Asser
Khattab, Raseef22.net, (original árabe, 2/11/2020,
versión inglesa,
30/10/2021)
Traducido del inglés por Sinfo Fernández, Tlaxcala
No fue fácil que los romanos prestaran atención a Marco Antonio, a pesar del sentido discurso que pronunció, que se niega a abandonar la memoria de cualquiera que lea su adaptación en la obra Julio César de William Shakespeare. Aliado del renombrado líder, se presentó para dirigirse a una nación dividida tras el asesinato de César a manos de los senadores en el año 44 a.C. De los que apoyaban a Bruto, Casio y los suyos, que preferían preservar la democracia de la República frente a la obediencia ciega a este autoproclamado “dictador vitalicio”, no estuvo dispuesto a escuchar ninguna veneración y glorificación en su memoria.
He venido a enterrar a César, no a alabarlo.
El mal que hacen los hombres les sobrevive;
El bien suele quedar sepultado con sus huesos;
Que así suceda con César.
Estas
palabras me vinieron a la mente desde el momento en que leí la noticia de la
muerte del periodista británico Robert Fisk en la noche del domingo. Fisk había
fallecido a la edad de 74 años de un ataque al corazón en la víspera del 2 de
noviembre de 2020. A los ojos de algunas de las personas que lo conocieron o de
quienes siguieron su trabajo en todo el mundo, Robert Fisk era un periodista audaz,
valiente, inteligente, ingenioso, perspicaz y que desafiaba a la autoridad,
además de un escritor brillante. A los ojos de muchos otros, Robert Fisk nunca
tuvo la audacia, el coraje o la credibilidad de la que tanto hablaba el otro
bando, o bien la había perdido con el inicio de la Primavera Árabe de 2010,
concretamente la revolución siria que estalló el 15 de marzo de 2011 y que, en
palabras de muchos, fue “traicionada” por Fisk.
Hay otro grupo de personas que optó por permanecer en silencio a pesar de tener mucho que decir. Quizá la razón por la que se abstuvieron de hacerlo fue que consideraban válidos los puntos de vista de cada uno de los dos equipos anteriores, lo que hacía que hablar de Fisk en un momento como éste fuera tan peligroso como caminar por un campo de minas o tocar un interruptor eléctrico expuesto después de una noche de lluvia.
Para mí, Fisk era el hombre al que admiré durante mis años de estudiante universitario en el campo de los medios de comunicación, y cuyo nombre era mencionado por quienes me deseaban éxito profesional en el futuro: “¡Espero verte convertido en el próximo Robert Fisk!”... A menudo escuchaba estas palabras de los miembros de mi familia, que adoraban las agudas críticas de Fisk a la ocupación israelí y sus crímenes en Palestina. También las escuché en la escuela de mi profesor, que había huido con la comunidad armenia del centro de Turquía al norte de Siria tras el genocidio armenio que tuvo lugar hace más de cien años, elogiando a Robert Fisk y su papel al escribir sobre dicho genocidio.
Durante mis años de universidad, leía cuidadosamente todos los artículos famosos escritos por Fisk, copiando algunos de ellos en papel para mejorar mi escritura en inglés. Intentaba tener cuidado al leer o copiar artículos delicados, como aquel en el que hablaba de la masacre de Hama cometida por el anterior régimen de Asad (padre y tío Asad) en la década de 1980 y detallaba el bombardeo de mezquitas e instalaciones residenciales, además de otros en los que hablaba de la naturaleza dictatorial del régimen de Asad. Recuerdo un artículo que escribió en 2006 sobre el Ministerio de Información sirio, un artículo que compartí en secreto con algunos de mis compañeros de entonces para que vieran el caos y la corrupción de la institución a través de los ojos de un distinguido reportero extranjero. Cuando escribí sobre “El caos del Ministerio de Información sirio en tiempos de guerra” para Raseef22 y de nuevo mientras preparaba este artículo, busqué ese artículo muchas veces pero no fui capaz de encontrarlo.
Lo que Fisk escribió sobre el Líbano, sus políticos y la guerra civil de ese país se convirtió en la causa principal de mi gran interés por la política del país vecino que siempre he amado, disfrutado visitándolo y en el que más tarde busqué refugio.
Fui la última persona de mi equipo en entrar en el restaurante del hotel Safir, en la ciudad siria de Homs, una fría tarde de marzo de 2016. En aquel momento trabajaba como productor independiente con el equipo de noticias de la BBC allí. Mientras caminaba hacia la mesa de mis colegas, un hombre de unos 70 años con rasgos extranjeros me llamó la atención. Parecía uno de los hombres que los protagonistas de Dostoievski podrían conocer en el interior de una vieja y tradicional taberna de un barrio de San Petersburgo justo antes de que la novela llegara a su clímax. Lo que quedaba de su pelo blanco aparecía despeinado por un viento del que no estábamos a salvo ni siquiera dentro del hotel Homs Safir. El enrojecimiento de su rostro se hacía aún más evidente tras las volutas de humo de su cigarro cubano. No le acompañaba nadie, ni siquiera un teléfono móvil o un libro. Tenía la mirada fija en el espacio y no parecía ver nada más que lo que ocurría en su propio mundo.
Después de sentarme en la mesa del equipo de la BBC, una de las reporteras me preguntó: “¡Adivina quién está aquí en el hotel!”
Pregunté: “¿Quién?”
Ella respondió: “Es Robert Fisk”.
Inmediatamente me giré para volver a mirar a la persona que fumaba su cigarro en solitario y que ahora estaba escribiendo algo en un cuaderno. Mi repentino e incontrolado movimiento provocó los murmullos de los comensales, que me instaron a no hacerle sentir que era el tema de nuestra conversación.
Inmediatamente les pregunté por qué le ignorábamos, sugiriendo que nos sentáramos con él como solemos hacer con otros periodistas. Parecían avergonzados, y luego procedieron a hablar de los recientes artículos de Robert Fisk sobre Siria, ninguno de los cuales había leído. Mencionaron cómo su cobertura de algunos acontecimientos en el país adoptaba el punto de vista del régimen, así como sus relaciones extremadamente buenas con las autoridades sirias. Esto me sorprendió y me entristeció, pero quise asegurarme de que esto era realmente cierto.
Al día siguiente, estuvimos durante horas viendo el desalojo del último barrio que seguía bajo el control de la oposición: el barrio de al-Waer en Homs. Recuerdo muchos momentos de ese viaje con vívido detalle. Fue el último que hice en Siria, ya que tuve que abandonar el país para siempre unas dos semanas después.
Una de las escenas que nunca olvidaré fue la del muftí prorégimen de Homs (el régimen sirio suele utilizar a los clérigos en lo que denomina reconciliación con la oposición, por lo que siempre están presentes en estos actos) abrazando a un jeque que estaba con la oposición. Hablaron durante unos instantes antes de que los soldados del régimen instaran a este último a subir al autobús que le llevaba al norte de Siria en virtud del acuerdo. Los dos hombres no se habían visto en años. De pie junto a mí, Robert Fisk se giró para preguntarme: “¿Qué han dicho?” Esa fue una de las primeras sorpresas que tuve con respecto a él. ¿Acaso Robert Fisk no hablaba árabe?
Fisk pasó casi la mitad de su vida en Oriente Medio, concretamente en Beirut. Sin embargo, a pesar de ello, las circunstancias me han confirmado repetidamente que su conocimiento de la lengua árabe era casi inexistente. En uno de sus artículos, hablaba de la primera mitad del lema del Partido Socialista Árabe Ba'ath, “Ummah Arabiya Wahida”, o “Una nación árabe”. Al creer que era “Um al Arabiya Wahida”, lo tradujo como “Madre de una nación árabe”. El escritor y profesor Elias Muhanna publicó este pasaje y destacó el error, lo que provocó una ola de burlas y críticas en Twitter. El tuit aún está fijado en la parte superior de la página de Twitter de la periodista del Washington Post Sarah Dadouch, con el comentario: “Nota para los periodistas extranjeros: Aprended la lengua”.
Poco después del incidente de los dos jeques, me sorprendió la repentina elevación de voz del gobernador de Homs cuando se puso a gritar al traductor que acompañaba a Fisk. Talal al-Barazi, que más tarde se convertiría en ministro de Comercio Interior y Protección del Consumidor, no hablaba bien el inglés. Pero la traductora que eligió Robert -más tarde supe que siempre había recurrido a ella durante años- no dejaba lugar a dudas de que no era capaz de transmitir con precisión nada de lo que decía al-Barazi. Cuando ella tradujo “al día siguiente” por “al segundo día”, él no pudo contenerse más y le espetó enfadado: “¡Cómo que ‘al segundo día’! ¡Es ‘al día siguiente’!”. Entonces me miró suplicante (yo había traducido su entrevista con la BBC el día anterior en Qalaat al-Hosn), pero no quise interferir por miedo a meterme en problemas con esa traductora, que tenía estrechos vínculos con la inteligencia siria.
Varias personas intercambiaron miradas de sorpresa y sonrisas de desconcierto, pero el único que no pareció darse cuenta de lo que pasaba, o peor aún, no le importó lo que ocurría, fue el propio Fisk. Aquella tarde me dirigí a Fisk y le comenté que creía que no se había enterado del incidente: “Su colega... ella... no habla bien el inglés”. Fisk se limitó a mirarme seriamente con una expresión libre de sorpresa, pero continué: “Me temo que nada de su entrevista con el gobernador le ha llegado bien”. Fisk negó con la cabeza y no respondió.
Cuando terminó nuestra visita a Homs, fui a la sede de The Independent, donde escribe Fisk, y me quedé sorprendido. Fisk hablaba de lugares que no visitamos, y de hechos que no presenciamos, y su entrevista con funcionarios, incluidos los de la gobernación, estaba llena de frases largas, elocuentes y expresivas que no tengo ni idea de dónde habían salido. Luego empecé a leer lo que escribió sobre otros acontecimientos; sobre las masacres cometidas en Daraya, uno de los símbolos de la revolución siria, donde nacieron muchas formas de activismo mediático, administrativo y pacífico, especialmente los comités locales de coordinación. Fisk veía las cosas desde la perspectiva de las fuerzas del régimen sirio y no cuestionaba el relato que el régimen había proporcionado para las entrevistas.
“Robert Fisk eligió incrustarse con los asesinos de la Masacre de Daraya de 2012”, tuiteó el escritor e investigador Joey Ayoub tras la muerte de Fisk. “[Él] eligió inventar una historia para vender a sus periódicos occidentales, una historia negada por el Comité de Coordinación Local y los testigos. Nunca se disculpó, siguió empecinado en su idea”.
Esta oleada de duras críticas en Twitter no estaba equivocada. El daño que Fisk había infligido a su reputación periodística durante la última década había sido a costa de las vidas de cientos de miles de sirios que han sido asesinados de las formas más brutales. Más tarde, en 2018, Robert Fisk adoptó casi inmediatamente la narrativa del régimen sirio que negaba el uso de armas químicas en la masacre de Duma el 7 de abril de ese año. Me sorprendí cuando supe que, para creer esa historia, Fisk se conformó con el relato de un médico que le habían presentado funcionarios del gobierno y del ejército sirios, junto con una visita organizada por las autoridades sirias para periodistas extranjeros a Duma después de que fuera vaciada de personas. Escuché una entrevista en la radio irlandesa en la que Fisk decía que la causa de la muerte y asfixia de un número tan grande de personas era el polvo de los edificios derrumbados debido a los bombardeos.
“Entonces dime, ¿te has convertido en uno de esos periodistas del ‘Monot’ (barrio lujoso de Beirut), que se pasan el tiempo en un café escribiendo sobre lugares que no visitan?”. me preguntó irónicamente Fisk cuando me reuní con él en un restaurante italiano de Hamra, en Beirut, poco después de sus declaraciones sobre el ataque químico. Había acordado sentarme con él para hablar de la ley siria nº 10 de 2018 emitida por Bashar al-Asad que permite al régimen sirio confiscar las propiedades de los desplazados que no pueden volver a sus barrios o que han perdido los documentos que acreditan su propiedad.
El uso de la excusa de Fisk para no visitar los lugares sobre los que escriben algunos periodistas, es una crítica utilizada por muchos blogueros y profesionales de los medios de comunicación que simpatizan con el régimen sirio. Ignoran u olvidan que esa simpatía es la que les otorga el visado y el derecho a entrar y volver a Siria sin problemas. “Creo que todos preferiríamos ir a Siria para ver lo que ocurre allí con nuestros propios ojos”, dije en respuesta a su pregunta sarcástica. “Pero también conocemos la naturaleza de las restricciones impuestas al trabajo de los medios de comunicación allí, y puedes imaginar el peligro que rodea a una persona como yo, una persona que tiene la ciudadanía siria y trabaja con medios de comunicación internacionales que el régimen ve como un conspirador contra la soberanía de Siria”.
Fisk me preguntó entonces: “¿Has hecho el servicio militar obligatorio en Siria?”. Le respondí que no. Su siguiente pregunta, y su justificación, fue realmente impactante.
“¿Por qué no vuelves a hacerlo en Siria si resulta que no tienes problemas de seguridad? Y no creo que haya problemas para ti en primer lugar, ya que eres un periodista que solo cumple con su deber”. Me quedé mirándole atónito y me bebí de golpe nada menos que un cuarto de mi copa de vino mientras Fisk continuaba: “Conozco a muchos periodistas excelentes que estuvieron en el ejército antes, y que han aprovechado la experiencia militar en su trabajo”.
No sabía cómo responder. No parecía estar bromeando. ¿Por dónde empiezo? ¿No sabe usted, Robert -después de haber cubierto Oriente Medio durante más de 35 años-, que el ejército de Siria es diferente de cómo ve un ciudadano a su ejército en Gran Bretaña, Estados Unidos o un país de Europa Occidental? ¿No sabe lo que supone esta “experiencia militar” en un ejército como el del régimen sirio cuando se trata de matar, destruir y robar? ¿No sabe que esto manchará mi reputación ante la gente -y no sin causa indebida- hasta el final de mis días? ¿No sabe que el objetivo del ejército es proteger al régimen y a su líder y tomar las armas frente al pueblo? ¡Increíble!
Sonreí y volvimos a nuestra conversación sobre la Ley nº 10. Critiqué duramente la ley y le expliqué el daño que podía causar a la gente. Se concentró conmigo atentamente y escuchó lo que dije, tomando algunas notas. Unos días después de nuestro encuentro, me envió su artículo, que contenía duras críticas a la ley y al gobierno sirio.
Sigo pensando en el discurso de Antonio, y recuerdo que dijo hacia el final: “Todos lo amabais antes, y no era sin razón. Entonces, ¿qué es lo que os impide llorar por él?”; Pero no estoy totalmente de acuerdo con esta afirmación en el caso de Robert, incluso antes de la revolución siria.
Recuerdo las conversaciones que mantuve por separado con dos periodistas veteranos que iban en un avión que transportaba a corresponsales de medios de comunicación internacionales a Iraq durante la primera Guerra del Golfo para permitirles trabajar sobre el terreno durante un breve periodo de tiempo. Sin embargo, después de que el avión aterrizara en Bagdad, las autoridades cambiaron de opinión y no permitieron que nadie pusiera un pie en la capital, por lo que simplemente volvieron al lugar de donde venían. “Mi redactor lo entendió al principio, pero horas después me llamó enfadado, acusándome de negligencia y falta de rendimiento”, dijo uno de los periodistas que iban en el avión. “Más tarde me enteré de que había visto un artículo de Bagdad de un periodista que nos había acompañado: Robert Fisk”.
Los dos hombres coincidieron en que Fisk, como todos los demás, no había bajado del avión ni por un momento.
Me enteré de que incluso su libro “Pity the Nation”, cuyo título se inspira en “El jardín del profeta” de Gibran Khalil Gibran y que habla de la guerra civil libanesa, no es tan legendario como mi primera impresión. Para mí, como para muchos periodistas, investigadores y analistas, fue el primer libro que leímos sobre el Líbano. Me enteré de la estrecha relación de Robert con el taxista, al que conoció a través de su buen amigo Walid Jumblatt, uno de los caudillos de la guerra civil libanesa y jefe del Partido Socialista Progresista que Robert siempre elogiaba en sus artículos.
Desde que en 2015 comenzó el auge de la ola de populismo y de los líderes de la derecha en todo el mundo, me he puesto a pensar más de una vez antes de desafiar la integridad de otro periodista. La acusación de “noticias falsas” había sido politizada por líderes como Donald Trump, quien admitió abiertamente su política de desafiar la credibilidad de los medios de comunicación para aliviarse de tener que justificar sus acciones que ellos han expuesto. Al terminar mis estudios, descubrí que la mayoría de los que consideraba modelos de medios de comunicación -influenciados por los reportajes que preparaban desde distintos países del mundo- no están realmente ni siquiera rascando la superficie de lo que escriben, y a menudo causan daño a los pueblos en lucha que cubren porque no hablan el idioma ni entienden la política o la cultura de su país. Sabía que sus privilegios, es decir, su ciudadanía, su pasaporte y las prestigiosas universidades a las que pueden asistir, entre otras cosas, eran la principal diferencia entre ellos y muchos periodistas de los que nunca habíamos oído hablar.
Robert vivía en su propio mundo, se amaba a sí mismo y a su trabajo como nadie. En nuestro último encuentro, nos encontramos por casualidad en un café de Gemmayzeh antes de que yo dejara el Líbano. Le saludé bromeando: “¡Mira quién toma café en un café del este de la capital!” Menos de un minuto después, estaba contando las veces que la gente se ponía en pie para aplaudirle durante la proyección de un documental sobre su vida.
Ahora estoy seguro, por mi experiencia personal con él, de que no le importaba inventar detalles en sus artículos. Me consta que no aplaudía el asesinato de los pueblos, pero abusaba cruelmente de su causa y de su tragedia cuando se creía la historia del verdugo. Robert Fisk creía estar con Oriente Medio frente al imperialismo y el sionismo, mientras apoyaba -directa o indirectamente- a un régimen dictatorial que cometía imperdonables crímenes de guerra. Robert Fisk no vio el problema de ser el único periodista occidental con un visado que le permitía entrar en el país varias veces en cualquier momento.
De lo que se ha escrito sobre él desde su fallecimiento, me gustó la descripción que mi amigo Ronnie Mohamad Chatah, presentador del podcast “Beirut Banyan”, escribió en las redes sociales: “Conocí a Robert Fisk. Me ayudó con mi investigación sobre la Universidad Americana de Beirut. Emborracharnos juntos era a la vez alegre y triste. Nuestros paseos por la cornisa eran agradables y dolorosos. Estaba desgarrado por dentro. Aparte del afecto confundido por los desvalidos percibidos, amaba Beirut a su manera. Y sabía escribir. RIP”.
Hablar bien de los muertos es un testamento universal conocido entre la gente de todas las culturas, pero el Robert Fisk que fue venerado por muchos, a pesar de sus errores en las décadas anteriores a los últimos diez años, murió en 2011. En cuanto al que ha muerto ahora, no dejó ningún espacio para que otros lo defendieran sin conjurar las imágenes de madres y padres llorando por sus hijos, víctimas de crímenes que Fisk se negó a condenar o incluso a reconocer.
Me gustaría poder concluir mis palabras como lo hizo Antonio, y decir: “Mi corazón está en el ataúd, allí, con César; y debo hacer una pausa hasta que vuelva a mí…” Todo lo que puedo decir, Robert, es que tu primera muerte me entristeció más que la segunda.
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