Alfred
McCoy, TomDispatch.com, 16/12/2021
Traducido del inglés por Sinfo Fernández, Tlaxcala
Cuando
llegue la medianoche del Año Nuevo de 2050 habrá pocos motivos de celebración.
Habrá, por supuesto, los habituales brindis con buenos vinos en los recintos
climatizados de los escasos ricos. Pero, para la mayoría de la humanidad, solo
será otro día de lucha desesperada por
encontrar comida, agua, refugio y seguridad.
En décadas
anteriores, las mareas de la tempestad habrán arrollado las barreras costeras
erigidas a un coste enorme y la subida del mar habrá inundado los centros de
las grandes ciudades que
una vez albergaron a más de 100 millones de personas. Las olas implacables golpearán los
litorales en todo el mundo, poniendo en peligro pueblos y
ciudades.
Mientras
varios cientos de millones de refugiados a causa del cambio climático en
África, América Latina y el sur de Asia llenan botes agujereados o caminan por
tierra en una búsqueda desesperada de
comida y refugio, las naciones ricas de todo el mundo intentarán cerrar aún más
sus fronteras, haciendo retroceder a las multitudes con gases lacrimógenos y
disparos. Sin embargo, esos reticentes países de acogida, incluido Estados
Unidos, no serán inmunes al dolor.
De hecho, todos los veranos, huracanes cada
vez más formidables, impulsados por el cambio climático, vapulearán las costas del este y del golfo de
este país, obligando incluso al gobierno federal a abandonar Miami y Nueva Orleans a
las crecientes mareas. Mientras tanto, los incendios forestales, que ya están
creciendo en 2021, devastarán vastas extensiones del Oeste, destruyendo miles y
miles de hogares cada verano y otoño en una temporada de incendios cada vez más
amplia.
Y tengan en cuenta
que puedo escribir todo esto ahora porque ese futuro sufrimiento generalizado
no será causado por una catástrofe imprevista, sino por un desequilibrio
demasiado obvio y dolorosamente predecible de los elementos básicos que
sostienen la vida humana: el aire, la tierra, el fuego y el agua. A medida que
la media mundial de las temperaturas aumente
hasta 2,3° Celsius (4,2° Fahrenheit) para mediados de siglo, el cambio climático
degradará la calidad de vida en todos los países de la Tierra.
El
cambio climático en el siglo XXI
Esta lúgubre
visión de la vida hacia 2050 no procede de una fantasía literaria, sino de la
ciencia medioambiental publicada. De hecho, todos podemos ver ahora mismo los
preocupantes signos del calentamiento global a nuestro alrededor: empeoramiento
de los incendios forestales, tormentas oceánicas cada vez más severas y aumento
de las inundaciones costeras.
Mientras el
mundo se concentra en el ardiente espectáculo de los incendios forestales que
destruyen franjas de Australia, Brasil, California y Canadá, una amenaza mucho más grave se está
desarrollando, solo a medias, en las remotas regiones polares del planeta.
No
se trata solo del derretimiento de
los casquetes polares a una velocidad aterradora,
elevando ya el nivel del mar en todo el mundo, sino que el vasto permafrost del
Ártico está retrocediendo rápidamente, liberando a la atmósfera enormes
reservas de gases letales de efecto invernadero.
En esa
frontera helada, más allá de nuestro conocimiento o conciencia, los cambios
ecológicos, que están gestándose en gran medida de forma invisible en las
profundidades de la tundra ártica, acelerarán el calentamiento global de forma
que seguramente nos infligirá a todos una miseria futura incalculable.
Más que
cualquier otro lugar o problema, el derretimiento de la tierra congelada del
Ártico, que cubre vastas partes del techo del mundo, determinará el destino de
la humanidad para el resto de este siglo, destruyendo ciudades, devastando
naciones y rompiendo el actual orden mundial.
Como he
sugerido en mi nuevo libro To Govern the
Globe: World Orders and Catastrophic Change, mientras el
sistema mundial de Washington se desvanecerá probablemente en 2030, gracias a
una mezcla de declive interno y rivalidad internacional, la hegemonía hipernacionalista de Pekín tendrá, en el mejor
de los casos, solo un par de décadas de dominio antes de que sufra también las
calamitosas consecuencias de un calentamiento global incontrolado. En 2050,
cuando los mares sumerjan algunas de sus principales ciudades y el
calentamiento empiece a devastar su
corazón agrícola, China no tendrá más remedio que abandonar cualquier tipo de
sistema global que haya construido. Y así, mientras miramos vagamente hacia las
décadas potencialmente catastróficas más allá de 2050, la comunidad
internacional tendrá buenas razones para forjar un nuevo tipo de orden mundial
diferente a todos los anteriores.
El
impacto del calentamiento global a mediados de siglo
Al evaluar
el curso probable del cambio climático en 2050, hay una pregunta primordial:
¿Con qué rapidez sentiremos su impacto?
Durante
décadas, los científicos pensaron que el cambio climático llegaría a lo que el
escritor científico Eugene Linden llamó un “ritmo
majestuoso”. En 1975, las Academias Nacionales de Ciencias de EE.UU. aún
consideraban que “el clima tardaría siglos en cambiar de forma significativa”.
Ya en 1990, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático
(IPCC, por sus siglas en inglés) de la ONU concluía que
el permafrost del
Ártico, que almacena cantidades asombrosas de dióxido de carbono (CO2
) y de metano, un gas de efecto invernadero aún más peligroso, todavía no
estaba derritiéndose y que las capas de hielo de la Antártida seguían
siendo estables.
Sin embargo, en 1993, los científicos comenzaron a estudiar núcleos
de hielo extraídos de la capa de hielo de Groenlandia y descubrieron que había
habido 25 “eventos de cambio climático rápido” en el último período glacial de hace
miles de años, lo que mostraba que el “clima podría cambiar masivamente en una
o dos décadas”.
Impulsados
por un creciente consenso científico sobre los peligros a los que se enfrenta
la humanidad, los representantes de 196 Estados se reunieron en 2015 en París,
donde acordaron
comprometerse a alcanzar una reducción del 45% de
las emisiones de gases de efecto invernadero para 2030 y lograr la neutralidad
neta del carbono para 2050, con el fin de limitar el calentamiento global a
1,5°C por encima de los niveles preindustriales.
Esto, argumentaron, sería
suficiente para evitar los impactos desastrosos que seguramente se producirán
con 2,0°C o más.
Sin embargo,
las brillantes esperanzas de aquella Conferencia de París se desvanecieron
rápidamente. En tres años, la comunidad científica fue consciente de que los efectos en cascada de un
calentamiento global que alcanzara 1,5°C por encima de los niveles
preindustriales se harían patentes no en el lejano 2100, sino quizá en 2040,
afectando a la mayoría de los adultos que viven actualmente.