Lyna Al Tabal,
Rai
Al Youm, 27/7/2025
Traducido por Atahualpa
Guevara, Tlaxcala
¿Así que es ésta tu novedad, Ziad…? Entonces no la
queremos.
Ziad Rahbani sigue sonriendo, con un silencio extraño. Nos mira con los ojos
cerrados, como si ya lo hubiera visto todo… y nada importara. Duerme como un
príncipe cansado de su reino. Ziad duerme, ¿no?
No. Ziad resiste a su manera: se retira. Simplemente se
niega a formar parte de todo esto.
Su decisión de guardar silencio a partir de hoy es su
declaración más fuerte. Ha elegido cerrar los ojos… y soñar.
Pero ¿quién sueña todavía hoy? ¿Quién tiene aún el coraje
de soñar? Ziad, solo Ziad.
Ziad duerme, sí. Y sueña con esta nación… Qué nación tan
extraña es la que sueñas, Ziad…
Caligrafiti de Ashekman que representa a Ziad Rahbani con la célebre frase “¿Bennesbeh Labokra Chu?”, “Y mañana, ¿qué?” (título de una obra de teatro musical de 1978), ubicado estratégicamente en el centro de una antigua zona de guerra en Beirut, conocida como la línea de contacto, en la intersección de Basta/Bechara el Joury/Sodeco. Foto: Yad Jorayeb
En su sueño, ve Palestina… sin barreras, sin checkpoints,
sin soldados que te arranquen la flor porque su color les recuerda la sangre
que siempre han derramado, y luego te griten: “Quédate ahí, bajo el sol… y
arde.”
Ziad sueña que la ocupación ha terminado, y con ella se han evaporado los
rostros pulidos del poder —los que firmaban los acuerdos de normalización con
una sonrisa, mientras el enemigo nos lanzaba bombas. Nadie se pregunta dónde
está “Abbas”, claro. Y nadie llora una autoridad dormida desde Oslo.
Damasco, en el sueño, ha reintroducido a “Jules Jammal”*
en los manuales escolares, y ha levantado el signo de la victoria sobre el
cementerio nacional donde fue enterrada la mitad del pueblo, en toda su
diversidad. Y en el sueño, todos aplauden, incluso los mártires. Hay allí una
estatua de una combatiente hermosa, llamada Siria, que hace la señal de la
victoria.
Gaza se ha convertido, de verdad, en la Riviera de
Palestina —quieran ellos o no. Plazas verdes, arena dorada, un mar de azul
intenso, barcas pintadas.
Así es como Ziad ve el sueño… a todo color.
¿Y tú? ¿Alguna vez te has preguntado si tus sueños tienen
colores o si solo son en blanco y negro?
Sí, en el sueño, las calles de Gaza huelen al perfume de
Sinwar y Deif —un perfume de resistencia, mezcla de pólvora… y de nostalgia.
Los niños juegan en plazas que llevan los nombres de los mártires de Palestina.
A su alrededor, mujeres… las mismas que dieron a luz a los hijos que Israel
exterminó.
Los mismos nombres.
Los mismos rostros.
Los mismos ojos… pero esta vez, sin lágrimas. Porque en
los sueños de Ziad, las lágrimas están prohibidas.
Qué derrota para Israel… Por cada casa bombardeada, hemos
reconstruido diez. Y por cada niño asesinado… nuestras mujeres han dado a luz a
cien.
Beirut ya no manda a sus poetas al Golfo para servir como
coartada cultural, ni a mendigar migajas de subvención al Occidente sacio. Y
las cámaras encima de las embajadas han sido arrancadas —como dientes podridos.
En el sueño, el mundo árabe es un solo país, pero que reúne a todos los
pueblos, de Tánger a Salalah…
Sueña que los pueblos árabes cruzan las fronteras hacia Palestina, las
derriban, como lo proclamaba el militante Georges Abdallah, las arrasan y
recuperan la tierra.
¿Cansado al punto del colapso? ¿O simplemente asqueado hasta la muerte, Ziad?
Vamos, las dos cosas… y basta.
Ziad ha cambiado de acorde musical, dejándonos tambalear
solos… Nosotros, su generación, aquella que él arrulló cantando el derrumbe.
Somos la generación de los escombros: nacidos entre el 70 y el 90,
diagnosticados como inestables porque la guerra, esa, nunca fue estable. Y
mejor así: no queremos curarnos de un mal que nos hizo lúcidos.
Sobrevivíamos a doble velocidad: guerra de día, Ziad de noche. Así nos
manteníamos en pie. Los muertos al amanecer, las melodías al atardecer. Y nadie
nos preguntaba cómo lo lográbamos.
Correr bajo las bombas por un casete de Ziad… Hay que estar loco, ¿verdad? Y
sin embargo, lo hicimos. Preferíamos su voz a nuestras vidas. Así era nuestra
forma de amar. Idiota. Feroz.
¿Alguna vez esquivaste a un francotirador con un casete en el bolsillo? ¿Un
casete de Ziad? Nosotros sí. Entrábamos así, entre dos ráfagas, sin pensar.
Instinto, amor, pura locura.
Cada uno creía que Ziad solo hablaba con él. No éramos un
público. Éramos su generación, sus hijos.
Y cuando nuestras casas fueron destrozadas por el
enemigo, ¿eras de los que primero buscaban bajo los escombros el casete de
Ziad? ¿Y cuando el exilio te atrapó, no metiste primero en tu maleta el casete
de Ziad… y la voz de Fairuz?
Sí, somos esos enfermos. Los sobrevivientes de una época,
de un régimen, de guerras clavadas en nuestra carne y nuestra mente. Damos un
salto ante el menor ruido. Ya no son las bombas, son las puertas que se cierran
de golpe… y despiertan en nosotros todo lo que intentamos olvidar.
Nosotros, los resistentes, un portazo basta para despertar las ruinas de la
infancia, y toda la guerra regresa, sin avisar.
Una mirada basta para tambalearse: en ella vemos demasiado. Demasiado de lo que
huimos, demasiado de lo que callamos.
Ofrecemos nuestros sentimientos con una generosidad
enfermiza, sin condiciones. Somos los hijos de las grietas mentales, de los
traumas en espiral, de eso que hoy llaman un trastorno y que nosotros
simplemente llamamos nuestra vida.
Confiamos como idiotas, apenas sanamos, y recaemos al
primer recuerdo o a la primera canción.
Este texto no trata de un artista. Trata de un padre, un
terapeuta sin bata, que curaba nuestras heridas con casetes. Diagnosticaba a
golpes de piano rabioso. Somos su generación. Aquellos a quienes el país, el
banco, la religión, los partidos y el exilio crucificaron… y que, al final,
fueron a casa de Ziad.
Él reía, abofeteaba a los poderosos con sus palabras…
luego reía otra vez, y reíamos con él. Esa era su forma de resistir, y también
la nuestra.
Tienes razón, Ziad… en este Levante, dormir se ha vuelto el único verdadero
descanso.
Ridiculizabas a todos, y sin embargo nadie te odiaba. Te
burlabas de todos a la vez, y te escuchaban como se escucha a un profeta
desencantado.
Fuiste el único que no nos exigió tomar partido. Todos los bandos te parecían
absurdos, vacíos, intercambiables… excepto uno: el de la resistencia.
La resistencia no es una elección. Es un reflejo. Como respirar bajo el agua.
Como gritar en silencio. Como reconocer, en la mirada de tu vecino, al soldado
que pulverizó tu casa… Entonces ya no piensas: resistes.
Pero Ziad, nuestro Ziad… abre los ojos. Ya no es hora de soñar. El soldado está
aquí, sentado en el sofá, bebe mi café,
y tararea tus melodías…
¿Es ésta tu novedad, Ziad?
No la queremos.
Lanza tu frase, Ziad… Queremos palabras como balas. Que
tu voz golpee este mundo que se duerme al sonido de las bombas sobre Gaza.
No, no te equivoques… No creas que te lloro. En medio de mis lágrimas y mi
dolor, no escribí para llorar, sino para maldecir el destino que nos ha roto.
Solo suavicé mis palabras, para no asustarte, nuestro príncipe dormido… Suavicé
mis palabras, Ziad, para no asustar a los lectores. Que no crean que lloro. Que
no lo tomen por una lamentación. Duermes, eso es todo. Tal vez demasiado
pronto.
No se llora a quien nos legó un vocabulario de lucha. Yo
no lloro. Escribo.
Esto no es una despedida. Son las palabras de una generación golpeada. La tuya,
Ziad. La de la guerra, de las ráfagas, de la angustia que se bebe como café
negro.
Tu generación, Ziad, la que verá el fin de la ocupación
israelí… sin ti.
Somos esa generación.
Y jamás perdonaremos a este mundo que te llevó hasta el agotamiento… y te obligó al sueño.
NdT
* Jules Youssouf Jammal es una figura
legendaria del nacionalismo árabe: este militar sirio cristiano ortodoxo habría
lanzado un ataque suicida contra un buque de guerra francés durante la
“operación de Suez” franco-israelo-británica de 1956.