos de un niño resonaban en una tienda cercana. Perforaban el silencio, llenos de pena y dolor. No sabía si el niño tenía frío o hambre, pero no podía dormir. Todas las noches son aterradoras en la guerra: son despiadadas, crueles e interminables. Como todos sabemos, tememos las largas horas que transcurren hasta la mañana y rezamos para que los horrores de la noche lleguen a su fin.

Resiliencia

Hoy, después de más de un año y dos meses de guerra en Gaza, soy una persona diferente. Por desgracia, no estoy segura de si este cambio es bueno o malo. Por un lado, el dolor pesa mucho en mi corazón, una herida tan profunda que ni siquiera el tiempo puede borrar. Esta injusticia abre la puerta a un sinfín de preguntas que se agolpan en mi mente: ¿Por qué? ¿Cómo es posible que la zona geográfica en la que hemos nacido, a la que pertenecemos, por qué nuestra raza, nuestro color, nuestra religión pueden ser factores que determinen nuestro destino? ¿Nuestro sufrimiento, nuestro trauma? ¿Cómo pueden estos elementos que no hemos elegido controlar el curso de nuestras vidas? ¿Cómo podemos curarnos de traumas tan despiadados? ¿Cómo puedo seguir viviendo sin las personas que quiero? Estas preguntas me atormentan, sobre todo cuando imagino el final de la guerra.
Sin embargo, también he descubierto una resiliencia que nunca imaginé poseer. He soportado el miedo, el desplazamiento, la pérdida, el dolor, las lágrimas y una pena inimaginable. Lo he afrontado todo con paciencia, incluso cuando no tenía otra opción. A través de todo ello, fue mi fe inquebrantable la que me llevó adelante, la convicción de que hay una razón para todo, aunque sólo Dios la conozca. Creemos en Dios. Cada prueba que atravesamos lleva consigo una sabiduría que no podemos captar con nuestras mentes. Entregamos nuestro corazón a Dios, incluso cuando la prueba parece humanamente superior a nuestra capacidad. Esta fe me ha impulsado a perseverar, a seguir trabajando, a luchar y a apoyar a los que me rodean.

La seguridad no existe
En esta guerra, la adversidad no conoce límites: la hambruna en el norte de Gaza durante el año era impensable. La gente se veía obligada a comer hojas de árbol, buscando desesperadamente el más mínimo resto de harina. La «masacre de la harina» llegó incluso a los titulares internacionales, con gente comiendo pan manchado de sangre. Los países enviaron ayuda por mar, y nuestra gente se ahogó intentando alcanzarla. ¿Es realmente posible que Gaza, antaño célebre por su hospitalidad y su generosa cocina, sea ahora una tierra donde la gente se muere de hambre? Sin embargo, esa es la realidad a la que nos enfrentamos. Hemos muerto todo tipo de muertes. Y hoy, el hambre nos ha alcanzado en el sur y el centro de Gaza, regiones supuestamente «seguras» para los civiles desplazados. Pero la seguridad no está en ninguna parte.
Los alimentos son cada vez más escasos, y los precios suben tanto que la mayoría de nosotros no podemos permitírnoslos. La harina, antaño un alimento básico, es ahora difícil de conseguir. Los que consiguen pequeñas cantidades a menudo la encuentran infestada de gusanos o insectos, pero la tamizamos antes de cocinarla y comerla porque no tenemos alternativas.
Incluso he bromeado amargamente con colegas diciendo que preferiría morir en un ataque aéreo que morir de hambre: sería más rápido y menos doloroso. ¿Qué mayor injusticia puede haber que vivir en un mundo en el que pensamos en cómo morir, en la forma menos insoportable de dejar esta vida?


Quizá no vuelva a escribir
Desde principios de diciembre, ha habido algunos destellos de esperanza; rumores de un posible alto el fuego. Pero ya nadie se atreve a ser optimista. Ese es otro cambio. Hace sólo unos meses, yo era una de esas personas esperanzadas. Cada vez que oía rumores de alto el fuego, me apresuraba a hacer la maleta, lista para volver a casa. Pero cada vez, mi corazón se rompía. Hoy he aprendido a no tener esperanzas. En psicología, esto se llama indefensión aprendida: cuando los fracasos o las dificultades repetidas dejan a una persona en un estado de indefensión, incapaz de creer que las cosas cambiarán.
Sin embargo, sigo soñando con el fin de la guerra. Sueño con volver a mi casa en el norte de Gaza, con volver a ver a mi abuela. Tiene más de 70 años y es una mujer resistente, amable y muy religiosa. No la veo desde el 7 de octubre. Mi corazón anhela tenerla cerca de mí. No puedo imaginar cómo ha soportado el terror, el hambre y el dolor. A veces hablamos por teléfono, pero es demasiado doloroso. Las dos lloramos y las llamadas terminan con más miedo y añoranza.
En este momento, me imagino escribiéndole la próxima vez desde el norte de Gaza. Tal vez aún quede en mí un poco de la esperanzada Nour. O tal vez nunca vuelva a escribir. Nadie sabe lo que nos depara el futuro. Pero lo que sí sé es que la opresión siempre llega a su fin algún día. Como escribió el poeta Abu el Kacem Chebbi: «Si a la gente le ocurre, un día, querer vivir, el destino tendrá que responder». Y como promete Dios en el Corán: «Junto a la dificultad está, sin duda, la facilidad». A pesar de todo lo que soportamos, nos aferramos a nuestra fuerza y resistencia. Cada día, dejamos a un lado nuestro dolor para asumir nuestros roles y tender la mano a quienes nos rodean. Ayudar a los que el mundo ha olvidado da sentido y propósito a nuestras vidas.

Un deseo tan simple
El mes pasado, un momento quedó grabado en mi memoria. Un joven que visita nuestra clínica perdió a toda su familia y su pierna derecha en la guerra. Único superviviente, ahora vive solo en una endeble tienda de campaña. A pesar de estas pérdidas inimaginables, representa una fuente de esperanza para los demás. Durante las sesiones psicosociales, aprendió ejercicios de respiración y técnicas de afrontamiento. Nos hemos dado cuenta de que ahora enseña estos ejercicios a otros pacientes en la sala de espera de la clínica, y comparte cómo está afrontando su duelo. Su fortaleza me inspira.
A veces, mis colegas y yo nos permitimos soñar con volver a nuestra devastada ciudad. Hablamos de las primeras cosas que haríamos cuando llegue ese día. En primer lugar, queremos honrar la memoria de nuestro querido colega, el Dr. Maisara, desenterrando su cuerpo de entre los escombros de su casa después de más de un año y dándole un entierro digno. Después buscaremos refugio, quizá en tiendas de campaña, y trabajaremos juntos para reconstruir nuestras vidas y la clínica, para seguir sirviendo a nuestra gente. En cuanto a mí, volveré a ver a mi abuela. Es un deseo tan simple pero tan profundo que me da fuerzas para seguir soportando las penurias.
Sinceramente, después de todo esto, si pudiera elegir, elegiría ser gazatí, ser palestina, de esta tierra que amo una y otra vez, hoy y siempre.

TESTIMONIAL
A Gazan woman’s diary: “We died all kinds of deaths”

Nour Z Jarada has lived in Gaza all her life. For  the French daily “Libération”, this psychologist from Médecins du Monde France writes about her daily life in the war-torn Palestinian enclave. Episode six: the anguish of winter and a hint of hope.

by Nour Z Jarada, Gazan psychologist for Médecins du Monde France, Libération  , 12/31/2024
Translated by Fausto Giudice, Tlaxcala

December is drawing to a close and we’re facing a second winter of war. I could never have imagined going through another winter like this one. Winter used to be my favorite season. When asked what my favorite time of year was, I always answered winter. Always. I loved its rain, its coolness, its comfort. I wished it was always winter. But things are different now. I can no longer afford the luxury of loving winter. I no longer have a warm home, winter clothes, blankets or even heating. I no longer have our streets, our gatherings, or our warm cups of tea shared with loved ones. From now on, none of us here can afford the luxury of loving winter.
I remember crying my eyes out at the first rain of the year. The sadness of another winter while we’re still at war was unbearable. My heart broke for us, for the families in the tents. That night, I saw flooded tents on the news and thanked God for the fragile roof over my head. Yet my heart broke for our children and families who spent the night in the icy water, waiting for dawn or simply for the rain to stop. As those dark hours stretched on, a child’s cries rang out from a nearby tent. They pierced the silence, filled with sorrow and pain. I didn’t know if the child was cold or hungry, but I couldn’t sleep. All nights are terrifying in wartime: they are merciless, cruel and endless. As we all know, we dread the long hours between now and morning and pray for the night’s horrors to come to an end.


Displaced people’s tents after heavy rain in Deir al-Balah, Gaza Strip, December 30. (Madji Fathi/NurPhoto. AFP)

Resilience

Today, after more than a year and two months of war in Gaza, I’m a different person. Unfortunately, I’m not sure whether this change is a good or a bad thing. On the one hand, grief weighs heavily on my heart, a wound so deep that not even time can erase it. This injustice opens the door to a myriad of questions racing through my mind: Why? How is it that the geographical space in which we were born, to which we belong, our race, our color, our religion, are all factors that determine our destiny? Our suffering, our trauma? How can these elements, which we have not chosen, control the course of our lives? How can we heal from such merciless traumas? How can I go on living without my loved ones? These questions haunt me, all the more so when I imagine the end of the war.

Yet I’ve also discovered a resilience I never imagined I possessed. I endured fear, displacement, loss, grief, tears and unimaginable sorrow. I’ve faced it all patiently, even when I had no choice. Through it all, it was my unshakeable faith that carried me through, a conviction that there is a reason for everything, even if only God knows it. We believe in God. Every trial we go through carries with it a wisdom we can’t grasp with our minds. We turn our hearts over to God, even when the trial seems humanly beyond our capacity. This faith has driven me to persevere, to keep working, to fight and to support those around me.

Security nowhere to be found

In this war, adversity knows no bounds: the famine in northern Gaza during the year was unthinkable. People were forced to eat tree leaves, desperately searching for the slightest remnant of flour. The “flour massacre” even made international headlines, with people eating blood-stained bread. Countries sent aid by sea, our people drowned trying to reach it. Is it really possible that Gaza, once celebrated for its hospitality and generous cuisine, is now a land of starvation? Yet this is the reality we face. We have died all kinds of deaths. And today, famine has caught up with us in southern and central Gaza, areas supposedly “safe” for displaced civilians. But safety remains elusive.

Food is becoming increasingly scarce, and prices are rising so much that they are becoming unaffordable for most of us. Flour, once a staple, is now hard to come by. Those who manage to obtain small quantities often find it infested with worms or insects, but we sift it before cooking and eating it because we have no alternatives.

I’ve even joked bitterly with colleagues that I’d rather die in an air strike than starve to death: it would be quicker and less painful. What greater injustice can there be than to live in a world where we think about a way to die, about the least unbearable way to leave this life?

Maybe I’ll never write again

Since the beginning of December, there have been a few glimmers of hope; rumors of a potential ceasefire. But nobody dares to be optimistic anymore. That’s another change. Just a few months ago, I was one of those hopeful people. Every time I heard rumors of a ceasefire, I rushed to pack my suitcase, ready to go home. But each time, my heart was broken. Today, I’ve learned not to hope. In psychology, this is called learned helplessness: when repeated failures or hardships leave a person in a state of helplessness, unable to believe that things will change.

Yet I still dream of the end of the war. I dream of returning to my home in northern Gaza, of seeing my grandmother again. She’s over 70 and a resilient, gentle and very religious woman. I haven’t seen her since October 7th. My heart longs to hold her close to me. I can’t imagine how she has endured terror, hunger and grief. Sometimes we talk on the phone, but it’s too painful. We both cry and the calls end with more fear and longing.

At this moment, I imagine myself writing to you next time from the north of Gaza. Maybe a little piece of the hopeful Nour is still there in me. Or maybe I’ll never write again. No one knows what the future is made of. But what I do know is that oppression always ends one day. As the poet Aboul-Qacem Echebbi  wrote: “If it happens to the people, one day, to want to live, fate will have to answer.” And as God promises in the Qur’an: “Next to difficulty is, surely, ease!” Despite all we endure, we cling to our strength and resilience. Every day, we put aside our grief to take on our roles and reach out to those around us. Helping those the world has forgotten gives meaning and purpose to our lives.

Such a simple desire

Last month, a moment seared itself into my memory. A young man visiting our clinic lost his entire family and his right leg in the war. The only survivor, he now lives alone in a flimsy tent. Despite this unimaginable loss, he represents a source of hope for others. During psychosocial sessions, he learned breathing exercises and coping techniques. We’ve noticed that he’s now teaching these exercises to other patients in the clinic’s waiting room, and sharing how he’s coping with his grief. His strength inspires me.

At times, my colleagues and I allow ourselves to dream of returning to our devastated city. We talk about the first things we would do when that day comes. First and foremost, we want to honor the memory of our dear colleague, Dr Maisara, by digging his body out of the rubble of his house after more than a year and giving him a dignified burial. Then we’ll seek shelter; perhaps in tents and work together to rebuild our lives and the clinic, to continue serving our people. As for me, I’ll see my grandmother again. It’s such a simple but profound desire that gives me the strength to continue enduring the hardships.

Honestly, after all this, if I had the choice, I’d choose to be a Ghazawiya, to be a Palestinian, from this land I love again and again, today and forever.