Nicolas Truong, Le Monde, 24/3/2020
Traducido por Artillería Inmanente
Giorgio Agamben, filósofo italiano de fama internacional, desarrolló el concepto de "estado de excepción" como paradigma de gobierno en su principal obra de filosofía política Homo Sacer (Seuil, 1997-2005). En la estela de Michel Foucault, pero también de Walter Benjamin y Hannah Arendt, ha realizado una serie de investigaciones genealógicas sobre las nociones de "dispositivo" y "mando", y ha elaborado los conceptos de "ociosidad", "forma de vida" o "poder destituyente". Giorgio Agamben, uno de los principales intelectuales del movimiento "ingobernable", publicó un artículo en el periódico Il Manifesto ("El coronavirus y el estado de excepción", 26 de febrero) que suscitó críticas porque, basándose en los datos sanitarios italianos de la época, se centraba en la defensa de las libertades públicas minimizando la magnitud de la epidemia. En una entrevista a Le Monde, analiza "las gravísimas consecuencias éticas y políticas" de las medidas de seguridad aplicadas para frenar la pandemia.
NT- En un texto publicado por il manifesto, usted escribió que la pandemia mundial de COVID-19 era «una supuesta epidemia», nada más que «una especie de influenza». En vista del número de víctimas y de la rápida propagación del virus, en particular en Italia, ¿se arrepiente de esas palabras?
GA- No soy ni virólogo ni médico, y en el artículo en cuestión me limitaba a citar textualmente lo que entonces era la opinión del Consiglio Nazionale delle Ricerche (Consejo Nacional de Investigaciones) italiano.
Por lo demás, en un video que cualquiera puede ver, Wolfgang Wodarg, que fue presidente del Comité de Salud del Consejo de Europa, va mucho más allá y dice que hoy en día no estamos midiendo la incidencia de la enfermedad causada por el virus, sino el trabajo de los especialistas que son objeto de sus investigaciones. Pero no es mi intención entrar en las discusiones entre los científicos sobre la epidemia, me interesan las gravísimas consecuencias éticas y políticas que se derivan de ella.
«Se diría que, agotado el terrorismo como causa de las medidas de excepción, la invención de una epidemia puede ofrecer el pretexto ideal para ampliarlas más allá de todos los límites». ¿En qué sentido se trata de una «invención»? ¿El terrorismo, como una epidemia, a pesar de ser reales, pueden dar lugar a consecuencias políticas inaceptables?
Cuando se habla de invención en un ámbito político, no hay que olvidar que esto no debe entenderse en un sentido únicamente subjetivo. Los historiadores saben que hay conspiraciones por así decirlo objetivas, que parecen funcionar como tales sin que sean dirigidas por un sujeto identificable. Como Foucault mostró antes de mí, los gobiernos que se sirven del paradigma de la seguridad no funcionan necesariamente produciendo la situación de excepción, sino explotándola y dirigiéndola una vez que se ha producido. Ciertamente no soy el único que piensa que, para un gobierno totalitario como el chino, la epidemia ha sido el instrumento ideal para probar la posibilidad de aislar y controlar una región entera. Y el hecho de que en Europa podamos referirnos a China como un modelo a seguir muestra el grado de irresponsabilidad política al que nos ha arrojado el miedo. Y uno debería cuestionar el hecho bastante extraño de que el gobierno chino declare la epidemia cerrada cuando lo considera conveniente.
¿Por qué el estado de excepción es injustificado, si el confinamiento parece ser a los ojos de los científicos como el único modo para detener la propagación del virus?
En la situación de confusión babélica de los lenguajes que es la nuestra, cada categoría persigue sus razones particulares sin tener en cuenta las de los demás. Para el virólogo, el enemigo a combatir es el virus, para el médico el único objetivo es la curación, para el gobierno se trata de mantener el control y es posible que también yo haga lo mismo cuando recuerdo que el precio a pagar no debe ser demasiado alto. En Europa ha habido epidemias mucho más graves, pero a nadie se le había ocurrido declarar un estado de emergencia como el que, en Italia y en Francia, prácticamente nos impide vivir. Si se tiene en cuenta el hecho de que la enfermedad no ha tocado en Italia hasta ahora más que a menos de uno de cada mil de la población, uno se pregunta qué se hará si la epidemia tuviera que agravarse. El miedo es un mal consejero y no creo que transformar el país en un país apestado, donde cada uno mira a sus semejantes como a una ocasión de contagio, sea realmente la solución correcta. La falsa lógica es siempre la misma: así como frente al terrorismo se afirmaba que hacía falta suprimir la libertad para defenderla, del mismo modo se nos dice que es necesario suspender la vida para protegerla.
¿Asistimos a la instauración de un estado de excepción permanente?
La epidemia ha mostrado claramente que el estado de excepción, al que los gobiernos nos han familiarizado desde hace tiempo, se ha vuelto la condición normal. Los hombres se han acostumbrado tanto a vivir en un estado de crisis permanente que no parecen darse cuenta de que su vida se ha reducido a una condición puramente biológica, que ha perdido no sólo su dimensión política, sino también cualquier dimensión humana. Una sociedad que vive en un estado de emergencia permanente no puede ser una sociedad libre. Vivimos hoy en una sociedad que ha sacrificado su libertad por las llamadas «razones de seguridad» y que así se ha condenado a vivir continuamente en un estado de miedo e inseguridad permanente.
¿En qué sentido estamos experimentando una crisis «biopolítica»?
La política moderna es de principio a fin una biopolítica, donde la puesta en juego es en última instancia la vida biológica como tal. El hecho nuevo es que la salud se está convirtiendo en una obligación jurídica que debe cumplirse a toda costa.
¿Por qué el problema no es la gravedad de la enfermedad, sino el colapso o la caída de cualquier ética y política que haya producido?
El miedo hace que aparezcan muchas cosas que uno pretende no ver. Lo primero es que nuestra sociedad ya no cree en nada más que en la nuda vida. Es evidente para mí que los italianos se han demostrado dispuestos a sacrificar prácticamente todo, las condiciones normales de vida, las relaciones sociales, el trabajo e incluso las amistades, los afectos y las convicciones políticas y religiosas ante el peligro de contagiarse.
La nuda vida no es algo que una a los hombres, sino que más bien los ciega y los separa. Los demás hombres, como en la peste descrita por Manzoni en su novela Los Novios, no son más que untadores, a los que hay que mantener al menos a un metro de distancia y castigar si se acercan demasiado. Incluso los muertos —esto es verdaderamente bárbaro— no tienen derecho a un funeral y no está claro qué pasa con sus cadáveres. Nuestro prójimo ya no existe y es verdaderamente desconcertante que las dos religiones que parecían regir Occidente, el cristianismo y el capitalismo, la religión de Cristo y la religión del dinero, permanezcan en silencio. ¿Qué pasa con las relaciones humanas en un país que se acostumbra a vivir en tales condiciones? ¿Qué es una sociedad que sólo cree en la supervivencia?
Es un espectáculo desalentador ver a toda una sociedad, enfrentada a un peligro por lo demás incierto, liquidar en bloque todos sus valores éticos y políticos. Cuando todo esto haya pasado, no creo que pueda volver al estado normal.
¿Cómo será, según usted, el mundo después de la epidemia?
Lo que me preocupa no es sólo el presente, sino lo que vendrá después. Así como las guerras nos han legado una serie de tecnologías nefastas, de la misma manera es más que probable que, tras el fin de la emergencia sanitaria, se intente continuar con los experimentos que los gobiernos aún no habían conseguido llevar a cabo: las universidades se cerrarán a los estudiantes y los cursos se harán en línea, no habrá más reuniones para hablar juntos de temas políticos o culturales, y siempre que sea posible los dispositivos digitales sustituirán todo contacto —todo contagio— entre los seres humanos.
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