Romain Gary
(1914-1980) , LIFE Magazine,
22/12/1967, Le Figaro littéraire, 4/3/1968
Traducido por María Piedad Ossaba
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Probablemente leyendo esta carta Usted se preguntará qué pudo llevar a un espécimen zoológico tan profundamente preocupado por el futuro de su propia especie a escribirla. El motivo es, por supuesto, el instinto de conservación. Desde hace mucho tiempo siento que nuestros destinos están unidos. En estos días peligrosos de “equilibrio del terror”, de masacres y cálculos científicos sobre el número de personas que sobrevivirán a un holocausto nuclear, resulta natural que mis pensamientos se dirijan a usted.
En mi opinión usted, querido señor elefante, representa a la perfección todo lo que hoy está en peligro de extinción en nombre del progreso, de la eficacia, del materialismo integral, de una ideología o incluso de la razón ya que un cierto uso abstracto e inhumano de la razón y de la lógica se ha tornado cómplice de nuestra locura asesina. Hoy parece evidente que nos hemos comportado con otras especies, y con la suya en particular, de la misma manera como estamos a punto de hacerlo con nosotros mismos.
Fue en el cuarto de un niño, hace ya cerca de medio siglo, que nos encontramos por primera vez. Durante años compartimos la misma cama y nunca me dormía sin besar su trompa y, acto seguido, estrecharle con fuerza entre mis brazos hasta el día que mi madre nos separó diciendo, no sin una cierta falta de lógica, que yo era un niño demasiado grande para jugar con un elefante. Sin duda, hoy aparecerán algunos psicólogos que afirmarán que mi “fijación” por los elefantes remonta a esa dolorosa separación y que mi deseo de compartir su compañía es en realidad una forma de nostalgia de mi infancia y de mi inocencia perdidas. Y es verdad que ustedes representan para mí un símbolo de pureza y un sueño ingenuo, el de un mundo donde hombres y animales podrían vivir juntos y en paz.
Años después, en algún lugar de Sudán, nos volvimos a encontrar. Regresaba de una misión de bombardeo sobre Etiopía y aterricé con mi avión en un estado lamentable al sur de Jartum, en la ribera occidental del Nilo. Caminé durante tres días antes de encontrar agua y beber, lo que luego pagué con una fiebre tifoidea que casi me costó la vida. Usted se me apareció a través de unos escasos algarrobos y al principio pensé que era víctima de una alucinación. Porque era rojo, rojo oscuro desde la trompa hasta la cola, y la visión de un elefante rojo ronroneando sentado sobre su trasero me puso los pelos de punta. ¡Sí! estaba ronroneando, y desde entonces he aprendido que este profundo estruendo es en ustedes un signo de satisfacción, lo que me lleva a creer que la corteza del árbol que estaba comiendo era particularmente deliciosa.
Tardé en comprender que la razón por la que estaba rojo era porque se había revolcado en el barro, lo que significaba que había agua cerca. Avancé lentamente y en ese momento Ud. se dio diste cuenta de mi presencia. Levantó las orejas y su cabeza pareció triplicar su volumen, mientras que su cuerpo, que parecía una montaña, desaparecía tras el dosel repentinamente levantado.
Entre Ud. y yo, la distancia no era más de veinte metros, y no sólo podía ver sus ojos, sino que era muy sensible a su mirada, que me alcanzó, si se me permite decirlo, como un directo al estómago. Era demasiado tarde para pensar en huir. Y luego, en el estado de agotamiento en que me encontraba, la fiebre y la sed prevalecieron sobre mi miedo. Renuncié a la lucha. Esto me sucedió varias veces durante la guerra: cerré los ojos, esperando la muerte, lo que me valió cada vez una condecoración y una reputación de coraje.
Cuando volví a abrir los ojos, Ud. estaba dormido.
Supongo que no me vio, o peor aún, sólo me miró antes de quedarse dormido. De todos modos, ahí estaba: la trompa flácida, las orejas caídas, los párpados caídos, y recuerdo que mis ojos se llenaron de lágrimas. Me invadió un deseo casi irresistible de acercarme a Ud., de apretar su trompa contra mí, de apretarme contra el cuero de su piel y allí, bien protegido, dormirme plácidamente. Una sensación de lo más extraña me invadió. Era mi madre, lo sabía, quien la había enviado. Finalmente había cedido y me habían devuelto a Ud.. Di un paso en tu dirección, luego otro...
Para un hombre tan profundamente agotado como yo estaba en ese momento, se desprendía de su enorme masa, como una roca, algo extrañamente tranquilizador. Estaba convencido de que, si podía tocarle, acariciarle, apoyarme en Ud., me iba a comunicar un poco de su fuerza vital. Era una de esas horas en las que un hombre necesita tanta energía, tanta fuerza, que a veces incluso llega a invocar a Dios. Nunca he sido capaz de levantar mi mirada tan alto, siempre me he detenido en los elefantes.
Estaba muy cerca de Ud. cuando (tropecé y caí. Entonces la tierra tembló debajo de mí y el ruido más espantoso que podían hacer mil asnos rebuznando al unísono redujo mi corazón al estado de un saltamontes cautivo. De hecho, yo también gritaba, y en mis rugidos había toda la terrible fuerza de un bebé de dos meses. Inmediatamente después tuve que batir sin cesar de chillar todos los récords de los conejos de carrera. Parecía que una parte de su poder se había infundido en mí, porque nunca un hombre medio muerto había vuelto a la vida tan rápidamente para escabullirse tan deprisa. De hecho, ambos estábamos huyendo pero en direcciones opuestas. Nos estábamos alejando el uno del otro, Ud. bramando, yo chillando, y como yo necesitaba toda mi energía, no se trataba de que intentara controlar todos mis músculos. Pero dejemos eso, si quiere. Un acto de valentía a veces tiene estas pequeñas repercusiones fisiológicas. Después de todo, ¿no había asustado a un elefante?
Nunca más nos hemos vuelto a encontrar y, sin embargo, en nuestra frustrada, limitada, controlada, catalogada y comprimida existencia, sigue llegando a mí el eco de su convincente y relampagueante caminar por los vastos espacios de África, y despierta en mí una confusa necesidad. Resuena triunfalmente como el fin de la sumisión y de la servidumbre, como un eco de esa libertad infinita que ha atormentado nuestra alma desde que fue oprimida por primera vez. Espero que no lo tome como una falta de respeto si le confieso que su tamaño, su fuerza y su ardiente aspiración a una existencia sin obstáculos lo hacen obviamente totalmente anacrónico. Pero para tod@s aquell@s de entre nosotr@s que han sido dejad@s atrás en nuestras ciudades contaminadas y con nuestros pensamientos aún más contaminados, su presencia colosal, su supervivencia, contra todo pronóstico, actúa como un mensaje tranquilizador. Aún no todo está perdido, la última esperanza de libertad no se ha desvanecido por completo de esta tierra, y ¿quién sabe? Si dejamos de destruir a los elefantes y evitamos que se extingan, quizás también consigamos proteger a nuestra propia especie de nuestras propias empresas de exterminio.
Si el hombre se muestra capaz de respetar la vida en su forma más formidable y engorrosa - vamos, vamos, no mueva las orejas ni levante su trompa con rabia, no tenía la intención de ofenderlo-, por lo que sigue siendo una oportunidad para que China no sea el presagio del futuro que nos espera, sino para que el individuo, ese otro monstruo prehistórico engorroso y torpe, consiga sobrevivir de de una manera u otra.
Hace años conocí a un francés que se había dedicado en cuerpo y alma a salvar al elefante africano. En algún lugar, sobre el mar verde, áspero, de lo que entonces se llamaba el territorio de Chad, bajo las estrellas que siempre parecen brillar con más intensidad cuando la voz de un hombre logra elevarse por encima de su soledad, me dijo: “Los perros ya no son suficientes. Las personas nunca se han sentido más perdidas, ni tan solas como hoy día; necesitan compañía, una amistad más fuerte, más segura que todas las que hemos conocido. Algo que realmente pueda resistir. Los perros, no es suficiente. Lo que necesitamos son los elefantes“. Y ¿quién sabe?? Tal vez tengamos que buscar una compañía infinitamente más importante, más poderosa aun…
Casi percibo un brillo de ironía en sus ojos al leer mi carta. Y, sin duda, Ud. levanta las orejas debido a su profunda desconfianza ante cualquier rumor que provenga del hombre. ¿Alguna vez le dijeron que su oreja tiene casi exactamente la forma del continente africano? Su masa gris como una roca tiene el color y la apariencia de la tierra, nuestra madre. Sus pestañas tienen algo desconocido que hace casi pensar en las de una niña, mientras que su parte posterior se parece a la de un cachorro monstruoso. Durante miles de años, se los cazó por su carne y por su marfil, pero es el hombre civilizado, que tuvo la idea de matarlos para divertirse y hacer de ustedes un trofeo. Todo lo que hay en nosotros de miedo, de frustración, de debilidad y de incertidumbre parece encontrar cierta satisfacción neurótica al matar a la más poderosa de todas las criaturas terrestres. Este acto gratuito nos da ese tipo de seguridad “viril” que proyecta una extraña luz sobre la naturaleza de nuestra virilidad”.
Hay personas que, por supuesto, dicen que usted no sirve para nada, que usted arruina los cultivos en un país donde se padecen hambrunas, que la humanidad ya tiene suficientes problemas de supervivencia como para hacerse cargo de la de los elefantes. De hecho, sostienen que usted es un lujo que no podemos permitirnos.
Este es exactamente el tipo de argumentos utilizados por los regímenes totalitarios de Stalin a Mao, pasando por Hitler, para demostrar que una sociedad verdaderamente racional no puede permitirse el lujo de la libertad individual. Los derechos humanos son, ellos también, elefantes. El derecho a disentir, de pensar libremente, el derecho a resistir y desafiar al poder - son valores que se pueden controlar y reprimir muy fácilmente frenados y suprimidos en nombre del rendimiento, de la eficacia, de los “intereses superiores” y del racionalismo integral.
En un campo de concentración en Alemania, durante la Segunda Guerra Mundial, Ud., querido señor elefante jugó un papel de salvador. Enjaulados detrás de las alambradas, mis amigos pensaban en las manadas de elefantes que recorrían con un rugido atronador las llanuras infinitas de África y la imagen de esa libertad viva e irresistible los ayudó a sobrevivir a estos campos de concentración. Si el mundo ya no puede permitirse el lujo de esa belleza natural, pronto sucumbirá a su propia fealdad y ella lo destruirá.
Por mi parte, siento profundamente que el destino del hombre y su dignidad están en juego cada vez que nuestras maravillas naturales, océanos, bosques o elefantes son amenazados de destrucción.
Seguir siendo humano parece a veces una tarea casi abrumadora; sin embargo debemos asumir un peso adicional sobre nuestros hombros durante nuestra agotadora marcha hacia lo desconocido: el de los elefantes. No cabe duda de que, en nombre de un racionalismo absoluto, habría que suprimirlos, a fin de permitirnos ocupar todo el lugar en este planeta superpoblado. Tampoco cabe duda de que su desaparición significará el comienzo de un mundo totalmente hecho para el hombre. Pero déjeme decirle esto, mi viejo amigo: en un mundo hecho enteramente para el hombre, bien podría no haber lugar para el hombre tampoco. Todo lo que quedará de nosotros serán robots. Nunca conseguiremos ser enteramente nuestra propia obra. Estamos condenados para siempre a depender de un misterio que ni la lógica ni la imaginación pueden penetrar y su presencia aquí sugiere un poder creador que no podemos explicar en términos de la investigación científica o racional, sino solo con palabras en cuyo contenido entran la esperanza y la nostalgia.
Ustedes son nuestra última inocencia.
Sé muy bien que poniéndome de su lado - ¿pero no es simplemente el mío? - seré indefectiblemente calificado de conservador, incluso de reaccionario, “monstruo” perteneciente a otra evocación prehistórica: la del liberalismo. Acepto de buen grado esta etiqueta en un momento en que el nuevo maestro pensador de la juventud francesa, el filósofo Michel Foucault, anuncia que no sólo Dios ha muerto y se ha ido para siempre, sino el propio Hombre, el Hombre y el humanismo.
Es así pues, querido señor elefante, como usted y yo nos encontramos en el mismo barco empujados hacia el olvido por el mismo viento poderoso del racionalismo absoluto. En una sociedad, verdaderamente materialista y realista, poetas, escritores, artistas, soñadores y elefantes son sólo molestias. Recuerdo una vieja canción que cantaban los piragüeros del río Chari en África Central:
Mataremos al gran elefante
Nos comeremos el gran elefante
Entraremos en su vientre
Comeremos su corazón y su hígado...
¿No se parece extrañamente a una canción de los “guardias rojos” de la “revolución cultural” de Mao Tse-tung? Ellos anuncian casi a diario su intención de destruir la cultura occidental, ese viejo elefante “decadente” y todos sus Beethoven, Mozart, Spinoza y Cézanne, por nombrar sólo algunos de los innombrables “monstruos”. En una entrevista con André Malraux, citado por este último en sus Anti-Memorias, Nehru le decía al gran escritor que, si volvía un día a Pekín, se llevaría consigo un elefante, como regalo a Mao, porque el elefante es algo que China nunca ha conocido y que hoy le hace mucha falta. Y es cierto que su ausencia es evidente e inquietante en la nueva pesadilla totalitaria roja.
Usted es, querido Señor Elefante, el último individuo.
Créame su devoto amigo.
Romain Gary
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