Eyal Press,
The New York Times Magazine, 13/6/2018
Photos Dina Litovsky/Redux, for The New York Times
Traducido del inglés por Sinfo Fernández, Tlaxcala
Eyal Press es un escritor y periodista que colabora con The New
Yorker, The New York Times y otras publicaciones. Desde la primavera
de 2021 es también sociólogo, con un doctorado por la Universidad de Nueva
York. Creció en Búfalo, ciudad que sirvió de telón de fondo a su primer libro Absolute Convictions (2006). Su
segundo libro, Beautiful Souls (2012), examina la naturaleza del valor
moral a través de las historias de individuos que arriesgan sus carreras, y a
veces sus vidas, para desafiar órdenes injustas. Elegido por los editores del New
York Times, el libro ha sido traducido a numerosos idiomas y seleccionado
como lectura común en varias universidades, entre ellas Penn State y su alma
mater, la Universidad de Brown. Su libro más reciente, Dirty Work
(2021), examina los trabajos moralmente preocupantes que la sociedad aprueba
tácitamente y la clase oculta de trabajadores que los realizan. Ha recibido el
Premio James Aronson de Periodismo por la Justicia Social, una beca Andrew
Carnegie, una beca del Centro Cullman en la Biblioteca Pública de Nueva York y
una beca de la Fundación Puffin en el Type Media Center. @EyalPress
Incluso los soldados que luchan en las guerras desde una
distancia segura han acabado traumatizados. ¿Podrían ser sus heridas de tipo
moral?
Un avión no tripulado MQ-9 en una sombrilla de la base aérea de Creech, en
Nevada
En la primavera de 2006, Christopher Aaron empezó a trabajar en turnos de
12 horas en una sala sin ventanas del Centro de Análisis Aéreo de
Contraterrorismo en Langley, Virginia. Se sentaba frente a una pared de
monitores de pantalla plana que emitían en directo vídeos clasificados de
aviones no tripulados que planeaban en zonas de guerra lejanas. Aaron descubrió
que algunos días no aparecía nada interesante en las pantallas, bien porque un
manto de nubes impedía la visibilidad o porque lo que se veía -cabras pastando
en una ladera afgana, por ejemplo- era prosaico, incluso sereno. En otras
ocasiones, lo que se mostraba ante los ojos de Aaron era sorprendentemente
íntimo: ataúdes que eran transportados por las calles después de los ataques de
los drones; un hombre acuclillado en un campo para defecar después de comer
(los excrementos generaban una señal de calor que brillaba en los infrarrojos);
un imán hablando a un grupo de quince jóvenes en el patio de su madrasa. Si un
misil Hellfire mataba al objetivo, se le pasó por la cabeza a Aaron mientras
miraba la pantalla, se confirmaría todo lo que el imán podría haber dicho a sus
alumnos sobre la guerra de Estados Unidos contra su fe.
Los sensores infrarrojos y las cámaras de alta resolución instaladas en los
drones permitían captar esos detalles desde una oficina en Virginia. Pero, como
aprendió Aaron, identificar quién estaba en el punto de mira de un posible
ataque con drones no siempre era sencillo. Las imágenes de los monitores podían
ser granuladas y pixeladas, por lo que era fácil confundir a un civil que
caminaba por una carretera con un bastón con un insurgente que llevaba un arma.
Las figuras en pantalla a menudo parecían más manchas grises sin rostro que
personas. ¿Cómo podía Aaron estar seguro de quiénes eran? “En días buenos,
cuando confluían una serie de factores ambientales, humanos y tecnológicos,
teníamos la fuerte sensación de que quien estábamos viendo era la persona que
buscábamos”, dijo Aaron. “En días malos, estábamos literalmente adivinando”.
Al principio, para Aaron, los días buenos superaban a los malos. No le
molestaban los largos turnos, las decisiones con alta presión o la extrañeza de
poder acechar -y potencialmente matar- a objetivos a miles de kilómetros de
distancia. Aunque Aaron y sus compañeros pasaban más tiempo vigilando y
reconociendo que coordinando ataques, a veces transmitían información a un
comandante sobre lo que veían en la pantalla, y “60 segundos después,
dependiendo de lo que informáramos, tenías que disparar, o no, un misil”, dijo.
Otras veces, seguían el rastro de los objetivos durante meses. Las primeras
veces que vio a un dron Predator soltar su carga letal -la cámara acercándose,
el láser fijándose, una columna de humo elevándose por encima del terreno
calcinado donde el misil impactaba- le pareció surrealista, me dijo. Pero
también le pareció sobrecogedor. A menudo experimentaba una oleada de
adrenalina, mientras los analistas de la sala se chocaban los cinco.
El camino recorrido por Aaron hasta llegar al programa de aviones no
tripulados fue inusual. Creció en Lexington, Massachusetts, en un hogar en el
que la carne roja y los videojuegos violentos estaban prohibidos. Sus padres
eran antiguos hippies que se manifestaron contra la guerra de Vietnam en los años
sesenta. Pero Aaron veneraba a su abuelo, un hombre tranquilo e imperturbable
que sirvió en la Segunda Guerra Mundial. A Aaron le gustaba también la
exploración y las pruebas de fortaleza: el senderismo y los paseos por los
bosques de Maine, donde su familia pasaba las vacaciones todos los veranos, y
la lucha libre, un deporte cuya exigencia de disciplina marcial le cautivaba.
Aaron asistió al College of William & Mary, en Virginia, donde se licenció
en historia, especializándose en asuntos comerciales. Atleta dotado, con un
aire de independencia y aventura, era una figura carismática en el campus. Un
verano viajó solo a Alaska para trabajar como marinero en un barco pesquero.