Jon Lee Anderson, The
New Yorker, 22/7/2021
Traducido del inglés por Sinfo Fernández
Jon Lee Anderson (Long Beach, California, 1951) es un reportero de guerra y cronista, colaborador de The New Yorker desde 1998. Es autor, entre otros libros, de la mejor biografía que se ha escrito sobre el Che Guevara, Che Guevara: Una Vida Revolucionaria (1997). Bio-bibliografia
Históricas protestas en toda la isla arrojan dudas sobre el poder de permanencia del régimen.
Las manifestaciones que han tenido lugar recientemente por toda Cuba son la mayor acción popular de masas desde 1994. (Foto: Alexandre Meneghini/Getty)
El domingo 11 de julio el mundo tomó nota de un hecho histórico en Cuba cuando miles de ciudadanos salieron a las calles para protestar contra el gobierno. Muchos de ellos gritaban “¡Patria y Vida!”, el título de una canción de rap prohibida pero extremadamente popular que se basa en el eslogan acuñado por el difunto Fidel Castro: “Patria o Muerte”. Muchos gritaban también “¡Libertad!” y frases similares que no solo son heréticas sino que, cuando se gritan en una protesta, son además ilegales en Cuba, donde el Partido Comunista es el único árbitro legal de la vida política.
El levantamiento comenzó en San Antonio de los Baños, una apacible ciudad próxima a La Habana, golpeada últimamente por toda una serie de prolongados cortes de energía. Pero los cubanos del conjunto de la isla se han sentido frustrados por la incapacidad de su gobierno a la hora de brindarles servicios tan básicos como alimentos y medicinas, en medio de un lento despliegue de vacunas y un aumento en las tasas de infección por la COVID. Las protestas se propagaron rápidamente, ya que las noticias y las imágenes de lo que estaba sucediendo se difundieron por Facebook, Twitter y otras plataformas de mensajes, como WhatsApp. En cuestión de horas, hubo protestas hasta en sesenta pueblos y ciudades, desde La Habana a Santiago, en el extremo sureste de la isla, a unos 800 kilómetros de distancia. Durante la última década, a pesar de las restricciones oficiales sobre los medios y la mayoría del resto de fuentes independientes de información desde hace mucho tiempo, el gobierno de Cuba ha permitido gradualmente a sus ciudadanos el acceso a teléfonos celulares e Internet, que son ahora de uso generalizado. Tal como temían los escépticos apparatchiks del Partido, esta tecnología está demostrando ser una amenaza para su orden. Como me dijo esta semana Abraham Jiménez Enoa, un joven amigo cubano que informaba sobre las protestas: “La única certeza en este momento es que la gente de este país quiere un cambio e Internet nos está ayudando a luchar por él”.
Horas después, en un intento por demostrar que el gobierno había recuperado el control, se mostró en televisión al presidente Miguel Díaz-Canel caminando por una calle de San Antonio de los Baños con un séquito de seguridad y sin manifestantes a la vista. Posteriormente apareció ante la cámara para denunciar las protestas como medida contrarrevolucionaria organizada y financiada por USA, y llamó a los “revolucionarios cubanos” a “combatir” a los malhechores. Al anochecer del domingo, un estremecedor silencio se había apoderado de la isla. El acceso a Internet se restringió indefinidamente. Aun así, durante los días siguientes se fueron filtrando las noticias de una represión cada vez más profunda por parte de las fuerzas de seguridad y de detenciones generalizadas, que supuestamente incluyeron el encarcelamiento de varios destacados disidentes y críticos del gobierno.
Mientras los líderes de todo el mundo condenaban la represión -el presidente Biden llamó a Cuba “Estado fallido”-, Díaz-Canel pareció reconsiderar su retórica más belicosa y, el miércoles 14 de julio, apareció en la televisión controlada por el Estado para expresar su esperanza de que “El odio no se adueñe del alma cubana, que es de bondad, solidaridad, dedicación, cariño y amor”. Dirigiendo sus comentarios al “pueblo cubano”, dijo que quería verlos disfrutando de “paz y tranquilidad social, mostrando respeto y solidaridad unos con otros y con los demás pueblos necesitados del mundo, y salvar a Cuba para seguir creciendo, soñando y lograr la mayor prosperidad posible”. Habló extensamente, culpando en gran parte de los disturbios a “una enorme campaña mediática contra Cuba” y una “campaña deliberada de guerra no convencional” emprendida por USA. En cuanto a las “adversidades” que los enemigos de Cuba habían explotado para provocar las protestas, dijo, eran culpa del sempiterno embargo comercial usamericano, del “bloqueo”. Sin embargo, por primera vez en los sesenta y dos años de historia de la revolución, se ha roto la idea de que el Partido Comunista goza del apoyo inmutable de los ciudadanos y, más que en cualquier otro momento desde el final de la Guerra Fría, se puso en duda su capacidad para mantener el control.
Joe García, un cubanousamericano y excongresista demócrata de Miami que estuvo recientemente en Cuba y que a menudo sirve como intermediario informal entre los gobiernos de USA y Cuba, dijo que Díaz-Canel, un protegido de Raúl Castro, había tropezado con su primera gran prueba desde que asumió la presidencia en 2018. (A principios de este año se convirtió también en el jefe del Partido Comunista). “Por primera vez en seis décadas, los cubanos han visto parpadear a un líder”, dijo García. “Este problema no va a desaparecer. Tienen una crisis de salud y una crisis económica que su gobierno no ha podido afrontar, y decirles a los cubanos que todo es culpa del embargo no es algo que les llene el estómago. Culpar a los usamericanos de las protestas, como lo hizo él, exige credibilidad. Según ese argumento, digamos que fue la C.I.A. la que lo pergeñó todo. Eso significa un fallo masivo de inteligencia por parte de los servicios de inteligencia de Cuba, que se supone que están entre los mejores del mundo, o puede que la C.I.A. se haya superado mucho a sí misma. ¿Protestas en sesenta pueblos y ciudades de Cuba? ¡Venga!”.
La última vez que estallaron grandes protestas en Cuba fue en agosto de 1994, y solo se produjeron en La Habana. En esa era anterior a Internet y a los teléfonos inteligentes, las manifestaciones eran más fáciles de contener, Fidel Castro estaba vivo y todavía al mando de la nación que había gobernado desde que tomó el poder en 1959. Era el cuarto año del llamado Período Especial, que Castro proclamó después de que el colapso de la Unión Soviética desencadenara un final precipitado a tres décadas de generosos subsidios que habían mantenido a flote su régimen y la economía. La desaparición de la U.R.S.S. fue también una crisis para el ideal comunista global, pero, mientras que la mayoría de los regímenes socialistas de la época también colapsaron, o se adaptaron rápidamente a las nuevas circunstancias, Castro duplicó la apuesta. Prometió no renunciar nunca al socialismo, dijo que los cubanos seguirían adelante solos, si era necesario, y que sobrevivirían.
Sobrevivieron, pero en el verano de 1994 la situación se había complicado. El combustible, los alimentos y las medicinas escaseaban, los apagones eléctricos eran frecuentes y los sentimientos de desesperación eran generalizados. Finalmente, en agosto, estallaron disturbios a lo largo del Malecón de La Habana, el paseo marítimo que pasa por los barrios estrechos y ruinosos de Centro y La Habana Vieja, donde el malestar se había agravado después de que las autoridades frustraran varios intentos de los residentes de huir de la isla por mar y se produjeran una serie de muertes violentas. Cuando Castro fue alertado del revuelo, corrió al Malecón, donde se había reunido una gran multitud de hombres y jóvenes. Gritaron consignas contra el gobierno y recogieron piedras y mampostería de las obras, preparándose aparentemente para agudizar los disturbios. Sin embargo, al ver a Castro, los alborotadores primero se callaron y luego comenzaron a vitorearlo, y pronto se restableció el orden. Fue un momento notable, que desde entonces ha encontrado un lugar privilegiado en la mitología fidelista.
Pero no fue solo la presencia de Castro lo que contuvo a los alborotadores de 1994 hasta la sumisión. Cientos de leales provenientes de los batallones de trabajadores de élite del Partido Comunista, empuñando garrotes y barras de refuerzo, fueron llevados en camiones a calles secundarias cercanas con el propósito de intimidar a los manifestantes que no se retiraran. En aquel momento yo vivía en La Habana y ese día traté de acercarme al Malecón. Mientras lo intentaba, agentes vestidos de civil de la multitud que me rodeaba detuvieron un automóvil con un cartel anticastrista, sacaron al conductor a rastras y estuvieron golpeándolo antes de llevárselo. La gente a mi alrededor miró en silencio y luego se alejó. En aquel momento, pasaron rugiendo camiones llenos de trabajadores.
Esa noche Castro salió a la televisión y anunció que cualquier cubano que quisiera salir de la isla por mar podía hacerlo. Durante las siguientes tres semanas, unas treinta y cinco mil personas construyeron botes y balsas improvisadas y zarparon hacia Cayo Hueso y Miami. Fue un episodio vergonzoso para Castro, pero, como tantas veces antes, resultó ser el ganador final, primero al eliminar a un buen número de descontentos problemáticos de la isla y luego al obligar al presidente Bill Clinton a lidiar con la crisis. Washington, temeroso de otro éxodo como el del Mariel de 1980, que había inundado Miami con más de cien mil cubanos, acordó dar residencia a la mayoría de los balseros y duplicar el número de emigrados cubanos legales permitidos en el país en ese momento de diez mil a veinte mil al año.
El paseo de Díaz-Canel por San Antonio de los Baños del 11 de julio parecía un claro intento de emular la icónica apariencia de Fidel en el Malecón de 1994, y su aparición en televisión parecía igualmente destinada a proyectar el poder del mando. Pero las apariciones de Díaz-Canel solo subrayaron las diferencias entre él y Fidel Castro, y los tiempos cambiantes que vivimos. Aunque la oferta de Castro a los cubanos fue brutal (“Váyanse, si es lo que desean”, dijo), proporcionó una salida. Díaz-Canel, en cambio, no ofreció a los cubanos ninguna solución, solo represión, seguida de acusaciones sobre quién tenía la culpa de todo: los usamericanos. “Si Fidel hubiera estado vivo, habría actuado así y luego les hubiera alimentado también a ellos”, dijo García. “Pero Díaz-Canel no es capaz”.
La paradoja para Díaz-Canel, de quien gente que lo conoce personalmente dicen que quiere ser reformador, es que está atrapado por las circunstancias. Avergonzado por el levantamiento cubano, debe mostrar fuerza para mantener el orden. Pero para aplacar las crecientes frustraciones del pueblo, debe también mostrar moderación, lo que ha tratado de hacer tardíamente. En un segundo discurso, el miércoles, reconoció que su gobierno era responsable de los problemas que habían provocado las protestas, incluida la escasez y el aumento de los precios de los alimentos y los medicamentos. Pero llamar al diálogo, o a “abrirse”, como muchos de fuera -la Unión Europea y el Papa Francisco, entre otros- le han instado a hacer, podría transmitir debilidad a los disidentes cubanos más atrevidos y provocar nuevas manifestaciones. En todo caso, parece una certeza que los disturbios en Cuba no han terminado.
Hasta ahora, la administración Biden, a pesar de la expectativa generalizada de que la podría participar en una renovada apertura diplomática, ha adoptado un enfoque tibio hacia Cuba, dejando incluso en vigor muchas restricciones y medidas punitivas impuestas durante los años de Trump; estas incluyen una lista de último minuto de Cuba como Estado patrocinador del terrorismo, que penaliza a las empresas usamericanas y extranjeras que buscan invertir en la isla, así como restricciones a las remesas financieras y los viajes a la isla por parte de los usamericanos. A principios de este año, el asesor de seguridad nacional para asuntos del hemisferio occidental recién nombrado por Biden, Juan S. González, me dijo que Cuba no era un tema prioritario, dada la necesidad del presidente de abordar otras crisis importantes en el país y en el extranjero. Diversas autoridades han aludido también a los desafíos de llegar a un consenso para posibles gestos hacia Cuba en el Capitolio, donde el presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, Bob Menéndez, es el representante demócrata por Nueva Jersey, pero también cubanousamericano, y más cercano a los republicanos que al ala progresista de su propio partido en lo que a Cuba se refiere.
Es esta realidad política, junto con las consecuencias que la administración podría sufrir de los cubanousamericanos conservadores en Florida en las elecciones al Congreso del próximo año, y particularmente en el intento de los demócratas de derrocar al senador Marco Rubio, lo que ha impedido que la administración tome medidas decisivas. García me dijo que tenía entendido que la administración había estado planeando algunos gestos de buena voluntad hacia Cuba, incluida la reapertura de las remesas y la flexibilización de las restricciones de viaje, pero, desde el levantamiento, parecía difícil hacer esas promesas. “Hacerlo ahora”, dijo, podría parecerles a los cubanousamericanos en Florida un “apaciguamiento”.
Para evitar una crisis de proporciones crecientes, ambos líderes deben encontrar la manera de persuadir a sus aliados más intransigentes que lo mejor para Cuba y para USA es un compromiso renovado, y también una apertura creíble y sostenida dentro de Cuba que pueda abordar las necesidades de sus ciudadanos y reducir las tensiones que ahora amenazan la estabilidad de la isla. Si el Partido Comunista de Cuba quiere sobrevivir, sus miembros tendrán que hacer frente a la realidad de que se acabaron sus días de hegemonía incuestionable, de que tendrá que aceptar compartir el poder con los cubanos que tienen otros puntos de vista y darles una oportunidad igualitaria para encontrar soluciones a los problemas de Cuba que no han sido capaces de abordar.
USA, por su parte, debería dejar muy claro que están dispuestos a ayudar a Cuba y a su pueblo, pero que se oponen a la violencia y al derramamiento de sangre, tanto del tipo que el gobierno cubano ha utilizado contra sus manifestantes como del tipo que algunos cubanos, en su mayoría desde la distancia segura de Miami, están exigiendo contra su gobierno. Por primera vez en la memoria viva, los cubanos de dentro y fuera de la isla deben alcanzar un espíritu de compromiso democrático y descubrir un camino común por el que seguir adelante.
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