Gideon Levy, Haaretz, 4/9/2025
Traducido por Tlaxcala
Israel se cubre la cara: por vergüenza, tal vez, por culpa, por miedo… seguramente por las tres razones. La nueva moda es que los oficiales entrevistados en televisión aparezcan con capuchas negras. El “ejército del pueblo” se transformó en el ejército de las capuchas
El teniente coronel T., comandante de un batallón de
reserva, asegura que la participación de los reservistas es «impresionante»; el
mayor S., segundo al mando de otro batallón de reserva, dice: «Dejé a una
esposa valiente sola en casa con tres hijos que retomaron sus rutinas, y un
negocio que quedó en pausa. Aun así, entendemos que estamos en una misión
importante». Los dos aparecen con capuchas negras. Parecen ladrones de banco a
punto de dar un golpe: solo se les ven los ojos. Las capuchas entregadas por el
ejército reemplazaron a la clásica media de nylon de los rateros. Algo, o
alguien, necesita ser ocultado.
Los primeros en disfrazarse, como siempre, fueron los
pilotos de la Fuerza Aérea. En cada entrevista aparecían con su imponente casco
y lentes oscuros, para que nadie los reconociera. Al principio, el miedo era
que, si uno caía en medio de la noche, sus captores lo identificaran por una
entrevista televisiva. Con casco y lentes podía alegar que solo era un sargento
de escritorio o que estaba en contra de los bonos militares. Pero con el
aumento de los crímenes cometidos por los pilotos en Gaza, el disfraz adquirió
otra función clave: evitar que nuestros “héroes” fueran identificados en La
Haya, donde ya saben perfectamente lo que hacen los pilotos.
Los escoltas del primer ministro y de algunos ministros
también se sumaron hace poco a esta farsa de misterio, ocultamiento y autoiengrandecimiento.
Usan mascarillas quirúrgicas negras, agregando otra capa a un espectáculo ya
grotesco: decenas de guaruras rodeando con agresividad a una sola persona, con
una seriedad absurda. Ahora no solo los protegidos, sino también los guardias
mismos se vuelven “objetivos sensibles”. Súmales las sirenas aullando y las
caravanas interminables, y tenemos una república bananera hecha y derecha. Las
mascarillas negras son la cereza del pastel. Si antes los guardias parecían lo
mejor de lo nuestro, con esos tapabocas negros ya parecen matones de la mafia.
Quizá ese sea el objetivo.
Pero las nuevas capuchas militares y los disfraces de los
escoltas no son solo una caricatura de soberbia; también reflejan una realidad
más amplia. Algunos oficiales de reserva que esta semana entran a Gaza lo hacen
sabiendo que se espera de ellos que cometan crímenes de guerra atroces. Y aun
así se presentan. La capucha se supone que les facilita el trabajo: dice que
tienen algo que esconder y algo que temer.
El ladrón armado que se lanza a su golpe más grande sabe
que lo que hace es ilegal, inmoral y peligroso; por eso se cubre la cara. Lo
mismo con los oficiales que entran a Gaza. Quizá unos pocos se sientan
avergonzados por sus actos, pero es muy dudoso – al igual que los ladrones, no
suelen sentir vergüenza: la mayoría solo teme ser atrapada. El miedo a La Haya
ya cayó sobre el ejército, y con razón.
Aunque ese miedo tampoco es del todo fundado. La justicia
en La Haya se mueve con una lentitud desesperante. Para cuando determinen si
hay un genocidio en Gaza, ya no quedará nadie allí. Y Benyamín Netanyahu no
será extraditado, pese a la orden de arresto de la Corte Penal Internacional.
Aun así, el hecho de que los oficiales usen capuchas muestra que dentro del
ejército hay conciencia de que algo anda mal y que hay que tener cuidado. No
cuidado con lo que hacen, sino cuidado para que no los atrapen por lo que
hacen.
Un ejército que viste a sus oficiales con capuchas negras
es un ejército que sabe que comete crímenes, aunque no lo confiese. Al final,
hasta quienes miran a esos oficiales disfrazados acabarán reconociéndolo.