15/05/2021

¿Importan las vidas palestinas?

 Sarah Aziza, The Intercept, 13/5/2021 

Traducido del inglés por Sinfo Fernández

La muerte de George Floyd permeó la imaginación usamericana. Ahora los palestinos luchan por el derecho a ser considerados humanos. ¿Será capaz el mundo de verlos?


 Una mujer y un niño pasan junto a un mural de George Floyd pintado en el muro de separación levantado por Israel en el lado ocupado de Cisjordania, en Belén, el 31 de marzo de 2021.
Foto: Emmanuel Dunand/AFP vía Getty Images

Tenía 19 años la primera vez que alguien me dijo que yo no existía. Estaba en la universidad, parada cerca de una exposición sobre muertes de civiles en la ocupada Franja de Gaza durante un ataque israelí. No recuerdo el rostro del estudiante que me abordó, aunque recuerdo el desdén en su voz, la forma en que me laceró el pecho desprotegido. No estaba preparada para que me borraran así.

 “Los palestinos no existen”, decían. Con el tiempo, ese momento se desdibujaría pero no se disiparía, mezclándose con innumerables interacciones en las que una serie de extraños me informaban asimismo de mi inexistencia. Sin embargo, en aquella época, fue una experiencia completamente nueva. Sentí el breve destello de una risa antes de que la enfermiza sensación de indignación aterrizara en mi estómago. Antes de que pudiera encontrar palabras para responder, el acusador se había ido.

 ¡Qué extraño, decirle a un ser humano vivo que respira, en su cara, que es “irreal”! ¿Y cuál sería la defensa adecuada? ¿Cómo se responde a un delirio?

 Por supuesto, no es cierto que yo no exista: tengo un cuerpo, hecho de carne y hueso. Sin embargo, en muchos sentidos, ese extraño tenía razón.

 Porque algo sucede con la mención de esa palabra: palestino/a. En el momento en que se pronuncia, me convierto en algo más, y mucho menos, que humano.

 

Los palestinos, como pueblo, somos visibles, pero raramente se nos ve. No “existimos” como lo hacen otros; no tenemos ni un país formal ni ningún poder económico o militar del que hablar. Tenemos una historia y una cultura, pero estas se van erosionando y cada año que pasa se van apropiando más de ellas. Estamos, sobre todo, desdibujados colectivamente por lo que la gente cree que sabe, lo que cree que somos: amenazadores, alborotadores, terroristas.

 

Así es como podemos estar en tantos titulares y, sin embargo, morir de manera interminable. Morimos, en parte, porque eso es lo que el mundo espera de nosotros. Nuestro nombre se invoca solo en relación con la brutalidad y la lucha, que se presentan como inevitables, nuestro estado natural. Los informes se leen como informes meteorológicos: el “clima” “se caldea” y luego “se desborda” en “otra ola de violencia”. Nuestras bajas son como las estaciones: una cosecha de muertos cada pocos años, por lo general en Gaza.

 

Las imágenes públicas de nosotros revelan un mundo de polvo, tanques y soldados. Estas calles desoladas y amenazadoras se mezclan en la imaginación occidental con los carretes color arena de otras muertes (afganos, iraquíes, sirios) que nos oscurecen aún más. Los clichés envuelven tragedias individuales en una repetición genérica, un archivo interminable de los olvidados.


Un soldado israelí apunta con una pistola de gas lacrimógeno a jóvenes manifestantes palestinos durante los enfrentamientos tras una protesta contra la ocupación israelí a lo largo de la valla fronteriza al este de Jan Yunis, en el sur de la Franja de Gaza, el 8 de noviembre de 2019.
(Foto: Said Khatib/AFP vía Getty Images)

 

Todo esto porque estamos entre las personas desechables del mundo. Lo que nos mata no es solo la violencia del Estado israelí, sino el fracaso colectivo de la comunidad internacional para imaginarnos como seres humanos. Es el mismo fracaso que ha permitido que tantos cuerpos negros sean asesinados a la luz del día de los videos virales con tan pocos cambios sistémicos. Como ha escrito Elizabeth Alexander: “Los cuerpos negros doloridos para consumo público llevan siglos siendo un espectáculo nacional usamericano”. Con una memoria colectiva tan violenta, no es de extrañar que los usamericanos blancos hayan sido tan atrozmente lentos y equívocos al responder a la violencia contra los negros. Porque, ¿quién es más visible en USA que una persona negra? Sin embargo, ¿quién es al que rara vez se ve?

 Esta es la contradicción letal que generaciones de intelectuales y activistas negros se esfuerzan en desmantelar. El “problema de la línea de color”, como W.E.B. DuBois lo llamó, solo se resolverá cuando USA, en su conjunto, comprenda la humanidad completa de los negros, que han sido sistemáticamente deshumanizados. En resumen, no puede haber avances hasta que USA internalice la verdad más básica de que las Vidas de los Negros Importan.

 De esta manera, USA e Israel enfrentan un fracaso moral similar: años de privación intencionada del derecho al voto, de abusos y saqueos a un pueblo en nombre de la supremacía de otro grupo, en un caso, bajo la bandera de la blancura, en el otro, bajo el sionismo. Ambos han apostado por su capacidad para reprimir los esfuerzos de estos pueblos para resistir su opresión a través del encarcelamiento masivo, la violencia estatal y la discriminación legal. Y ambos han experimentado que incluso las represiones más brutales no pueden sofocar el espíritu humano para siempre.

 Cuando estaba en el último año de la universidad, después de perder la cuenta de las veces que me habían dicho que no existía, tuve un encuentro especialmente amenazador con un extraño que iba borracho que me conocía como palestina. Me agarró del brazo, obligándome a acercarme al círculo de sus amigos y procedió a burlarse de mí por mi creencia en que “los árabes y los judíos son iguales” y en que “los palestinos deberían tener derechos”. Su acoso fue degenerando hasta llegar a las amenazas sexuales, que sus amigos parecían encontrar divertidas. Sin embargo, después de conseguir finalmente soltarme, lo que más me obsesionó fue lo silenciosa que me había quedado ante su invectiva. ¿Por qué siempre me quedaba como si estuviera helada?

 

Una niña palestina y otros familiares lloran el asesinato de Hussein Hamad, de 11 años, durante su funeral en Beit Hanun, en el norte de la Franja de Gaza, el 11 de mayo de 2021.
(Foto: Mahmud Hams/AFP vía Getty Images)

Hay un efecto particular, atrofiante, que se produce cuando se niega de plano la humanidad de una. En ese instante, se borran las especificidades de una vida -los amores, los miedos y los apetitos, las historias familiares y las esperanzas secretas-. Puede dejar a una persona sin palabras, conmocionada, perdiendo todo sentimiento de poder. Mis acosadores borrachos no me pidieron que debatiera de política; cuestionaban la legitimidad misma de mi existencia. Ese momento es cuando llegamos al corazón oculto del “conflicto” israelí-palestino: ¿Importan las vidas de los palestinos?

 La declaración “Black Lives Matter” nació a raíz de los levantamientos de Ferguson y la brutal respuesta policial, hechos que Angela Davis comentó que le recordaron las calles de Gaza. La idea -que las vidas de los negros importan- es poderosa porque parece obvia, pero nos obliga a confrontar todas las realidades materiales que la contradicen. Si las vidas de los negros importan, ¿por qué los hombres negros tienen seis veces más probabilidades de ser encarcelados que los hombres blancos y tres veces más probabilidades de ser asesinados por la policía? Si las vidas de los negros importan, ¿cuál es la causa de las enormes disparidades raciales en recursos, riqueza y salud? De esta manera, la mera declaración se atreve a desenmascarar las fuerzas de la antinegritud y la supremacía blanca en los cimientos mismos de esta nación.

 Del mismo modo, las realidades materiales de los palestinos dejan en claro que el Estado israelí da muy poco valor a sus vidas. Preferiría que no estuviéramos allí. La nación misma se fundó sobre el violento desplazamiento de cientos de miles de palestinos, incluida mi familia, en 1948, y se expandió a través de guerras posteriores y el despojo y asentamiento en curso de áreas como Cisjordania y Jerusalén. A los que se quedan se les niega a diario la existencia a través de encuentros intencionadamente deshumanizantes con el Estado israelí, desde puestos de control arbitrarios hasta la violencia extrajudicial, exclusión económica y un complejo industrial-carcelario que captura cada año a miles de palestinos, incluidos menores.

 Las recientes “escaladas” en Jerusalén solo confirman la irrealidad de mi pueblo. Los medios de comunicación informan de los acontecimientos con un tono de contabilidad clínica, sin que se vean afectados por las enormes incongruencias de heridos y muertos (hasta el jueves por la mañana, el primer día del Eid, más de 1.000 palestinos heridos y al menos 83 muertos, incluidos 17 niños como poco, con siete muertes israelíes). Los comentaristas parecen locutores deportivos que apuestan al próximo movimiento de Hamas; Thomas Friedman hace chistes sobre la juventud palestina y TikTok. Jóvenes lanzadores de piedras y fuerzas militares letales aparecen retratados como adversarios igualados, o peor, un David y un Goliat al revés, los civilizados contra una multitud rabiosa de piel morena.

 Nunca les dirán cómo cada uno de nosotros se rompe y sangra de manera única, lo específicos que son el sufrimiento y la capacidad de recuperación de cada individuo. Nunca escucharán, como escuché por teléfono al hablar con Jerusalén esta semana, los detalles que hacen de esto un drama tan humano. Una familia de Sheikh Jarrah que no puede soportar perder su jardín, llena mi chat de WhatsApp con instantáneas de árboles enraizados hace décadas. Otro joven que no podía dejar de lado algo que había visto en la mezquita de Al Aqsa: no el derramamiento de sangre o sus compañeros ahora ciegos, sino todos esos zapatos de soldados pisoteando terreno sagrado. Sus zapatos, sus zapatos, gimió. Sus sucios zapatos…

El amado jardín de una familia palestina en Sheikh Jarrah, que se verá obligada a abandonar

 

Los negros usamericanos nos han demostrado, una y otra vez, que no van a permitir que les vuelvan irreales, y este último año mucha más gente pareció escuchar. Para los afroamericanos que habitualmente se enfrentan a la violencia estatal, el asesinato de George Floyd no fue una sorpresa trágica. Sin embargo, esta muerte en particular pareció penetrar en la imaginación estadounidense a niveles más amplios, logrando, de alguna manera, perforar el brillo de la indiferencia con su pura fuerza visceral, su especificidad. Floyd fue visto como individuo, como ser humano, y su nombre se convirtió en un movimiento. “Black Lives Matter” resurgió gracias en parte al reconocimiento repentino por parte de los usamericanos blancos de una vida negra en particular, y de su muerte.

Los palestinos se apresuraron a responder al movimiento de George Floyd protestando en solidaridad, trazando paralelismos entre sus propias experiencias de encarcelamiento masivo, aplicación de la ley militarizada, discriminación legal, rodillas sobre el cuello de los civiles. El rostro de Floyd decoraba tramos del muro de la barrera israelí, junto con murales de palestinos asesinados por la policía y los soldados israelíes, incluido Iyad Hallaq, un hombre con autismo, desarmado, al que dispararon cuando regresaba a casa desde la escuela. La muerte de Floyd también provocó discusiones en las comunidades palestinas y árabes en general sobre su propia antinegritud. Este internacionalismo no es nuevo: durante años, los activistas palestinos han buscado inspiración en el movimiento usamericano de los derechos civiles, la lucha sudafricana contra el apartheid y otros. También han ofrecido su solidaridad y apoyo a movimientos en el extranjero, incluidas las protestas de Standing Rock y otras luchas por los derechos de los indígenas.


Cientos de palestinos protestan contra el asesinato, por parte de la policía israelí, de un palestino autista desarmado en Haifa, Israel, el 2 de junio de 2020. Los manifestantes palestinos también expresaron su solidaridad con los ciudadanos estadounidenses que protestaban por el asesinato policial de George Floyd
(Foto: Mati Milstein/NurPhoto vía Getty Images)

 Los palestinos aprovecharon estas experiencias en las semanas previas a las recientes “escaladas”. En presencia de turbas que gritaban “Muerte a los árabes”, la violencia policial en los terrenos sagrados de la mezquita de Al Aqsa y la invasión flagrante de colonos en Sheikh Jarrah, las protestas palestinas siguieron siendo “en gran parte pacíficas”, informó Amnistía Internacional. Este largo sufrimiento se vio oscurecido por “peleas” cada vez más brutales alrededor de la mezquita de Al Aqsa, en las que las fuerzas armadas israelíes desplegaron granadas de conmoción cerebral y balas con punta de goma contra los fieles, hiriendo a más de 1.000, incluidos los 170 en un solo viernes durante el mes sagrado del Ramadán.

 Ahora, aprovechando la participación de Hamas para justificar que Israel desate su arsenal de primera categoría, las apuestas morales particulares de los acontecimientos se han disuelto en la narrativa familiar y genérica: Israel se defiende, los palestinos mueren. Los titulares, para la mayoría de los lectores, serán intercambiables; el número de muertos se empaquetará en el lenguaje esterilizante de los cálculos militares y la jerga diplomática.

 Mientras tanto, los defensores del derecho de los palestinos a resistir se verán inundados de “y si…” y demandas para denunciar la violencia, cuestiones a las que el ejército israelí, infinitamente más poderoso, nunca estará sujeto. Por el contrario, el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, se jactó esta semana de que la matanza en Gaza era “solo el comienzo. Los machacaremos como nunca hubieran soñado que fuera posible”.

 En todo momento, los detractores utilizarán cualquier víctima o daño a la propiedad del lado israelí para desacreditar a todo el movimiento, al igual que se han utilizado las etiquetas de “agitadores externos” y “alborotadores” para desacreditar a los activistas negros desde la década de 1960 hasta hoy. No se mencionará la fundamental ilegalidad de la ocupación. Los negociadores y periodistas exigirán que los palestinos se comprometan con la no violencia, sin reconocer nunca los años de resistencia pacífica que han mantenido contra viento y marea.

 Mientras los comentaristas reciclan la retórica de “ambas partes”, el número de muertos, como siempre, aumentará exponencialmente en una de las partes. La aniquilación de Gaza se excusará como necesaria para detener el “terrorismo”, a pesar del exterminio de decenas de civiles, incluidos niños. Finalmente, puede que se hable “condiciones” para un alto el fuego: una pausa en la muerte palestina siempre debe tener condiciones. Nadie asumirá que las vidas de los palestinos, como tales vidas, sencillamente importan.

Manifestantes exigen el fin de la violencia israelí contra Palestina en una concentración celebrada en Nueva York el 11 de mayo de 2021
(Foto: Scott Heins/Getty Images)

Quizá, en esta ocasión, algo sea diferente. Con el recién descubierto escepticismo sobre el cumplimiento de la ley y el encarcelamiento forjados por el movimiento George Floyd, muchos en el mundo “despierto” parecen haber encontrado resonancias con las escenas de protestas civiles palestinas en los territorios e Israel, lanzando sus propias marchas alrededor del mundo. Quizás, después de un año en el que las palabras “descolonización” e “interseccionalidad” se han convertido en memes, en el que las redes sociales se han convertido en una vía ágil para la indignación y la movilización, este “choque” sea finalmente reconocido por lo que es: una lucha por el derecho de los palestinos a ser humanos.

Tal cambio supondría un gran avance: así como USA seguirá atormentada hasta que las vidas de los negros sean total, verdadera e igualmente valoradas, no puede haber paz en Israel-Palestina hasta que todas las vidas involucradas sean consideradas humanas. Tal ajuste de cuentas es comprensiblemente aterrador para las naciones construidas sobre la negación sistemática de ciertas humanidades, pero no hay otra manera. Y si el último año nos ha enseñado algo, es que ninguna probabilidad puede superar la necesidad de dignidad del individuo.

“El mito de la autodefensa” -de Israel- “y el de que ambas partes se están volviendo cada vez más permeables”, dijo Mohammed el-Kurd, cuya familia se enfrenta al desplazamiento forzado de su hogar en Sheikh Jarrah, en una entrevista con la CNN esta semana. “La gente empieza a poder ver claro a través de estos mitos y a llamar a una ocupación lo que es y a un agresor lo que es”.

Y puede que, quizás, también empiecen a vernos.

 


Sarah Aziza es una periodista y activista que vive actualmente en Nueva York. Sarah ha vivido y trabajado en Arabia Saudí, Argelia, Jordania, Sudáfrica y Cisjordania, además de en Estados Unidos. Sus intereses incluyen la política exterior, la inmigración y las minorías, los derechos humanos, el género y la sexualidad, y las artes. Sus trabajos han aparecido en The Intercept, Slate, The New Republic, The American Prospect, Middle East Eye, Bustle, Huffington Post, The Village Voice, Waging Nonviolence y Gothamist, entre otros.

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