Traducido del inglés por Sinfo Fernández, Tlaxcala
Para apreciar realmente la ineficacia de Estados Unidos, hay que remontarse a la reunión que precedió a todas las malas COP, la llamada Cumbre de la Tierra, en 1992.
Para quien quiera verlo, la semana pasada, cuando la última ronda de negociaciones internacionales sobre el clima -la COP26- se puso en marcha en Glasgow, hubo muchos malos presagios. Una tormenta que azotó Inglaterra con vientos de 130 kilómetros por hora interrumpió el servicio de trenes de Londres a Escocia, dejando a muchos delegados tratando de encontrar la manera de llegar a la reunión. Justo al comenzar el cónclave, los trabajadores de la basura de Glasgow se pusieron en huelga, y la basura se acumuló en las calles. El Primer Ministro Boris Johnson, en su discurso de apertura, comparó la situación del mundo con la de James Bond, que a menudo se encuentra “atado a un dispositivo del día del juicio final, intentando desesperadamente averiguar de qué cable de color tirar para desactivarlo, mientras un reloj digital rojo avanza implacable hacia una detonación que acabará con la vida humana tal y como la conocemos”. Como señaló un comentarista, en su última película -¡alerta de spoiler!- Bond acaba muerto.
También la actuación de Joe Biden en Glasgow resultó poco propicia. En su discurso formal ante la COP26, el presidente declaró que Estados Unidos estaba “de vuelta en la mesa” y “confío en que liderando con el poder de nuestro ejemplo”. Más tarde, ese mismo día, Biden se vio cuestionado por el senador Joe Manchin, demócrata por Virginia Occidental, que anunció que no estaba seguro de poder apoyar el paquete de gastos de 1,75 billones de dólares en el que se basaban las afirmaciones de Biden. El momento fue, como señaló Associated Press, “desafortunado”. En unas declaraciones separadas y sin guión en Glasgow, Biden volvió a la carga, reconociendo que Estados Unidos no predica con el ejemplo, o, en realidad, no predica en absoluto. “Supongo que no debería disculparme, pero sí me disculpo por el hecho de que Estados Unidos, en su último gobierno, se retirara de los acuerdos de París”, dijo, en referencia al conjunto de acuerdos climáticos negociados en la COP21 en 2015. Añadió, a modo de eufemismo, que esto “nos ha puesto algo así como detrás de la bola ocho de billar”.
La cop26 es una secuela de la cop21, que fue un intento de recuperarse del desastre de la cop15, celebrada en Copenhague en 2009. Sin embargo, para apreciar realmente la irresponsabilidad de Estados Unidos, hay que remontarse a la conferencia que precedió a todas estas malas COPs: la llamada Cumbre de la Tierra, en 1992. En esa reunión, en Río de Janeiro, el presidente George H. W. Bush firmó la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, que comprometía al mundo a prevenir “la peligrosa interferencia antropogénica en el sistema climático”. Ante la insistencia de Estados Unidos, la Convención no incluyó ningún calendario ni objetivos específicos de actuación.
Sin puntos de referencia que cumplir, resultó que no había motivos para hacer nada. En una de las primeras Conferencias de las Partes -la COP3, celebrada en Kioto en 1997- se añadió al tratado un apéndice, o protocolo, que establecía diferentes objetivos de reducción de emisiones para los distintos países. Estados Unidos, que en aquel momento era, con diferencia, el mayor emisor de gases de efecto invernadero del mundo, debía reducir su producción anual en un 7%. El presidente Bill Clinton firmó el Protocolo de Kioto, pero el Senado no lo ratificó y, con George W. Bush, el país se retiró del acuerdo.
Durante la década siguiente, las emisiones de Estados Unidos no descendieron un 7%, sino que aumentaron. Mientras tanto, China, que, como nación en desarrollo, no tenía ningún objetivo de Kioto, superó a Estados Unidos como mayor emisor del mundo sobre una base anual. (Estados Unidos mantiene el título en términos acumulativos). En 2009 estaba claro que el planeta se dirigía hacia un calentamiento peligroso y más allá. Ese otoño, el presidente Barack Obama voló a Dinamarca y prometió que Estados Unidos estaba, por fin, preparado para actuar. Sin embargo, la COP15 terminó con amargura, sin acuerdo alguno sobre cómo avanzar.
En la COP21, en París, se invitó a las naciones a presentar sus propios objetivos de emisiones, de carácter voluntario. Este enfoque de “elige tu propia aventura” pretendía evitar que se repitiera lo de Copenhague y también eludir al Senado de Estados Unidos, que habría tenido que aprobar un nuevo acuerdo vinculante. Cuando se contabilizaron todos los objetivos voluntarios, los analistas llegaron a la conclusión de que el mundo estaba abocado a un calentamiento de casi tres grados centígrados, unos cinco grados Fahrenheit, una perspectiva desastrosa. Entonces Donald Trump anunció que Estados Unidos no cumpliría sus compromisos.
Todo esto nos lleva a Glasgow. Los Acuerdos de París estipulan que los países vuelven a la mesa de negociaciones cada cinco años para ofrecer nuevos compromisos, que se supone que reflejan la “mayor ambición posible” de cada nación. (Debido a la pandemia, esta vez los cinco años se han convertido en seis.) La Administración Biden ha presentado, de hecho, un objetivo más ambicioso, comprometiéndose a reducir las emisiones en un 50% durante la próxima década. Pero incluso si el proyecto de ley retrasado por Manchin, que contiene unos quinientos mil millones de dólares de inversiones en energía limpia y créditos fiscales, es aprobado por el Senado, resulta difícil ver cómo el país podría cumplir este nuevo objetivo, siendo la política estadounidense lo que es. De hecho, Estados Unidos apenas va camino de cumplir su antiguo y más modesto objetivo de París. Como dijo Laurence Tubiana, diplomática francesa que ayudó a elaborar los Acuerdos de París, Estados Unidos tiene un “problema histórico de credibilidad climática”. Mientras tanto, los compromisos de China han sido criticados como “muy insuficientes”, y el presidente Xi Jinping ni siquiera asistió a la COP26. “Nosotros nos hemos presentado”, señaló Biden, reprendiendo a Xi y al presidente ruso, Vladimir Putin, otro destacado ausente.
El martes pasado, cuando Biden se preparaba para abandonar Glasgow, se produjo un aluvión de anuncios. Más de cien países, incluido Estados Unidos, se comprometieron a reducir sus emisiones de metano, un potente gas de efecto invernadero. Un centenar de países también se comprometió a detener la deforestación para 2030. El jueves, veinte países, entre ellos Estados Unidos, se comprometieron a dejar de gastar dinero de los impuestos para financiar proyectos de combustibles fósiles en el extranjero. Estos anuncios fueron aclamados por muchos como un motivo de optimismo, y quizás lo fueron. Pero como señaló en Twitter nada menos que el secretario general de la ONU, António Guterres: “Firmar la declaración es la parte fácil”. (Entre los firmantes del compromiso forestal está Brasil, donde la deforestación se ha disparado en los últimos años).
La triste realidad es que, en lo que respecta al cambio climático, no se puede recuperar el tiempo perdido. Cada mes que las emisiones de carbono permanecen en los niveles actuales -están en torno a los cuarenta mil millones de toneladas al año- aumenta la miseria final. Si Estados Unidos hubiera empezado a dar ejemplo hace tres décadas, la situación actual sería muy diferente. Todavía no es demasiado tarde para intentarlo -de hecho, es imperativo intentarlo-, pero, citando a Boris Johnson, “la humanidad hace tiempo que ha agotado el reloj del cambio climático”.
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