Luis E. Sabini
Fernández, 21/6/2022
¿A qué se debe que a fines
del s. XX Argentina, con su gobierno elegido en elecciones constitucionales,
aprobara, con los pasos formalmente requeridos, el ingreso de alimentos
transgénicos a la mesa de los argentinos y sobre todo a los campos de cultivo
de Argentina y que todo el proceso diz que democrático de aprobaciones legales
contara con los fundamentos en inglés (tan apurados los mandantes que ni a
traducción recurrieran)?
¿A qué se debe que a
comienzos del s. XXI, Uruguay con su gobierno, también él perfectamente elegido en elecciones legales,
aprobara un proyecto de industrialización venido desde medio planeta de
distancia a aplicar sobre una producción por lo menos “recién llegada”, rubricado,
el convenio, con una coda digna de Marx, pero Groucho: escrito el convenio en
inglés y en castellano, se establece que en caso de duda prevalecerá la versión en castellano, y
cuando sobreviene una diferencia en los respectivos textos, prevalece la
versión inglesa?
Cualquiera de esos episodios, llamémosle
avanzadas del centro planetario mundial sobre la periferia, esbozos de un gobierno transnacional
mundializado, revelan el desplazamiento de las soberanías nacionales, por
definición locales y limitadas. Mencioné apenas un par de ejemplos que conozco
sobradamente pero me consta que no son exclusivos de la región platense. Lo
mismo, con el denominador común de estas “vergüenzas” locales; el idioma inglés.
Estos episodios
no son novedosos. Están íntimamente ligados a la periferia planetaria y
prácticamente desde su constitución. Sólo que han ido cambiando “los
envoltorios”; de las economías de extracción bruta de materia prima en los
albores del industrialismo metropolitano al desarrollo, más cerca nuestro, de
industrias adventicias, periféricas, las zonas francas, y en los últimos
tiempos, a la computarización más o menos forzosa, más o menos universalizada.
Todo ese proceso de formación de un mercado
mundializado fue acompañado de progresos reales o supuestos, en la legislación,
en la cultura, en la vida cotidiana, a menudo presentándose el mercado mundial
como protector de lo que legislaciones nacionales habían ignorado.
El proceso de traspaso de políticas desde un
ámbito nacional a entornos supranacionales ha operado en varios niveles:
empresas locales “igualadas” con consorcios transnacionales, que no soportan
dicha competencia, porque esos grandes consorcios bajan costos mediante una
manopla de recursos mucho mayor (y en general, de menor calidad). Y porque la
tendencia a acumular poder engarza mejor con unidades económicas mayores.
Por eso, los grandes aglomerados
agroindustriales han ido despedazando a campesinos, productores familiares o
cooperativos de alcance local. Sin mejorar la calidad alimentaria, en rigor
empeorándola (pese a la propaganda en contrario). Apelando a aditivos casi
siempre tóxicos, pero consiguiendo con ellos estimular la demanda y aumentar la
escala de producción. En ese deterioro alimentario, cada vez más generalizado,
los transgénicos ocupan un lugar relevante, como décadas antes lo hicieran los
biocidas, bajo el perverso nombre de “revolución verde”.
Tal vez, resumiendo, el rasgo más
característico, estructuralmente necesario, para la rentabilidad verificable en
este último medio milenio, sea el de la tendencia sostenida al aumento de escala
para la producción junto con la expansión de los mercados; ambivalente
situación, porque el aumento de escala deteriora calidad, pero la expansión
mercantil permite el acceso a más seres humanos. Se trata de una expansión no
lineal sino progresiva, que va expandiendo no sólo la producción, los mercados
y sus modalidades, sino también el ritmo con que se produce la misma expansión.
- unidades productivas, de aprovisionamiento
y procesamiento, cada vez más grandes y consiguiente consumo creciente de materias
primas y recursos,
- inversión
de las relaciones entre economía y finanzas y entre ciencia y tecnología; las
finanzas toman preeminencia sobre la economía y la tecnología y sus centros de
producción sobre la ciencia,
- contrarreforma
agraria en marcha, expulsión o ahogo de campesinos, despoblando campos, formando
unidades de producción agraria o agropecuaria cada vez mayores e
industrializantes (borrando diferencias entre la elaboración de ropas o vajilla,
por ejemplo, con la crianza de patos y plantas),
- megalopolización
urbana y contaminación cada vez más fuera de control,
- recambio
más o menos permanentemente acelerado de objetos de producción y consumo;
obsolescencia programada.
Tomemos un único ejemplo.
PESCA. La humanidad se ha nutrido desde
tiempo inmemorial de peces y seres vivos acuáticos. Se estima que el 60% de las
proteínas animales consumidas por la humanidad ha provenido, históricamente, de
la pesca. El otro tercio de proteínas animales ha sido provisto por los
animales de tierra o aire. Aves, cérvidos, liebres, cabras, cerdos, vacas,
cuises, y el larguísimo etcétera que va variando de región en región. La pesca
se ha estado industrializando desde hace siglos. Y “perfeccionando” sus
técnicas al punto que al día de hoy, con sus redes de arrastre, sus bombas de
profundidad y tantos otros recursos, los pescadores están en condiciones
técnicas de vaciar el mar. Cada mar que “visitan”.
Sería un éxito deslumbrante si no fuera por
el pequeño detalle de que la pesquería está logrando así serruchar la rama
donde está asentada.
Sus técnicas de arrastre son tan “perfectas”
como para no dejar intocado los fondos marinos. Que son, precisamente, la base
nutricia de muchísimos circuitos vitales. Las redes son tan rendidoras que no
perdonan ni siquiera a los más pequeños peces, puesto que los barcos engullen
los peces grandes para comida humana y los pequeños como masa nutricia para
animales criados o cultivados por el hombre, peces en estanque incluidos.
Tanta calidad técnica y ceguera natural o crisis
del sentido común, ha hecho que la pesca haya desaparecido por ejemplo de todo
el entorno europeo. El Mar Mediterráneo,
otrora asiento de apetitosos atunes y tantas otras especies que han
alimentado milenariamente a las poblaciones costeras, es ahora poco más que el
sumidero de los desechos de los países que lo circundan. El Báltico, por
ejemplo, está tan contaminado que sus especies marinas han disminuido
dramáticamente su fecundidad. Por estar interconectado no desaparece, como el
mal llamado Mar de Aral (el sexto lago más grande del planeta, hoy reducido a
una charca salobre gracias al “milagro soviético”): permanece entonces, pero
cada vez más sin vida, como tantos otros mares o lagos en el mundo.
Desde hace unos años, las dotaciones pesqueras
europeas se dedican a saquear las costas africanas, como la somalí, donde la
impunidad es grande por la falta de un estado local en condiciones de
defenderse.
Si revisáramos la actividad avícola o suina,
veríamos el mismo cuadro, desolador; pollos o cerdos agigantados que no pueden
tenerse sobre sus patas; las deyecciones gigantescas de establecimientos
avícolas con millones de cabezas no permiten ya incorporarlas como abono y
–gran festín para laboratorios que suministrarán “el fertilizante”– se depositan
en lagos que apestan kilómetros a la redonda.
Así remataba la oenegé GRAIN un informe donde
desnudaba el verdadero origen de la gripe aviar de 2011 y el sistema industrial
de cría de animales:
“ Una
interrogante candente es por qué los gobiernos y las agencias internacionales
como la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la
Alimentación) no hacen nada para investigar cómo las granjas industriales y sus
productos, tales como estiércol y raciones, extienden el virus. Por el contrario,
están usando la crisis como una oportunidad para profundizar la
industrialización del sector. Se multiplican las iniciativas para prohibir la
producción de pollos al aire libre y eliminar a los pequeños productores, y
reponer las granjas con pollos genéticamente modificados. La red de complicidad
con una industria involucrada en una sarta de mentiras y encubrimientos parece
completa.”
“ Los
campesinos están perdiendo sus medios de vida, sus razas de pollos nativos
están siendo expulsadas del mercado, y algunos expertos dicen que estamos al
borde de una pandemia humana que podría matar millones de personas […]. ¿Cuándo
se darán cuenta los gobiernos que para proteger a los pollos y a las personas
de la gripe aviar, necesitamos protegerles de la industria avícola mundial?”
¿Por qué los humanos hemos descubierto e
inventado tantas cosas formidables que nos han ayudado, como la molienda o el
pulido y las consiguientes herramientas que lo habilitaron, estamos ahora con
esta problemática? El vidrio, por ejemplo, inventado hace miles de años
mantiene la propiedad de su reversibilidad; hecho con arena y agua, puede
volver a sus elementos originarios; como pasa con los elementos vivos;
“renace”, en cierta forma (mediante “la muerte” de lo previo).
Con la modernidad, poco a poco, parece
haberse roto esa doble vía entre lo elaborado por humanos y su entorno.
Demos un ejemplo de lo que quiero decir con
“modernidad” y sin atarnos en modo alguno con medievalistas ultramontanos. En
el esplendor romano, hace más de dos mil años, los privilegiados de entonces
querían disponer de agua en abundancia. En Roma y en la Punta del Este de
entonces, en Pompeya. Marco Vitruvio Polión, un arquitecto romano de entonces,
planeó las canalizaciones correspondientes. Eligiendo, según tramos y otras
características físicas, hacerlas en piedra, mampostería, cerámica y madera.
Descartó el plomo, que era toda una tentación por su maleabilidad fundible a relativamente
pocos grados (300). Vitruvio desaconsejó su uso
porque la frecuencia de saturnismo entre los mineros que extraían tan
codiciado metal, lo puso alerta.
Técnicos entonces de la era precristiana no
aceptaron el plomo para las cañerías de agua. Una situación no lineal, ciertamente. Otra
gran ciudad de la época, como Mohenjo-Daro, en el actual Paquistán, usó para el
tendido de las redes de agua potable barro cocido, cerámica, madera, cemento,
roca, plomo, bronce…
La negativa al uso de plomo en Roma y Pompeya
se realza en el marco cultural de entonces, por la resistencia al uso meramente
pragmático de un material.
Peguemos un salto de más de milenio y medio…
Si hace dos mil años, era insensato hacerlo,
¿qué pasó en los siglos de despliegue industrial y colonial (vienen juntos) con
el Reino Unido y Europa Occidental a la cabeza? A comienzos del s. XIX, Glasgow, en Escocia,
comienza el tendido de redes de agua potable para toda la ciudad; la primera
ciudad europea moderna que despliega esa ingeniería… y lo hace con plomo.
La advertencia sanitaria de los romanos dos
mil años antes se había esfumado en el galope tendido de la civilización
occidental, europea, moderna. Y cuando hace menos de cien años las redes de
cañerías de plomo extienden masivamente su uso al agua también caliente, cuando
todos los hogares de alta sociedad y cada vez más los de las capas medias, pasan
a disponer como algo normal de “agua corriente y caliente” en las viviendas,
Vitruvio parecía definitivamente olvidado.
Pero no había pasado ni otro siglo, con el
agua caliente “perfectamente instalada”, que la realidad empezó a descargarse
sobre la sociedad, sus habitantes. El agua caliente “se come” el plomo, y es
fácil imaginar quién “come” realmente el
plomo de cañerías perdiendo grosor. Pensemos que esa agua, “en casa” se usa
como ingrediente alimentario. La insensatez había tomado dimensiones
demenciales. Nunca se sabrá, y los sistemas médicos se cuidan mucho de
investigarlo, si una serie de dolencias, como atrasos madurativos, dolores de
cabeza, déficit intelectuales, calambres, atrofias musculares, no son sino
manifestaciones de la temida plombemia. Que Vitruvio evitó a propietarios
romanos.
Esto es lo que ha pasado en las ciudades
occidentales a lo largo del siglo XX.
Como para mostrarnos que no aprendemos nada,
en ese mismo momento histórico, de crisis de los caños de plomo y sustitución
por otros materiales, muy
específicos conglomerados empresariales, administradores del agua, como
Coca-Cola, optan por persuadir a la gente que la solución más cómoda es tener
siempre agua consigo y para ello… botellitas de plástico. Muy marcadas
excepciones hubo, como Roma y su gobierno municipal, que se empeñó en evitar
botellitas de plástico ofreciendo en todas sus plazas bebederos públicos en
buen estado. Estábamos alrededor del 2000. Veinte años después, con la paranoia por el Covid,
sólo quedaría la botellita “para sí”.
Cómo ingresa en nuestras vidas el “tren” de
la modernización tecnocrática
Jonathan
Cook
nos da una explicación que nos parece muy digna para tener en cuenta: que el
sistema de construcción tecnocrático se ha convertido en religión, con la
sacralización consiguiente.
Eso es lo que nos pasó: fuimos entrando en
una nueva religión, casi sin darnos cuenta por más que se lo haya dicho tantas
veces; una religión del progreso, con sus sacerdocios mayores; la ciencia y la
tecnología.
El mundo empresario, apurando ganancias,
estimulado por una escala siempre creciente, pivoteando sobre el colonialismo,
el despojo de tierras y materias primas y el más abyecto racismo, hizo
prevalecer la ganancia sobre la calidad alimentaria y el poder sobre la
naturaleza. Los alimentos fueron cambiando, con empleo de mejoradores, colorantes, floculantes,
conservantes, emulsionantes, espesantes…
fosfato monosódico, polisorbatos, grasas hidrogenadas, jarabe de maíz transgénico
de alta fructosa, y mil aditivos más de los que apenas se conoce una propiedad
(refrigerante o antioxidante, por ejemplo) y se desconocen todas sus otras
potencialidades (benignas o tóxicas) dando sin más rienda suelta a una producción cada vez más contaminante.
Ante semejante invasión literal de modernidad
galopante, la división entre conservadores y progresistas se redujo en la mayor
parte de los casos, a que los primeros querían la apropiación privada y los
últimos, la estatal. Pero todos, casi todos, aceptando alegremente (o al menos
sin chistar), en este caso, la contaminación alimentaria.
Para asegurarse, el mundo empresario, cada
vez más transnacionalizado, se valió de la designación de oficinas –provinciales,
nacionales, regionales, internacionales– de control, supervisión o evaluación,
públicas; “para todos”. Una esfera estatal que se hizo rápidamente cómplice de
los “progresos”.
Así entraron, por ejemplo, los alimentos
transgénicos a nuestras mesas. Por resolución ministerial, pero por decisión de
grandes consorcios transnacionales.
Luddismo
Algunos académicos se han preguntado si los conflictos sudamericanos no están
teñidos de luddismo. Por la
oposición a la tecnología nuclear, a los transgénicos, a los gasoductos, a la
minería a cielo abierto…
Nada más equivocado. No ha habido ni rastros
de luddismo; en todo caso, luddismo es lo que nos ha faltado atemorizados por
una izquierda tecnocrática que ha tipificado a los ludditas como meros
rompedores de máquinas, de puro
retardatarios. Porque esa izquierda, progresista, jamás quiso salirse de la
“senda del progreso”, empeñados en ver un único y necesario devenir histórico.
Han apostado al agua corriente en plomo antes que a la sabiduría y sensatez de
milenios atrás, con el progreso perdidas.
Y todos esos conflictos señalados por
académicos provienen del daño, el malestar y el rechazo que provoca el despojo que
ejercen los núcleos poderosos sobre las
sociedades periféricas (a las centrales, hasta ahora al menos, se las distraía
con otros recursos). Se sabe que esas mismas “realizaciones técnicas” se
desarrollan en países “industrializados” con menos abuso que el que las mismas
empresas se arrogan en tierras periféricas.
Como explica Dorothy Nelkin, los
titulares de esos megaproyectos “trabajan en términos de un cálculo de
eficiencia que sólo incorpora costos” que estos titulares evalúan, y dejan de
lado “otros” costos que en todo caso afecten a poblaciones civiles y a sus
entornos sociales, ambientales, sanitarios.
En buen romance, que a las empresas las tiene
sin cuidado que sus proyectos productivos enfermen a criaturas ajenas a la
empresa, contaminen agua ajena a la de sus circuitos, perjudiquen el hábitat
donde se asientan exclusivamente para
extraer una producción.
Todo este cuadro de situación nos impele a
preguntarnos porqué, pese a una crisis cada vez mayor; sanitaria, alimentaria,
psíquica, ambiental, a la conciencia social creciente de que los políticos no
son sino “firmaplanos” que otros dibujan, el pensamiento y la acción, críticas,
vuelan tan bajo, sin atreverse a “sacar los pies del plato”.
Están, “estamos” los objetores de este curso,
carentes de “masa crítica”. Y están “los optimistas de siempre” que tratan de
persuadirnos que estamos en el mejor de los mundos, en todo caso peor que el
que vendrá mañana.
Eppur si muove; hay muchas
señales sobre una crisis terráquea…
La contaminación avanza, está generalizada y
fuera de todo control.
La idea de pocos años atrás de lanzar al mar
océano enormes barcos “tragaplásticos” para retirar las toneladas de tales
arrojados a los mares del planeta ha caído en la más penosa obsolescencia desde
que se sabe, hace ya muchos años, que los plásticos sufren una erosión marítima
permanente que no los biodegrada pero sí los desmenuza, convirtiendo los trozos
plásticos en unidades cada vez más pequeñas, hasta alcanzar dimensiones
microscópicas. Así, sin biodegradarse, esas partículas reciben la adherencia de
seres vivos microscópicos, de los que se sabe que algunos al menos generan un
fuerte atractivo hacia peces. Que engullen tales micropartículas con sus
colonias como manjares.
Nos falta saber qué funciones podrán cumplir
tales micropartículas en los cuerpos anfitriones. De peces, mamíferos, humanos
incluidos. Sabemos sí, que algunas de dichas partículas son cancerígenas.
Pero antes de incursionar en la problemática
sanitaria y los posibles efectos adversos de semejante metástasis, sobreviene
una pregunta previa: ¿cómo pudo concebirse y aprobarse la “construcción” de
sustancias no biodegradables? Porque no es un descubrimiento, es una invención ante
la cual ni el idioma tiene una palabra para describirlas: no biodegradables. ¿Cómo
no darse cuenta que construyendo tal tipo de sustancia corrompíamos la
naturaleza, generábamos una dificultad irresoluble? ¿Qué imaginaban ser los científicos,
técnicos, gerentes de los grandes laboratorios inventándolo? ¿Dioses? Se podría
replicar: ¿Quién no conoce una formidable aplicación del material plástico?
Claro que las hay, y muchas. Pero su peculiar “naturaleza”, que no es tal, nos
debería haber advertido y ser cautos. Pero, otra vez, como jugando a ser
dioses, si algo hemos expandido fuera de control en todo el planeta ha sido,
precisamente, el material plástico.
De todos modos, lo de las micropartículas
plásticas hoy repartidas en toda la superficie planetaria es apenas un ejemplo
del sistema de construcción que una modernidad cada vez más ciega a la
naturaleza nos ha generalizado.
Nuestro futuro robado
Dos biólogos y una periodista especializada, estadounidenses,
a fines del siglo XX redactaron un informe sobrecogedor: Our Stolen Future
(con que titulamos nuestro subcapítulo). En que demuestran, a través de un
enorme despliegue de trabajo de campo, una crisis de la sexualidad, animal y
humana en progresivo avance, sin ninguna duda asociada a la contaminación. En
el caso de varones (las mediciones están hechas solo con estadounidenses, pero
las causas traspasan claramente fronteras, aunque puedan tener diversa
intensidad en distintas latitudes y regiones), las mediciones revelan que
década a década durante la segunda mitad del s XX, la capacidad espermática ha
disminuido. Sin excepciones, sin curva alguna “hacia arriba”. Entre animales,
las investigaciones también resultaron desasosegantes; desde cocodrilos con
penes tan pequeños que no podían acceder, propiamente copular con la hembra; a gaviotas
hembras que cumplían funciones proveedoras (que suelen hacer los machos, aquí
faltantes) a hembras que cloquean; hasta peces que naturalmente son sexuados,
machos y hembras, pero que se presentaban bisexuados…
Nos parece que la investigación de los
nombrados biólogos nos da otra faceta de la problemática, que entendemos
crítica del “estado de las cosas”.
Y uno de los fenómenos que cada vez vemos más
claramente: cada avance tecnológico trae consigo un debilitamiento de nuestras
raíces, tanto las sociales como las biológicas.
Y ese proceso parece únicamente acentuarse, avanzando. y multiplicándose
ocupando cada vez más áreas de nuestras vidas y el planeta.
El arqueólogo e historiador chileno, Miguel
Fuentes lo dice nítidamente. Refiriéndose a un motivo de preocupación de la
ecología oficial y la burocracia internacional, que es el avance, al parecer
imparable, de la presencia de dióxido de carbono en nuestra atmósfera
(recalentamiento de la corteza terrestre entre otras manifestaciones) afirma:
“La
magnitud de este problema habría rebasado ya hace mucho tiempo, […], la ‘esfera de competencia’ de los sistemas
económicos y tecnológicos para desplazarse al ámbito de las relaciones
geológicas y biofísicas del planeta en su conjunto, poniendo desde aquí en
entredicho las propias capacidades tecnocientíficas […] de la civilización contemporánea. […] El problema que representarían los actuales
niveles de dióxido de carbono en la atmósfera (cercanos ya a los 420 ppm), no
vistos en millones de años en la Tierra, o bien los relacionados a los avances
sin precedentes de la acidificación marina, del deshielo del Ártico o de las
tasas de derretimiento del permafrost, constituirían hoy desafíos cuya solución
escaparía en gran medida a cualquiera de nuestros desarrollos técnico-científicos
y capacidades técnicas.”
La tesis de Fuentes advierte la gravedad del
camino emprendido por la humanidad, por un sector apenas, pero es el que ha
resultado decisivo para imprimir el destino a nuestra especie; al haber
convertido, como recuerda Cook, a la ciencia en religión y sobre todo, a su
capítulo utilitario; la tecnología devenida tecnociencia, una suerte de tecnosacralización.
Y lo más penoso: las más de las veces ha sido el lucro o e éxito el motor que
impulsó esos desarrollos.
Con una coda al parecer inevitable:
convertida en religión, la humanidad pierde capacidad crítica, se siente
desautorizada para hacer cualquier crítica. Y así sí somos pasto de los
consorcios transnacionales de presunta o presumida vanguardia.
Fuentes da otros datos afligentes; con todos
los despliegues tecnológicos con que nos atosigan los medios de incomunicación
de masas un día sí y otro también; el control
y hasta la disminución de CO2 atmosférico está muy lejos de alcanzarse:
“las llamadas “plantas de absorción” de
CO2, […] no han sido capaces todavía
de remover ni siquiera una pequeña fracción […] de las más de 40 mil millones de ton. de CO2 emitidas cada año por la
sociedad industrial.” (ibíd.) Y Fuentes nos recuerda que lo del CO2 no es un
caso aislado; lo mismo pasa con la acidificación de los mares o con la chatarra
espacial. Y que en general es tonto recurrir al auxilio tecnológico cuando es
precisamente lo tecnológico invasivamente desplegado lo que nos ha situado en
la crisis ambiental en que estamos.
Con imaginación casi poética Fuentes sostiene
que enfrentamos problemas tan insolucionables como los que se le plantean a
quien busque “restaurar a su estado original una olla de arcilla o una botella de
vidrio luego de que ésta haya sido rota en mil pedazos […]. ¿Restaurar una copa del más fino cristal
luego de ser molida en pedazos? ¡Ni siquiera con la inversión de diez, cien
mil PIB mundiales sería posible! ¡Esto es
justamente lo que hemos hecho con el mundo, el más bello de los cristales
planetarios de nuestro sistema solar, volado en mil pedazos por el
industrialismo ecocida!” (con lo cual, de paso, se burla, y con razón, de
quienes especulan acerca del porcentaje, 2%, 3%, 4% del PBI mundial, que
alcanzaría para reencauzar el estado planetario (como si se tratara de solucionar
los desajustes ambientales con unos pocos remiendos de circunstancias).
Nos vemos en camino a un mundo cada vez más
desmejorado en condiciones vitales. Ya se estima, en nuestro presente, que la
generación de nuestros hijos recibe un mundo peor que el que recibiéramos de
nuestros progenitores…
Tendremos que reaccionar ante un fideísmo
ante la ciencia como en su momento, hubo quienes pudieron y supieron reaccionar
contra el fideísmo religioso medieval, validos de un pensamiento laico, pero
crítico.
El sobreuso de nuestros medios materiales,
alegremente “cubierto” con ardides tecnológicos, nos ha cegado para poder ver
que estamos agotando literalmente el planeta; su aire, agua, suelo.
Que la construcción de megalópolis, por
ejemplo, resulta suicida, aunque de modo mediato. Lo mismo podríamos decir de los
desplazamientos de las capas con alto poder adquisitivo, quienes se sienten, y
son “locales” en todo el planeta.
La civilización rampante que “perfeccionó”
nuestra ruina cada vez más a la vista fue, a mi modo de ver una variante de lo
que llamamos Occidente, para muchos, la culminación o vanguardia civilizatoria
mundial. Su expresión más acabada. Una sociedad que extremó tales rasgos hasta
hacerlos patéticos, carentes de todo equilibrio, de toda complejidad; de ying y
yang, dirían los orientales: la cultura dominante de EE.UU., el american way of life.
Con este “sistema” o “estilo de vida” los humanos perdimos sabiduría ganando
eficacia. Perdimos la noción de escasez, intoxicados culturalmente (y sobre
todo, mediáticamente) por una abundancia apabullante.
Pero esta derrota cultural no proviene de
este último capítulo; ya estaba incubada en el pensamiento de la modernidad
burguesa, occidental.
Una eficacia altanera, autosuficiente.
Indiferente, insensible, por ejemplo a la contaminación. Cegados, como dirían
antiguos dioses si existieran, hasta que resulta demasiado tarde. Porque, como
dice Fuentes, no podemos ahora recuperar “el paraíso viviente”, perdido.
Apenas ver si podremos salvar “partes del naufragio”
planetario.
Es con este desarrollo arrasador del
industrialismo, la colonización generalizada, el racismo acaparador, nuevas
invasiones (semánticamente salvaguardadas como “avances de la frontera del
progreso”), exterminando flora y fauna sin pausa y sometiendo con diversas
modalidades, esos otros humanos tan a menudo considerados subhumanos (aunque la
fraseología democrática ha ido corriendo las exclusiones hasta hacerlas desaparecer
literalmente, al menos si no de la realidad, de la cosmovisión ideológica
oficial).
Y seguimos, cada vez más de prisa,
construyendo una tecnosfera que imaginábamos salvadora y paradisíaca, aunque
cada mañana percibimos, oscuramente, que es la nave mayor, la nave insignia, la
que está averiada...
Por eso dijimos inicialmente que lo que nos
faltó fueron ludditas y, que en lugar de ello, arropados en ideologías
progresistas o literalmente egoístas, amparadas en la modernidad, nos fuimos entregando o fuimos entregados,
siempre deslumbrados ante “los cada vez más impresionantes desarrollos
tecnocientíficos”.
Vayan unas grajeas ilustrativas de ese
pensamiento dominante:
□ Ante la ya indubitable crisis de las
abejas, alterada su orientación, no sabemos si por la creciente carga
electromagnética atmosférica, por la presencia cada vez más pesante de
agrotóxicos o por la invasión de “soluciones” biocidas, Monsanto se puso “a disposición”,
invitándonos a usar drones que ellos confeccionarían para hacer “el trabajo”
que las especies amenazadas o exterminadas iban a dejar de hacer, creyendo o
haciéndonos creer que drones podrían cubrir la formidable y menudísima tarea
que llevan a cabo los insectos libadores.
No
tuvieron, no expresaron, claro, el más mínimo pensamiento hacia los
costos. Si el costo de esa neopolinización imposible llegara a salir mil veces mayor
que la clásica, “natural”, Monsanto podría frotarse las manos a la vista de
esos miles de millones…
□ Oceanógrafos
comprobaron el derretimiento del casquete polar ártico y que dicho casquete es cada vez menos grueso.
Algunas compañías navieras de transporte de combustibles festejaron ese
adelgazamiento porque calcularon que bajaban sus fletes… La interdependencia,
bien gracias.
□
Trabajos de megaminería en algunas
laderas andinas afectaron glaciares. Caballerosamente, algunas compañías
mineras se ofrecieron a cambiarlos de sitio… ¿Cómo se imaginan que se forman
los glaciares? ¿Qué alguien dibuja en alguna oficina de diseño el sitio y luego
se lleva allí un poco de hielo?
Cualquiera de esos tres ejemplos nos muestra
que la relación del mundo empresario con la naturaleza es ya, no pobre,
esquemática, sino de una ignorancia insondable… La podríamos llamar fideísmo
hacia la ciencia (en rigor, hacia la tecnología, que es lo que el capital y sus
titulares tienen interés supremo en dominar).
Pero ese fideísmo (como cualquier otro)
presenta un enorme peligro a nuestra especie: somos seres vivos y esa condición
vital es radicalmente distinta a los rasgos de los objetos, que carecen de
vida.
Hay grandes investigaciones que están
superando esa dicotomía. Con buenas razones, porque se trata de una muy esquiva
frontera. El panteísmo nos ha mostrado cómo todo, de algún modo, vive.
Pero aun así, lo orgánico tiene cualidades
que no tiene lo inorgánico.
Y la modernización en sus últimos tramos, la
cibernética derramándose sobre todas o casi todas nuestras actividades; el
celular como un alter ego; la
saturación como un proceso invertido al del viejo mundo de la escasez, nos está
haciendo relacionar a los humanos con
objetos, como nunca antes. Sin la mediación con otro, cada vez más directamente
mediante “diálogo” con la aparatología cibernética. Alcanzando objetivos ya no
“a dos voces”, como tradicionalmente, sino “a una sola voz”. Moverse en un
mundo de inteligencia artificial, de objetos. Claro que todo “mucho mejor y más
rápido”. ¿Significa algo la pérdida del diálogo, voces entre humanos? Tengo
para mí que, toda esta invasión cada vez mayor de dots, trolls, spots,
algoritmos-e, ocupando la mayor parte del nuestro tiempo humano debilita el
diálogo entre humanos, y que, consiguientemente al llevar adelante objetivos “a
una sola voz”, vamos, nosotros también, resultando objetos (esto pasa y desde
“siempre” con “los nadies”, los desheredados “de siempre”). Como vemos, la
condición de objeto no es novedad para buena parte del género humano; la
pregunta es qué significa su generalización.
Un dato reciente: hasta hace muy pocos años, el
teléfono era el nexo entre el particular y la empresa. El mundo empresario
computarizó ese nexo, obteniendo una serie de ventajas materiales; de tiempo,
precisión. Y de ahorro, de personal. Pero en tales cálculos no entra el tiempo
social perdido por “los particulares” abriéndose paso, o no en los sitios-e.
Aunque es mucho mayor que el ahorro empresarial, ese tiempo, desperdiciado,
carece de valor para el mundo empresario. El tempo de Los nadies.
Todo el seguidismo que atribuíamos en otras
civilizaciones a los dioses, en la laica civilización moderna lo atribuimos a
la ciencia (y su hija dilecta, la tecnología). Pero aquella ceguera, que
“veíamos” en culturas destrozadas por la civilización occidental se reprodujo
entre nosotros, sólo alegando otras falsas certezas y nuevas fidelidades.
Ya lo anunció hace medio siglo el psicólogo
Stanley Milgram con su pícara experimentación sobre dolor: la gente acepta casi
cualquier monstruosidad si le dicen que es “por la ciencia”. Así fue como “enfrentamos”
la pandemia decretada por la OMS.
Si no nos sacudimos de este nuevo fideísmo tan
generalizado, estamos aen camino de perder no ya una elección, no las
comodidades cibernéticas que tanto nos han complacido, sino el mundo, tal cual lo conocemos.