Lyna Al
Tabal, Rai Al Youm, 8-10-2025
Traducido por Tlaxcala
“Por
fin visitaste Palestina”: así terminaba el mensaje que me envió mi amiga y
hermana Um al-Qasam, esposa del luchador encarcelado Marwan Barghouti.
Sí,
finalmente visité Palestina, una visita dolorosa y hermosa, un paso entre dos
heridas.
Vi el
desierto del Naqab [“Neguev”] extenderse ante mí en una inmovilidad infinita.
Lo
contemplé durante dos horas por una rendija estrecha en un camión metálico
cerrado, que ni siquiera serviría para transportar mercancías deterioradas.
Pero
la ocupación quiso probar nuestra capacidad de soportar el silencio bajo
presión, bajo el calor sofocante, el frío de sus aires acondicionados y el
ruido ensordecedor…
Sin
embargo, ver la tierra de Palestina hizo que el tiempo se detuviera; las
torturas favoritas de la ocupación dejaron de importar.
Cuando
el camión se detuvo frente al aeropuerto, antes de deportarnos, nos amenazaron
con volver a arrestarnos si levantábamos señales de victoria…
Un
ejército fuertemente armado, el cuarto del mundo, un Estado nuclear, que
tiembla ante unos dedos levantados…
¿Qué
clase de fuerza es esta que se aterra ante un símbolo?
Salimos
con calma, la cabeza en alto, cantando una canción suave sobre Palestina,
lanzando consignas y señales de victoria.
Luego
vi las montañas ante mí… la cadena del Ras al-Rumman [“Monte Ramon”]
extendiéndose hasta el horizonte.
Aquel
momento fue de silencio absoluto, calma y una sensación espiritual que nunca
había experimentado.
Y les
aseguro: Ver Palestina… lo vale todo.
En las celdas israelíes
Busquen
las montañas del Rumman en Google… luego cierren los ojos e imagínenlas frente
a ustedes.
Éramos
un grupo que quería navegar y romper el bloqueo de Gaza en una misión
humanitaria y no violenta.
Llevábamos
harina, medicinas, y lo que queda de conciencia y humanidad.
Ya
conocen el resto: nos secuestraron en aguas internacionales, bajo el sol y en
medio del mar.
Pero
nos acercamos a Gaza…
La
vimos al amanecer: sí, la vimos, aunque éramos prisioneros, bajo el cielo de
Palestina.
La
operación de interceptación fue “profesional”, como le gusta al ejército
israelí describir sus crímenes:
ilegal,
inhumana, pero justificada, como siempre.
Nos
llevaron al puerto de Ashdod, donde comenzó el circo israelí habitual:
insultos, amenazas…
El
mismo odio, el mismo lenguaje, la misma arrogancia, el mismo racismo de
siempre.
Nos
arrojaron en camiones indignos de transportar personas o incluso basura.
Una
policía me empujó dentro de una celda metálica de metro y medio, apenas
suficiente para cuatro respiraciones humanas.
Golpeé
mi cabeza contra la pared de metal; por un instante creí que me había
disparado.
A mi
lado se sentó Rima Hassan, eurodiputada, que me dijo:
“También
me golpearon… probablemente nos lleven a aislamiento, pero al menos estamos
juntas.”
Reímos,
porque cuando el miedo se agota, se convierte en una fría ironía.
Poco
después, la policía arrojó dentro de la celda a una mujer argelina de setenta
años llamada Zubeida, exdiputada, acompañada de Sirin, una joven activista.
Cuatro
mujeres de tres continentes encerradas en una jaula que ni siquiera contiene
sus respiraciones.
El
ambiente era asfixiante, el aire, mezcla de violencia y amenaza.
Nuestros
cuerpos empapados en sudor; y cuando el calor nos abrasó, decidieron encender
el aire frío — no por misericordia, sino como parte de una ingeniería del
tormento: frío… calor… frío… calor.

Nos
llevaron al centro de detención, a las secciones 5 y 6; las mujeres fueron
repartidas en 14 celdas.
A mí
me asignaron la celda número 7. Un número bonito… pero me trajo mala suerte la
primera noche: a las 4 de la madrugada, irrumpió en la celda el ministro Itamar
Ben Gvir, símbolo de la desgracia.
Dijo
con arrogancia:
“Soy
el ministro de Seguridad Nacional.”
Entró
con su tropa y sus perros policiales a amenazar a mujeres dormidas.
Me
preguntó mi nacionalidad.
Guardé
silencio.
¿Qué
pasaría si dijera libanesa?
No…
preferí dormir antes que abrir una batalla.
Le
habría dicho:
“Ben
Gvir, antes de hablar o moverte, consulta a la inteligencia artificial; al
menos ella tiene algo de inteligencia.
Tu
estupidez, si fuera energía renovable, iluminaría todo el desierto del Naqab, y
quizás también la oscuridad de tu mente.”
Por
la mañana, nos despertaban para el conteo: 14 mujeres, cada mañana y cada
noche.
El
número nunca cambiaba, pero insistían en repetirlo, especialmente de noche.
Nosotras
reíamos y volvíamos a dormir.
Casi
no había comida, no había agua, las amenazas de muerte o de gas eran
constantes.
Sin
derechos, sin abogado, sin médico, sin medicinas — ni siquiera paracetamol.
Cada
día nos llevaban a una jaula parecida a las de Guantánamo, de unos 15 metros
cuadrados, donde amontonaban a 60 mujeres bajo el sol del Naqab durante 5 o 7
horas, con la excusa de llevarnos ante un juez… que a veces ni aparecía.
Una
vez, un policía me apuntó con su arma a la cabeza porque no tenía las manos
detrás de la espalda:
“Te
voy a matar”, dijo con seriedad patética.
Le
sonreí.
Nuestro
juego favorito era desafiarles:
“¡Vamos,
mátame!”
“¡Mátennos!”
Palabras
con las que apagábamos el miedo, como quien apaga una vela y luego la vuelve a
encender.
La
policía israelí no entendía de qué planeta veníamos. Los agotamos.
Cantábamos,
gritábamos “¡Viva Palestina!”, los mirábamos directo a los ojos, con firmeza y
una sonrisa que quizá los avergonzaba.
Uno
de ellos me dijo:
“Lo
que están haciendo… está bien.”
No
niego mi miedo: tuve miedo, estaba tensa, cansada.
El
peor escenario siempre rondaba.
Pero
quien tiene la razón no teme reclamar justicia, ¿verdad?
Seguíamos
gritando; ellos venían con armas, gas, perros; se iban; volvíamos a empezar.
Lo
más hermoso que leí en mi vida estaba grabado en las paredes de las celdas:
nombres,
tallados con uñas o con la bala de un bolígrafo hallado tras la ventana:
Abu
Iyad, Abu Ma’mun, Abu Omar, Abu Mohammed, de Beit Lahia, Jabalia, Hay al-Amal,
Shuja’iyya, norte de Gaza.
Escribieron
sus fechas de detención; la última: 28 de septiembre.
Habían
escribido: “Nos trasladaron hoy…”
Quizás
vaciaron las celdas para nosotras.
En la
celda 7 estaban también:
· Judith, la más joven, alemana, 18 años;
· Lucía, diputada española;
· Marita, activista sueca;
· Jona, política y cantante usamericana;
· Zubeida, exdiputada argelina;
· Hayat, periodista de Al Jazeera;
· Patty, diputada griega;
· Dara, directora griega…
De
culturas distintas, pero una sola voz tras los barrotes: “¡Viva Palestina!”
Decidí
tratar a los carceleros como lo haría una jurista: documentar primero, luego
clasificar.
Había:
- ·
el
“bueno”, que me pasaba noticias en secreto: fecha de liberación, visita de los
cónsules;
- ·
el
“malo”, que lanzaba balas de odio con la mirada cada mañana;
- ·
el
“indiferente”, que ni odiaba ni amaba, solo ejecutaba… un robot administrativo
sin conciencia.
Luego
llegó el “entretenimiento cultural”:
Nos
obligaron a ver una película propagandística sobre el 7 de octubre.
Nos
negamos, gritamos: “¡Detengan el genocidio en Gaza!”
Se
enfurecieron. Nos negamos otra vez.
Fue
nuestra última pequeña batalla, y también la ganamos.
Olvidé
decirles: estábamos en la cárcel del Naqab llamada en hebreo Ketziot, que
durante la primera Intifada se conocía como Ansar 2.
La ventana de mi celda daba a un terreno, donde había un cartel gigante de Gaza destruida, con la frase “La Nueva Gaza” en árabe y un enorme y arrogante banderín israelí.
Así
fue mi visita a Palestina: una fiesta de tortura, amenazas, y prisión temporal
en una tierra ocupada.
Pero vi las montañas, vi Gaza desde lejos, y vi el miedo israelí de cerca.
Sí,
finalmente, visité Palestina.
Y la
historia continúa…
Espérennos
en diciembre, porque los barcos se detienen un poco, pero van a seguir
navegando.
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