04/07/2021

EVAN OSNOS
¿Qué ha aprendido el Partido Comunista Chino después de cien años?

Evan Osnos, The New Yorker, 1/7/2021
Traducido por Sinfo Fernández

Evan Osnos es redactor de The New Yorker y autor del libro Joe Biden: The Life, the Run, and What Matters Now”. El próximo mes de septiembre publicaráWildland: The Making of America’s Fury”.

Pekín vuelve a creer que las mejores políticas son la paranoia y la sospecha.

No hace mucho, el Partido Comunista de China, que celebra su centenario esta semana, creía en el poder de las influencias eclécticas. En 1980 los jefes de propaganda del Partido aprobaron la primera transmisión de una serie de televisión usamericana en la República Popular China: “El hombre de la Atlántida”, que presentaba a Patrick Duffy, con manos y pies palmeados y vestido con un bañador amarillo, como único superviviente de una civilización submarina. En USA, el programa se canceló después de una temporada -el Washington Post lo tildó de “más insustancial que el agua”- pero los comunistas en Pekín se habían embarcado en una política de experimentación de “puertas abiertas”. Eran conscientes de que el caos político de la Revolución Cultural había dejado a China empobrecida y débil -eran más pobres que Corea del Norte- y estaban adquiriendo toda la cultura extranjera que pudieran permitirse para cerrar la brecha con el resto del mundo. Después de “El hombre de la Atlántida”, a los televidentes chinos se les mostró “Mi marciano favorito” (aunque las risas se perdieron en el proceso de doblaje, por lo que hubo largas y desconcertantes pausas) y los culebrones capitalistas “Falcon Crest”, “Dallas” y “Dinastía”.

El presidente Xi Jinping aparece en una megapantalla en una celebración del centenario del Partido Comunista Chino.
Foto: Lintao Zhang/Getty

Las importaciones siguieron llegando durante años. Los censores eliminaron las referencias a los principales tabúes políticos (como la represión en la Plaza de Tiananmen en 1989), pero la apertura a la cultura extranjera fue lo suficientemente amplia como para que las transmisiones de noticias chinas presentaran segmentos de la CNN. Sin embargo, el gusto por la programación internacional no duró. Alcanzó su punto máximo alrededor de 2008, cuando Pekín dio la bienvenida al incremento de la atención por los Juegos Olímpicos de Verano. En años posteriores, el Partido actuó para protegerse contra los desafíos planteados por la disidencia y la tecnología, y volvió a dirigir sus sospechas hacia la influencia usamericana. Cuando en 2012 Xi Jinping se convirtió en secretario general del Partido, tuvo que enfrentarse a un terreno preocupante: las redes sociales creadas en Silicon Valley y aclamadas por Washington habían ayudado a derrocar a gobernantes autoritarios en Egipto y Libia, y los dirigentes chinos que competían por el poder y el dinero habían permitido que las disputas internas se hicieran públicas, reviviendo un miedo congénito, profundamente arraigado en un partido nacido de la revolución, de que todo pudiera terminar viniéndose abajo. Una corrupción extravagante estaba alimentando el resentimiento público manifiesto hacia el Partido. En un discurso, Xi advirtió que los comunistas soviéticos habían perdido el control “porque todos podían decir y hacer lo que quisieran”. Advirtió: “¿Qué tipo de partido político era ese? Solo chusma”.

Para construir la unidad, el gobierno de Xi invocó el espectro de la Guerra Fría; la televisión estatal retransmitió películas de las tropas chinas luchando contra los usamericanos en Corea durante los años cincuenta, un período en el que los espías de USA también se infiltraron en China en un intento de derrocar al Partido. John Delury, autor del libro de inminente aparición “Agents of Subversion”, una historia de espionaje y sospecha en las relaciones entre USA y China, me dijo: “Incluso después de la ‘normalización’ en la década de 1970, USA avanzó esencialmente hacia una nueva propuesta subversiva: la esperanza de que la prosperidad [en China] condujera a la democracia. Pero contrariamente a esos deseos, la riqueza llevó al poder, no a la democracia”.

Xi volvió a comprometer al Partido con el “trabajo ideológico” y la necesidad de reprimir las “opiniones erróneas”. Se detuvo a comentaristas populares de las redes sociales; Charles Xue, un bloguero chino-usamericano que vive en Pekín, que tenía más de doce millones de seguidores, fue exhibido en la televisión esposado y confesó haber hecho comentarios “irresponsables”. El Partido alegó temores de separatismo en la región de Xinjiang para crear una vasta red de instalaciones y vigilancia parecidas a prisiones y, en Hong Kong, actuó rápidamente para eliminar la autonomía y la disidencia política. Xi adoptó un lenguaje de amenaza existencial. En 2014 dijo que China se enfrentaba a “los factores internos y externos más complicados de su historia”. Jude Blanchette, especialista en China del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales, escribió en Foreign Affairs que “aunque esto era claramente una hipérbole -la guerra con USA en Corea y la hambruna nacional de fines de la década de 1950 fueron más complicadas-, el mensaje de Xi al sistema político era claro: el Partido se enfrenta a una nueva era de riesgo e incertidumbre”.

En la maquinaria de un Estado de partido único, en el que las palabras del líder supremo se amplifican a medida que se trasmiten a través de sus subordinados, las oscuras advertencias de Xi crearon un culto que favorece la paranoia. Alrededor de Pekín se colocaron carteles advirtiendo a la gente que tuviera cuidado con los espías extranjeros, que podrían intentar seducir a las mujeres chinas para obtener acceso a secretos de Estado. En los remansos rurales, el Partido advirtió sobre las “revoluciones de color” respaldadas por Occidente y la “infiltración cristiana”. Una universidad de Pekín planeaba exhibir una copia de la Carta Magna, que frenaba los poderes de un rey inglés en el siglo XIII hasta que los funcionarios se pusieron nerviosos; se limitaron a acabar enviándola a la residencia del embajador británico. 

En 2016 los reguladores estatales de los medios que una vez habían introducido “Dallas” emitieron nuevas directivas con una mentalidad muy diferente: prohibieron los programas de televisión que bromeaban sobre las tradiciones chinas o mostraban una “abierta admiración por los estilos de vida occidentales”. Este verano, el 1 de julio, en preparación del centenario del Partido, los funcionarios lanzaron una campaña de propaganda que habría parecido retro si no fuera una reedición. En la televisión, las vallas publicitarias y en la Internet china, el Partido ensalzó la sabiduría de Xi (“El líder del pueblo”), que se ha liberado de los límites de los mandatos, y animaba al pueblo a estar atento a las oscuras “fuerzas hostiles” internas y externas, así como a la corrupción, la lasitud ideológica y la tentación democrática. En los días previos a la celebración, se recomendó a los padres de la escuela primaria en una escuela en la provincia de Shandong que “realizaran una búsqueda exhaustiva de libros religiosos, libros reaccionarios, reimpresiones o fotocopias de cosecha propia de libros publicados en el extranjero, y de cualquier libro o audio y contenido de video que no hubiera sido impreso y distribuido oficialmente por la Librería Xinhua”.

El 28 de junio, en un mitin al aire libre realizado en el estadio El Nido del Pájaro, que se construyó para los Juegos Olímpicos, el Partido ofreció una lectura de felicitación y selectiva de su historial: glorificó la Gran Marcha de los años treinta, se saltó el hambre y la agitación de los años cincuenta y sesenta y aplaudió los avances económicos y tecnológicos de China, que culminaron con su
rápida recuperación de la pandemia de COVID-19. Tres días después, en la Plaza de Tiananmen, ante una multitud de 70.000 personas, Xi lanzó una advertencia contundente al mundo exterior: “El pueblo chino nunca permitirá que fuerzas extranjeras nos intimiden, opriman o esclavicen”, dijo. “Aquellos que alimenten el delirio de hacerlo, se partirán la cabeza y derramarán sangre sobre la Gran Muralla de acero construida con la carne y la sangre de 1.400 millones de chinos”.

Un siglo después de que el Partido fuera fundado por un joven Mao Zedong y otros estudiosos del marxismo-leninismo, aspira a lograr el último sueño de la política autoritaria: una conciencia abarcadora de todo en su ámbito; la capacidad de prevenir amenazas incluso antes de que se lleguen a concretarse; una fuerza de anticipación y control impulsada por la nueva tecnología; e influencia económica que le permite reescribir las reglas internacionales a su gusto.

El giro autoritario del Partido ha resonado mucho más allá de China. Mientras Xi ha tratado de erradicar a los rivales políticos y extranjeros, sus esfuerzos han provocado desconfianza en Washington. Desde enero, USA ha descrito las detenciones masivas y la represión de uigures y kazajos en Xinjiang como “genocidio y crímenes de lesa humanidad”. El mes pasado, el presidente Biden reclutó aliados en Europa en un llamamiento conjunto para un estudio transparente de los orígenes de la pandemia y para el apoyo de un impulso de infraestructura que podría competir con la Iniciativa de la Franja y la Ruta de China en los países en desarrollo. “Creo que estamos en una competición. No con China en sí, sino en una competencia con autócratas”, dijo Biden a los periodistas. Lo que estaba en juego, dijo, era “si las democracias pueden competir o no con ellos en un siglo XXI que cambia rápidamente”.

Más allá de los ámbitos de la geoestrategia y la diplomacia, la guerra partidista en Washington ha gravitado hacia el tema de China reflejando la paranoia y el nativismo de Pekín sobre los espías y la subversión extranjera. En 2018 Donald Trump, mientras discutía sobre China con una reunión de directores ejecutivos, supuestamente dijo: “Casi todos los estudiantes que vienen a este país son espías”. (Se estima que hubo 370.000 estudiantes chinos en USA durante el año escolar 2018-19). Entre los partidarios de Trump, China se convirtió en un peligro central en su panteón de amenazas, junto con la ley de la Sharia, el estado profundo y las “caravanas” de los migrantes mexicanos. Durante la campaña presidencial de 2020, banderas y camisetas denunciaban al “Biden de Pekín” y lo acusaban de buscar “Hacer que China vuelva a ser grande”. Después de la investidura de Biden, un meme popular de la derecha promovió una teoría de la conspiración racista de que David Cho, un agente condecorado del servicio secreto que es coreano-usamericano, era el “manipulador chino” de Biden. Los ataques violentos contra los asiáticos por motivos raciales aumentaron en toda USA y, en marzo, un hombre armado mató a ocho personas, incluidas seis mujeres asiáticas, en spas y salones de masajes en el área de Atlanta.

Ahora que el Partido Comunista de China entra en su segundo siglo, su mezcla de confianza y paranoia, orgullo por sus logros y miedo al exterior reflejan la incertidumbre fundamental de su proyecto. Los comunistas chinos ya han gobernado su país más tiempo del que los soviéticos gobernaron el suyo, pero esa es una distinción que genera tanta satisfacción como ansiedad. Ningún gobierno comunista ha llegado jamás a la celebración del segundo centenario. Durante la Administración Trump, la incompetencia y las luchas internas de la política usamericana proporcionaron una valiosa herramienta de propaganda para el gobierno de Xi, que bien podría perdurar en las próximas décadas. Pero los usamericanos terminaron la presidencia de Trump después de un solo mandato, gracias a una característica de la gobernanza que se vuelve cada vez más difícil de mantener en un Estado de partido único gobernado por un hombre fuerte: el poder de la autocorrección.

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