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10/02/2025

MOHAMAD ALIAN
Número 9077

Mohamad Alian, 8-2-2025
Traducido por Ayman El Hakim

En los documentos de los asesinos y las libretas de los verdugos, en el archivo de Inteligencia de la Fuerza Aérea, su número era: 9077.

Un número en su frente, un número en sus registros, un número en las interminables listas de la muerte.

Pero no era sólo un número... era mi padre, Jaled Alian.

Era un hombre sencillo que amaba la vida, llevaba la bondad en el corazón y siempre tenía una sonrisa en la cara. No era político, no llevaba armas, pero la sola identidad de la ciudad de Darayya era un cargo

Estaba en un país gobernado por un criminal, y en un país donde tu religión y tu ciudad determinan tu destino.

En 2012 lo detuvieron por primera vez. Se lo llevaron de entre nosotros, sin motivo, sin juicio, sin explicación. Tal vez fue sólo un informe que le hizo ganar unas liras, y la parte de mi padre fueron gemidos.

Cuando regresó meses después, no era el mismo hombre.

Miraba a lo lejos, como si viera algo que nosotros no podíamos ver. Vagaba y pensaba mucho, como si en realidad nunca hubiera salido de allí, como si su alma estuviera atrapada en las paredes de las celdas. Intentaba volver a ser él mismo, intentaba reírse con nosotros, pero algo se había roto en su interior y no podíamos arreglarlo.

Antes de que su cuerpo se recuperara del todo de aquella detención, lo arrestaron meses después, de nuevo en 2013, en un mercado de Damasco después de que huyéramos de Darayya, escapando de las masacres, sin hacerle una pregunta, sin darnos la oportunidad de despedirnos.

Le esperamos durante mucho tiempo... día tras día, mes tras mes, y dos años enteros, soñando con el momento en que regresara, caminara desde lejos, nos sonriera, abriera la puerta y dijera: llego tarde.

Pero las puertas que se llevan a los seres queridos en Siria nunca los traen de vuelta.

Se fue y nunca volvió, como si se lo hubiera tragado la tierra. No teníamos ninguna certeza, ninguna muerte que llorar, ninguna vida que esperar, sólo un vacío mortal y un sinfín de posibilidades.

Le esperamos durante dos años, pero él no esperó... Murió al cabo de sólo quince días, como estaba escrito en su frente.

Murió allí, entre los fríos muros, en las celdas sin sol, bajo los látigos despiadados, bajo sus insaciables puños de sangre. No murió de muerte natural, sino de una muerte creada por manos criminales, manos que no ven al ser humano más que como un número que hay que borrar después de que desempeñe su papel en la vorágine de la tortura y el juego de la muerte.

Murió en las cárceles de Asad, como decenas o centenares de miles de personas que aún se están descubriendo en las fosas comunes, a manos de los asesinos que gobernaron Siria a fuego y cárceles.

Cuando se filtraron las fotos de César en 2015, lo vi... Vi a mi padre por primera vez después de todos estos años.


Pero ya no era el hombre que yo conocía, ya no tenía su voz, ya no caminaba, ya no reía.

Era un cuerpo tendido en la tierra entre los montones de cadáveres, con ropa polvorienta, con la cara y el cuerpo agotados por la tortura, con su número en la frente, esperando a que los que le rodeaban le llevaran al cementerio.

Lo vi en la foto, y no podía dejarlo ahí, no podía dejar que esta toma fuera su final, así que intenté cambiar la escena con mano temblorosa.

Necesitaba verle en una foto digna de él, en un lugar más misericordioso, a la luz del sol que nunca había visto antes de su muerte, sobre hierba verde, en un sudario limpio. Quería pedirle perdón por la crueldad que había sufrido.

Pero no lo hice para escapar de la realidad, ni para no recordar el dolor de aquella imagen, sino porque creo firmemente que Dios cambió la escena para él y para todos los que pasaron con él desde el primer momento por algo más hermoso.

Les honró y les quitó el dolor cuando su alma abandonó su cuerpo.

En ese momento, su cuerpo estaba en el tormento de la tierra, pero su alma ascendía a donde no hay dolor, donde no hay látigo, donde ninguna mano injusta se extiende. Él y todos los que estaban con él recibían un testimonio sin hipocresía.

No lloro por mi padre, porque hoy está en un lugar donde no hay miedo ni tortura, y Dios lo ha reemplazado por lo que le agrada, con su permiso, en un lugar al que no llegará ningún opresor ni verdugo.

Lloro por nosotros... por los que seguimos aquí, esperando una justicia que hace tiempo que debería haberse hecho.

Y por el hombre que tomó la foto... por el que arriesgó su vida para darme la verdad.

El Teniente Primero Farid al-Madhhan «César», el hombre que no pudo detener la muerte, pero impidió que se ocultara la verdad.

No fue fácil para él ver morir bajo tortura a miles de detenidos, pero se negó a ser un testigo mudo.

Estaba allí, entre los cuerpos amontonados, entre los números interminables, entre los cuerpos a los que ni siquiera se les permitía dar un beso de despedida.

Tu estabas allí, y no pudiste detener la masacre, pero hiciste algo que nadie más se atrevió a hacer: documentaste el crimen y nos mostraste lo que querían ocultar.

Fuiste la última persona que vio a mi padre antes de que lo enterraran en las fosas comunes, fuiste quien me hizo darme cuenta del destino de mi padre tras años de espera.

Lo buscaba en vida, y lo encontré en una foto tomada por tu mano, una foto que querían que fuera enterrada con él, pero Dios quiso que saliera a la luz para testificar contra ellos.

Me diste la verdad, a pesar de su amargura, y diste a miles de familias una respuesta de la que estaban privadas.

Nunca olvidaré tu valor, y la historia nunca olvidará tu sacrificio. Gracias, de todo corazón.

Gracias por dar al mundo ojos para ver y un recuerdo imborrable.

Del hijo del mártir número 9077 (Jaled Alian): ¡Gracias César!

MOHAMAD ALIAN
Number 9077

Mohamad Alian, 8/2/2025
Translated by Ayman El Hakim

In the documents of the assassins and the notebooks of the executioners, in the archives of the air force intelligence services, his number was: 9077.

A number on his forehead, a number in their records, a number in the endless lists of the dead.

But he wasn't just a number... he was my father, Khaled Alian.

He was a simple man who loved life, had goodness in his heart and always had a smile on his face. He was not a politician, he did not carry a weapon, but the identity of the city of Darayya was a charge in itself.

He was in a country ruled by a criminal, and in a country where your religion and your city determine your destiny.

In 2012, they arrested him for the first time. They took him from us, for no reason, without a trial, without explanation. Maybe it was just a report that earned him a few pounds, and my father's share amounted to moaning.

When he came back months later, he was no longer the same man.

He would look into the distance, as if he could see something that we could not. He would wander and think a lot, as if he had never really left there, as if his soul were trapped within the walls of the cells. He would try to become himself again, he would try to laugh with us, but something was broken in him, and we could not fix it.

Before his body had fully recovered from this arrest, they arrested him again months later, in 2013, in a market in Damascus, after we had fled Daraya, escaping the massacres, without asking him a single question, without giving us the opportunity to say goodbye.

We waited for him for a long time... day after day, month after month, for two whole years, dreaming of the moment when he would return, arrive from afar, smile at us, open the door and say: I'm late.

But the doors that take loved ones away to Syria never bring them back.

He went out and never came back, as if the earth had swallowed him up. We had no certainty, no death to mourn, no life to look forward to, only a deadly void and infinite possibilities.

We waited for him for two years, but he didn't wait... He died after only a fortnight, as it was written on his forehead.

He died there, between the cold walls, in the sunless cells, under the merciless whips, under their bloodthirsty fists. He did not die a natural death, but a death caused by criminal hands, hands that do not consider human beings as anything other than a number to be erased after they have played their part in the whirlwind of torture and the game of death.

He died in Assad's prisons, like tens or hundreds of thousands of others whose mass graves are still being discovered, at the hands of the assassins who ruled Syria with fire and prisons.

When Caesar's photos were released in 2015, I saw him... I saw my father for the first time after all these years.

But he was no longer the man I knew, no longer with his voice, no longer with his gait, no longer with his laughter.

He was a body lying in the dirt among the piles of corpses, in dusty clothes, with a face and a body exhausted by torture, with his number on his forehead, waiting for those around him to take him to the cemetery.

 

I saw him in the photo, and I couldn't leave him there, I couldn't let that photo be his end, so I tried to change the scene with a trembling hand.

I needed to see him in a photo worthy of him, in a kinder place, in the sunlight he had never seen before his death, on green grass, in a clean shroud. I wanted to apologize to him for the cruelty he had suffered.

But I didn't do it to escape reality or to avoid remembering the pain of that image, but because I firmly believe that God changed the scene for him and for all those who had spent time with him from the first moment into something more beautiful.

He honored them and took away their pain when their soul left their body.

MOHAMAD ALIAN
Numéro 9077

  Mohamad Alian, 8/2/2025
Traduit par Ayman El Hakim

Dans les documents des assassins et les carnets des bourreaux, dans les archives des services de renseignement de l’armée de l’air, son numéro était : 9077.

Un numéro sur son front, un numéro dans leurs registres, un numéro dans les listes interminables de la mort.

Mais ce n’était pas qu’un numéro... c’était mon père, Khaled Alian.

C’était un homme simple qui aimait la vie, portait la bonté dans son cœur et avait toujours le sourire aux lèvres. Il n’était pas un politicien, il ne portait pas d’arme, mais l’identité de la ville de Darayya était une charge à elle seule.

Il se trouvait dans un pays dirigé par un criminel, et dans un pays où votre religion et votre ville déterminent votre destin.

En 2012, ils l’ont arrêté pour la première fois. Ils l’ont pris parmi nous, sans raison, sans procès, sans explication. C’était peut-être juste un reportage qui lui a rapporté quelques livres, et la part de mon père s’est résumée à des gémissements.

Lorsqu’il revint des mois plus tard, il n’était plus le même homme.

Il regardait au loin, comme s’il voyait quelque chose que nous ne pouvions pas voir. Il errait et réfléchissait beaucoup, comme s’il n’était jamais vraiment sorti de là, comme si son âme était piégée dans les murs des cellules. Il essayait de redevenir lui-même, il essayait de rire avec nous, mais quelque chose était brisé en lui, et nous ne pouvions pas le réparer.

Avant que son corps ne se remette complètement de cette arrestation, ils l’ont arrêté des mois plus tard, à nouveau en 2013, sur un marché de Damas, après que nous avions fui Daraya, échappant aux massacres, sans lui poser une seule question, sans nous donner l’occasion de lui dire au revoir.

Nous l’avons attendu longtemps... jour après jour, mois après mois, et deux années entières, rêvant du moment où il reviendrait, arriverait de loin, nous sourirait, ouvrirait la porte et dirait : je suis en retard.

Mais les portes qui emportent les êtres chers en Syrie ne les ramènent jamais.

Il est sorti et n’est jamais revenu, comme si la terre l’avait avalé. Nous n’avions aucune certitude, aucune mort à pleurer, aucune vie à attendre, seulement un vide mortel et des possibilités infinies.

Nous l’avons attendu pendant deux ans, mais il n’a pas attendu... Il est mort au bout de quinze jours seulement, comme c’était écrit sur son front.

Il est mort là, entre les murs froids, dans les cellules sans soleil, sous les fouets impitoyables, sous leurs poings insatiables de sang. Il n’est pas mort d’une mort naturelle, mais d’une mort provoquée par des mains criminelles, des mains qui ne considèrent pas l’être humain comme autre chose qu’un numéro à effacer après qu’il a joué son rôle dans le tourbillon de la torture et le jeu de la mort.

Il est mort dans les prisons d’Assad, comme des dizaines ou des centaines de milliers d’autres dont on découvre encore les charniers, aux mains des assassins qui ont gouverné la Syrie par le feu et les prisons.

Lorsque les photos de César ont été divulguées en 2015, je l’ai vu... J’ai vu mon père pour la première fois après toutes ces années.

Mais il n’était plus l’homme que je connaissais, plus avec sa voix, plus avec sa démarche, plus avec son rire.

C’était un corps allongé dans la terre parmi les piles de cadavres, dans des vêtements poussiéreux, avec un visage et un corps épuisés par la torture, avec son numéro sur le front, attendant que ceux qui l’entouraient l’emmènent au cimetière.


Je l’ai vu sur la photo, et je ne pouvais pas le laisser là, je ne pouvais pas laisser cette photo être sa fin, alors j’ai essayé de changer la scène d’une main tremblante.

J’avais besoin de le voir sur une photo digne de lui, dans un endroit plus clément, à la lumière du soleil qu’il n’avait jamais vu avant sa mort, sur de l’herbe verte, dans un linceul propre. Je voulais m’excuser auprès de lui pour la cruauté qu’il avait subie.