Los discursos y mítines israelíes de los últimos días han demostrado un total desprecio por el dolor y el sufrimiento en Gaza, así como por la destrucción que las FDI han dejado atrás.
Gideon Levy, Haaretz, 16/10/2025
Traducido por Tlaxcala
Todo lo que le había ocurrido a Israel en los dos últimos años se reunió en la
víspera de la festividad de Sucot, en la fiesta de fin de guerra en la Knéset.
Fue una orgía de adulación, amor propio, vanagloria y negación.
Aparte de la gran alegría por la liberación de los
rehenes, no se abrió ninguna ventana a un nuevo capítulo, solo más de lo mismo:
Míranos, qué grandiosos somos, y no vemos a nadie más que a nosotros mismos. La
embriaguez de la liberación se mezcló con una abundancia de auto-admiración y
auto-embellecimiento: Qué hermosos somos los israelíes.
La voz de la Ilustración, el columnista de Haaretz
Uri Misgav, se puso poético en la red X: “La victoria del espíritu sobre la
desesperación, de la luz sobre la oscuridad, del bien sobre el mal.” Nada
menos. Mientras Misgav estaba poniéndose poético, cientos de miles de personas
avanzaban, cargando sus pocas pertenencias restantes, a través de las ruinas y
la destrucción de su tierra, de regreso a sus no-hogares.
Cientos de otros fueron liberados de las cárceles
israelíes, y ellos tampoco resonaron en los medios israelíes, que continuaron
su cobertura propagandística: ocultar Gaza tanto en la guerra como en la paz.
Solo 20 personas han sido liberadas. Los demás no son personas. No tienen
familias amorosas y llorosas. La imagen del prisionero liberado que llega a
Gaza solo para descubrir que su esposa y sus hijos fueron asesinados por los
bombardeos: esa no la han visto.
El gran elefante está ahí, y nadie se atrevió a mirarlo
directamente. El presidente de la Knéset, Amir Ohana, Benjamín Netanyahu y, por
supuesto, el maestro del género, el diputado de Yesh Atid Yair Lapid, estaban
ocupados engrandeciéndose a sí mismos y a su señor feudal. Incluso en momentos
así, no había oposición salvo los representantes de la Lista Conjunta Árabe,
que por supuesto fueron expulsados de la sala.
Había celebraciones, y había motivo para celebrar. Pero
también debía haber sido el momento para que alguien tuviera el valor de decir
la verdad: una palabra sobre las mayores víctimas de la guerra cuya final se
celebraba.
Netanyahu, Donald Trump o, al menos, el autodenominado
“líder de la oposición” Lapid, debieron hablar de lo que Israel deja tras de
sí. Lamentar, disculparse, asumir responsabilidad, admitir culpa, reconocer el
dolor, prometer cambio, compensación, rehabilitación o sanación a las víctimas.
Cualquier cosa.
En cambio, tuvimos a Lapid flanqueando a Netanyahu y
Ohana desde la derecha, compitiendo por ver quién se arrastraba más ante Trump,
mientras decía: No hubo genocidio. No hubo intención de matar de hambre a los
palestinos (!). ¿Ninguna intención de matar de hambre, Lapid? ¿Cómo se atreve?
¿Y en base a qué? ¿A las declaraciones de los líderes del país que prometieron
matar de hambre a los gazatíes y cumplieron su promesa?
“Los habitantes de Gaza no tienen electricidad, ni
comida, ni agua, ni combustible… Luchamos contra bestias con forma humana y
actuamos en consecuencia”, había dicho el exministro de Defensa Yoav Gallant al
comienzo de la guerra. Pero Lapid se mantuvo firme: “Israel fue un país y un
ejército que luchaba contra terroristas que envían a sus hijos a morir por una
sesión de fotos.” Un Douglas Murray israelí, una versión angloparlante del
colaborador Yosef Haddad. Con una oposición así, ¿para qué derrocar al
gobierno?
Debió haber sido diferente. Una ceremonia de fin de
guerra sin verdad es un evento repugnante. Horas de autosatisfacción en la
Knéset, declaraciones cursis repetidas en los medios, sin inclinar una sola vez
la cabeza por lo que Israel ha perpetrado. ¿Qué fuerza tendría Israel si
hubiera actuado de otra manera y reconocido los crímenes que cometió? Si
hubiera mencionado el dolor de Gaza. Si hubiera asumido un mínimo de
responsabilidad por su destino, en lugar de vomitar, con la típica arrogancia
lapidiana: “Terroristas que envían a sus hijos”, como si fuera Yahya Sinwar
quien se sentara en las cabinas de los cazas que masacraron sin piedad a los
niños gazatíes.
La esperanza se desvaneció en la víspera de Simjat Torá.
Netanyahu se negó a asistir a la cumbre de paz de Trump en Sharm el-Sheij, y la
Knéset continuó encubriendo los crímenes de Israel. Así no se abre un nuevo
capítulo.
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