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06/06/2023

LUIS CASADO
Walter y los Tutsis (aplicable a Ucrania…)

 Luis Casado,28/3/2021

Esta nota fue difundida en el año 2021. Pasa que mi hermano me hizo llegar un video en el que un especialista militar demuestra en la TV francesa a qué punto TODAS las guerras son preparadas y lanzadas por motivos que le ocultan al común de los mortales. Es el caso de la guerra de Ucrania, que curiosamente aun no moviliza a ningún pacifista. Es un horror tolerado por la opinión pública, un horror planificado, preparado y ordenado desde Washington. Mientras la propaganda cotidiana cuenta historias para imbéciles. Lo sucedido en Rwanda, en el año 1994… fue del mismo calado. Que aproveche…

 

La hipocresía en materia de Derechos Humanos reclama una Copa del Mundo. Los candidatos al podio son legión, preferentemente entre quienes se auto designan como demócratas y progresistas. Una parida de Luis Casado.

No te puedo contar quién y cómo era Walter porque necesitaría dos o tres libros. Walter me rescató de un laburo de mierda en el año 1986, y en una maniobra de tipo ‘mercato pelotero’ logró sacarme de la multinacional en la que me aburría para abrirme las puertas de una actividad burbujeante, incesante, planetaria, creativa, entretenida, razonablemente bien pagada y en la que nos divertimos un puñado. Juntos, o separados pero siempre en contacto, le dimos la vuelta al mundo unas cuantas veces.

Belga, de la especie flamenca, nacido en la ciudad de Mechelen que los francoparlantes llamamos Malines (anda a saber por qué jodida razón a Den Haag la llaman La Haya en castellano), Walter tuvo un padre ‘colaborador’, lo que en esa época quería decir que fue un esbirro de la ocupación nazi, horror que Walter condenó toda su vida con una actitud permanente de una enorme calidad humana.

Walter era el optimismo hecho persona. Siempre sonriente y a punto de lanzar una carcajada, parecía a cada instante estar finiquitando el inicio de un largo viaje, síntesis belga –en una sola persona– de Fernão de Magalhães y de Juan Sebastián Elcano. En más de una ocasión me llamó para preguntarme si tenía un par de minutos libres, y un par de horas más tarde me encontraba a bordo de un vuelo intercontinental que nos permitiría tomarnos una caiperinha en Recife, un tinto francés en Singapur o en Bangkok, o en su defecto un blanco seco en Ayers Rock, lugar que queda, como dicen los mismos australianos in the middle of nowhere. Tú ya sabes, el laburo es el laburo y servidor un émulo a la distancia y en el tiempo del célebre Alekséi Stakhanov.

Divorciado, como todo dios, a Walter le faltaba un ancla, un hub como dicen los boludos viajados, una raíz capaz de ofrecerle un hogar y el necesario reposo del guerrero cuando regresaba de sus interminables peregrinaciones alrededor del planeta. Entonces conoció a Catherine y se casó con ella. Catherine es una bella ruandesa, Tutsi para más señas, portadora de las características innatas de su etnia: fineza, elegancia, belleza, porte y distinción. Por ahí se chivó el cuento…

Corrían los años 1990, cuando tuvimos noticias de que un terrible drama tenía lugar en Ruanda. Ese drama puede resumirse en el genocidio –o sea la exterminación– de la población Tutsi por parte del gobierno hegemónico Hutu. Entre el 7 de abril y el 15 de julio de 1994 asesinaron aproximadamente al 70 % de los Tutsis, mayormente a machetazos, pero no solo a machetazos. Si miras las cifras disponibles, se calcula que fueron asesinados unos 700 mil Tutsis, hombres, mujeres y niños.

Curiosamente, el ejército francés estaba presente en Ruanda, bajo la cobertura de una misión humanitaria.

Como puedes imaginar, costó reconstruir Ruanda, y aún más la coexistencia de Hutus y Tutsis, las dos etnias principales, en modo tal de preservar el país y su integridad territorial. Walter participó en la modernización de los transportes públicos de Kigali, y se lanzó en azarosas inversiones destinadas a promover la producción agrícola.

Contemporáneamente, Walter me increpó duramente, acusando a los franceses de ser responsables de lo ocurrido. Servidor, de cultura variopinta, asume lo que quieras, desde las masacres de la Guerra de Pacificación de la Araucanía hasta los horrores de la Comuna de París y la tortura industrial perpetrada por el ejército francés durante la Batalla de Argel, pero, francamente, en el genocidio ruandés no tuve ni arte ni parte, nunca fui a Kigali, y aparte Catherine no conocía a ningún ciudadano de tan bello país.

Hoy por la mañana escuchaba la radio, France Info para ser preciso, radio del sector público, que dedicó un largo reportaje a un informe solicitado por el gobierno galo a propósito de lo ocurrido en Ruanda en el año 1994.

Un grupo de especialistas –encabezado por el historiador Vincent Duclert, maestro de conferencias en la Escuela Nacional de Administración– analizó todos los datos disponibles, incluyendo los archivos diplomáticos, militares y de inteligencia, y concluyó en que Francia fue corresponsable del genocidio. Muy precisamente quienes dieron órdenes y tomaron decisiones que se revelaron criminales: François Mitterrand, el presidente, y Hubert Védrine, su ministro de Relaciones Exteriores.

El propio Duclert declaró ayer: «El fracaso de la política francesa en Ruanda contribuyó efectivamente a las condiciones del genocidio”.

Guillaume Ancel, teniente-coronel del ejército francés, que en esa época estaba en Ruanda en la ‘misión humanitaria’ y fue testigo de las masacres, declaró en vivo y en directo: “Nosotros los militares también somos responsables, porque no podemos escudarnos tras el argumento de haber obedecido órdenes”. Entre otras cosas, el ejército francés armó a los Hutus, les suministró las armas necesarias para cometer el genocidio, los protegió y dejó a los Tutsis indefensos.

Debo declarar, señores del Jurado, que conocí personalmente a François Mitterrand, quien nos recibió un par de veces en el Palacio del Eliseo, y que Hubert Védrine es a mis ojos el único ministro de Exteriores galo del último cuarto de siglo que haya mostrado trazas de inteligencia. Nadie pretende que ni el uno ni el otro hayan querido perpetrar un genocidio. El oficial de ejército ya citado tampoco lo pretende, pero subraya la inesquivable responsabilidad de quienes impusieron su voluntad y tomaron las decisiones políticas. Al César lo que es del César, y a dios lo que es de dios.

Walter ya no está con nosotros para saberlo, ni para que yo, apoyándome en la sólida amistad franco-belga que construimos, pueda pedir disculpas a la chilena: “Perdona la muerte del niño, fue un error, yo no sabía, los culpables serán castigados en la medida de lo posible, es cuestión de esperar unos 40 años más…”. Walter murió en un taxi perdulario de Yakarta, capital de Indonesia, devorado por un cáncer a la garganta que no le permitió terminar el último viaje de su vida, uno que lo llevaba al hospital.

Allí donde está, se libró de la segunda noticia del día: “Francia protesta vivamente por las condiciones de encarcelamiento de Alekséi Navalny”, un neonazi estafador condenado por diversos tráficos y delitos varios, pero reclutado por los servicios de inteligencia occidentales como “opositor” al régimen ruso.

“En nombre de los derechos humanos”, pues, “Francia eleva su voz indignada”, y llama a Vladimir Putin del nombre del puerco.

Si no sabías lo que quiere decir la conocida frase “Hay patadas en el culo que se pierden”, ahora lo sabes.

 

05/02/2023

JORGE MAJFUD
Los cien millones de muertos del comunismo
Y los mil millones del capitalismo

Jorge Majfud, Escritos Críticos, 29-1-2023

Resumen de un capítulo del libro de próxima aparición Moscas en la telaraña

Sé que no es necesario desde ningún punto de vista, pero para comenzar me gustaría aclarar que no soy comunista. Tengo otras ideas menos perfectas sobre lo que debería ser la sociedad y el mundo, que no es este, tan fanáticamente orgulloso de sus propios crímenes. Pero como me molesta la propaganda del amo que acusa a cualquier otra forma de pensamiento de propaganda, ahí voy otra vez contra la corriente.

En La frontera salvaje (2021) nos detuvimos en Operación Sinsonte, uno de los planes más secretos y, al mismo tiempo, más conocidos de la guerra psicológica y cultural organizada y financiada por la CIA durante la Guerra fría. Ahora veamos uno de los casos más promocionados y viralizados de los años 90s, como lo fue Le Livre noir du communisme, publicado por el ex maoísta Stéphane Courtois y otros académicos en 1997. No nos detendremos ahora sobre la conocida psicología del converso, porque no es necesario. El libro fue una especie de Manual del perfecto idiota latinoamericano pero del primer mundo y con mucho más vida mediática.

 

De este libro proceden las infinitas publicaciones de las redes sociales sobre “los cien millones de muertos del comunismo”, aunque sus propios autores estiman un número menor, entre 65 y 95 millones. Especialistas en el área (sus autores no lo son) observaron que Courtois enlistó cualquier evento donde estuviese involucrado un país comunista y tomó la cifra más alta en cualquier caso.

Por ejemplo, la Segunda Guerra mundial es atribuida a Hitler y a Stalin, cuando fue este último el primer responsable de la derrota del primero, y fue el primero, no el segundo, el causante de esa tragedia. Es más, llega a la conclusión de que Stalin mató más que Hitler, sin considerar las razones de cada tragedia y atribuyendo parte de los 70 a 100 millones de muertos en la Segunda Guerra a Stalin, siendo que uno comenzó la guerra y el otro la terminó. Los veinte millones de muertos rusos son atribuidos a Stalin. Los especialistas en la Era soviética estiman la responsabilidad de Stalin en un millón de muertos, lo cual es una cifra horrenda, pero lejos de lo que se le atribuye y aún más lejos que cualquiera de las matanzas causadas por las otras superpotencias vencedoras, ex aliadas de Stalin.

En 1945, el general LeMay arrasó con varias ciudades japonesas, como Nagoya, Osaka, Yokohama y Kobe, tres meses antes de las bombas atómicas. En la noche del 10 de marzo, LeMay ordenó arrojar sobre Tokio 1500 toneladas de explosivos desde 300 bombarderos B-29. 500.000 bombas llovieron desde la 1:30 hasta las 3:00 de la madrugada. 100.000 hombres, mujeres y niños murieron en pocas horas y un millón de otras personas quedaron gravemente heridas. Un precedente de las bombas de Napalm fueron probadas con éxito. “Las mujeres corrían con sus bebés como antorchas de fuego en sus espaldas” recordará Nihei, una sobreviviente. “No me preocupa matar japoneses”, dijo el general LeMay, el mismo que menos de dos décadas después le recomendará al presidente Kennedy lanzar algunas bombas atómicas sobre La Habana como forma de resolver el problema de los rebeldes barbudos. A principio de los 80s, el secretario de Estado Alexander Haig le dirá al presidente Ronald Reagan: “Sólo deme la orden y convertiré esa isla de mierda en un estacionamiento vacío”.

El libro de Courtois enlista dos millones de muertos en Corea del Norte atribuidas al comunismo de los tres millones totales de muertos, sin considerar que los bombardeos indiscriminados del General MacArthur y otros “defensores de la libertad” barrieron con el 80 por ciento del país. Desde el año 1950, se solían arrojar cientos de toneladas de bombas en un solo día, todo lo cual, según Courtois y sus repetidoras de Miami y la oligarquía latinoamericana, no habrían sido responsables por la muerte de mucha gente.

Courtois también cuenta un millón de muertos en Vietnam debido a los comunistas, sin considerar que se trató de una guerra de independencia contra las potencias imperiales de Francia y de Estados Unidos, las que dejaron al menos dos millones de muertos, la mayoría no en combate sino bajo el clásico bombardeo aéreo estadounidense (inaugurado en 1927 contra Sandino en Nicaragua) y del uso del químico Agente Naranja, que no sólo borró del mapa a un millón de inocentes de forma indiscriminada sino que sus efectos en las mutaciones genéticas se sienten aún hoy.

También atribuye la barbarie del régimen de los Jemeres Rojos en Camboya enteramente a “el comunismo”, sólo porque el régimen era comunista, sin mencionar que Pol Pot había sido apoyado por Washington y las corporaciones occidentales; que fue el Vietnam comunista que derrotó a Estados Unidos el que puso fin a esa barbarie mientras Occidente continuó apoyando a los genocidas reconociéndolos en la ONU como gobierno legítimo hasta los años 80. Entre 1969 y 1973, cayeron sobre Camboya más bombas (500.000 toneladas) que las que cayeron sobre Alemania y Japón durante la Segunda Guerra. Lo mismo les ocurrió a Corea del Norte y a Laos. En 1972, el presidente Nixon preguntó: “¿Cuántos matamos en Laos?” A lo que su secretario de Estado, Ron Ziegler, contestó: “Como unos diez mil, o tal vez quince mil”. Henry Kissinger agregó: “en Laos también matamos unos diez mil, tal vez quince mil”. El dictador comunista que los seguirá, Pol Pot, superará esa cifra por lejos, masacrando a un millón de su propio pueblo. Los Jemeres Rojos, hijos de la reacción contra el colonialismo de Occidente, fueron apoyados por China y Estados Unidos. Otro régimen comunista, el Vietnam que derrotó a Estados Unidos, puso fin a la masacre de Pol Pot luego de una matanza de 30.000 vietnamitas. Aparte de los masacrados por las bombas de Washington solo en Laos y Camboya, decenas de miles más siguieron muriendo desde el fin de la guerra, debido a las bombas que no explotaron al ser arrojadas.

El mayor número que suman a los 94 millones de víctimas del comunismo se refiere a la catastrófica hambruna de la China de Mao en los 60s. Esta hambruna de 1958-62 no causó 60 millones, sino, muy probablemente, entre 30 y 40 millones y en ningún caso fue un plan de exterminio deliberado y racista, estilo nazi en Alemania o británico en India. La necesidad de industrialización se repitió en países como Brasil y Argentina y su único pecado fue haber llegado tarde. En el caso chino, combinó una política desastrosa con problemas climáticos. Pese a todo, la expectativa de vida en China comenzó a mejorar rápidamente a partir de los 60s. Durante el mismo período de la guerra fría, el nuevo estado democrático en India comenzó a mejorar las expectativas de vida de su población. Pero no se debió a ningún plan sino, simplemente, a haber dejado de ser una colonia hambreada, brutalizada y expoliada por el Imperio británico, que sólo entre 1880 y 1920 fue responsable de la muerte de 160 millones de personas.

No obstante, en este período de democracia capitalista en India, los muertos atribuibles a la ausencia de reformas sociales sumaron 100 millones. El mundialmente premiado economista y profesor de Harvard University, Amartya Sen y Jean Drèze de la London School of Economics, en 1991 habían publicado Hunger and Public Action donde analizaron con rigor estadístico varios casos olvidados de hambrunas mundiales provocadas por sistemas, modelos y decisiones políticas. En el capítulo 11 observaron: “Comparando la tasa de mortalidad de India de 12 por mil con la de China de 7 por mil y aplicando esa diferencia a una población de 781 millones en la India de 1986, obtenemos una estimación del exceso de mortalidad en India de 3,9 millones por año”.

La gran prensa no se hizo eco y el mundo no se enteró. Por el contrario, seis años más tarde saltó a la fama, como por arte de magia, Le Livre noir du communisme y otros del mismo género comercial de venta rápida, de consumo rápido y de fácil digestión.

1878

 Antes analizamos la posición del intelectual y diplomático indio-británico Shashi Tharoor y de los profesores Jason Hickel y Dylan Sullivan sobre el impacto de las políticas imperiales del capitalismo, lo que contradice las narrativas populares más promovidas por los medios dominantes y las agencias de gobierno, lo que se podría resumir en una de sus conclusiones: “En todas las regiones estudiadas, la incorporación al sistema mundial capitalista se asoció con una disminución de los salarios por debajo del mínimo de subsistencia, un deterioro de la estatura humana y un repunte de la mortalidad prematura.

Si, con el mismo criterio de Courtois y sus repetidoras, continuásemos contando los millones de indígenas muertos en las Américas en el proceso que hizo posible le capitalismo en Europa, los al menos diez millones de muertos que el rey belga Leopold II dejó en la empresa llamada Congo y tantas otras masacres de negros en África que no importan, o en India, o en Bangladesh, o en Medio Oriente, pasaríamos fácilmente varios cientos de millones de muertos en cualquier Libro negro del capitalismo.

Más que eso. La reconocida economista y profesora de Jawaharlal Nehru University, Utsa Patnaik, ha calculado que Gran Bretaña le robó a India $45 billones de dólares sólo entre 1765 y 1938 y causó, a lo largo de esos siglos, la muerte no de cien millones sino de más de mil millones de personas. La cifra alcanzada en su libro publicado por Columbia University Press de Nueva York, que a primera vista parece exagerada, no es menos excesiva que la atribuida por Courtois en base a los mismos criterios―sólo que está mejor documentada.

Sólo que una de las dos narrativas alcanza los grandes titulares y su objetivo: en las democracias secuestradas, no importa el peso de las verdades, sino la suma de las opiniones inoculadas.