Nick Alexandrov, CounterPunch,
28/5/2021
Traducido del inglés por Sinfo Fernández
Nick Alexandrov es profesor de Lengua y Literatura en un instituto
secundario de Tulsa, Oklahoma, y trabaja con el Tri-City Collective.
Escribe principalmente sobre la política exterior de USA y sus artículos han
aparecido en Asia Times, CounterPunch, Cubadebate, History News Network, The
News International (Pakistán), Pakistan Today, Rebelión,
The Root, Truthout, Tulsa World y otras publicaciones. Estudió política
exterior usamericana y América Latina en la Universidad George Washington.
Según los reporteros occidentales destacados en Iraq, el reciente incendio del hospital de Bagdad es problema “suyo”. The Washington Post culpó a la “corrupción endémica” del país de las 82 muertes. The New York Times denunció su “mala gestión” y el “legado de una infraestructura decrépita”. Y el Wall Street Journal, citando al primer ministro iraquí Mustafa al-Kadhimi, mencionó la palabra “negligencia”.
Ubicación del hospital Ibn al-Khatib en Bagdad, Iraq
Clique en la imagen para ver video
Pero la
atención médica iraquí no siempre estuvo destrozada. La OMS declaró en alguna
ocasión que sus instalaciones eran de “primera clase”.
En la década de 1980, según la ONU, Iraq iba “acercándose rápidamente a los estándares [de
desarrollo social] comparables a los de los países desarrollados”. Su sistema
sanitario era la “joya del mundo árabe”.
Después se
produjo el ataque de Washington. La Operación Tormenta del Desierto mató a decenas de miles de
iraquíes, destruyendo “puentes, carreteras,
centrales eléctricas y canalizaciones de agua”. Cuando ese
ataque terminó, Martti Ahtisaari, de la ONU, encabezó una misión a Bagdad. Sus
miembros estaban “plenamente familiarizados con los informes de los medios
sobre la situación en Iraq”. Pero pronto se dieron cuenta de que “nada de lo
que [ellos] habían visto o leído los había preparado para esa forma particular
de devastación, casi apocalíptica” con la que Washington había obsequiado a los
iraquíes. El bombardeo condenó a Iraq “a una era preindustrial” y destrozó la
joya.
“La
destrucción de las redes eléctricas por
sí sola incapacitó al sistema médico”, lo que convirtió de repente en un lujo las
visitas al hospital. El bombardeo de los sistemas de purificación y
distribución de agua “provocó muerte y sufrimiento”.
Pero todo esto tan solo anticipaba la pesadilla que se avecinaba: las
sanciones.
The New York Times las llama “sanciones internacionales contra Saddam Hussein”. Se imponían en nombre de la ONU, pero “fueron moldeadas en todo momento por USA”, cuya “coherente política” consistía en “infligir el daño económico más extremo posible en Iraq”. Más precisamente, en su pueblo.
Lo que los iraquíes llaman al-hisar,
el bloqueo, “prohibió
las ventas de petróleo, la principal exportación de Iraq, y prohibió las importaciones de bienes”,
hasta el punto en que “las importaciones de alimentos y medicinas disminuyeron
en un 85-90%”. El bloqueo también prohibió a Iraq “importar material para poder
reparar su destrozada infraestructura”.
Alrededor de
576.000 niños, según los cálculos de la ONU,
murieron como resultado directo. Madeleine Albright era de la opinión de que estas
muertes masivas “merecían la pena”, pero dos
coordinadores humanitarios sucesivos de la ONU en Iraq no se mostraron muy de
acuerdo. Denis Halliday concluyó que las sanciones eran “genocidas”. Y
la “violación consciente de
los derechos humanos y el derecho humanitario que conllevaron” repugnó a Hans
von Sponeck.
Omar Dewachi
se sintió igualmente indignado. Inició su residencia como médico en 1997 en
al-Madina, “el hospital universitario más grande de Iraq”. La instalación fue
una vez el “epicentro
nacional de la atención médica especializada”, alabado durante su inauguración
en 1972 “como uno de los monumentos médicos más avanzados de Oriente Medio”.
Pero cuando
Dewachi llegó allí, el edificio “estaba irreconocible por
la falta de mantenimiento, la canibalización de sus estructuras físicas y la
ausencia de repuestos para su obsoleto equipamiento médico”. Sus médicos
reutilizaban “tubos nasales para vaciar las vejigas”, se veían obligados a
guardar “guantes desechables esterilizados y los restos de suturas quirúrgicas
para poder utilizarlas con el paciente siguiente”. El monumento, que se
derrumbaba a ojos vistas, se convirtió en una necrópolis: “Los ataúdes vacíos
entraban en la morgue del hospital para salir llenos, acompañados de los gritos
de duelo”.
Escenas
espantosas eran la norma por todo el país. El bloqueo privó a las instalaciones
de “iluminación,
higiene, suministro de agua y una eliminación adecuada de los desechos”. Los
pacientes que acudían en invierno tuvieron que soportar la “carencia de
calentadores, de combustible para calefacción y mantas”, mientras que en una
enfermería de Bagdad “hacía tanto calor en
verano que ‘cualquier niño que [llegaba]... sin fiebre acababa febril’”. Las enfermeras”
tenían que reutilizar
equipos desechables intravenosos” y “la atención posoperatoria y del dolor en
algunos hospitales se limitaban a la aspirina”.
Los quirófanos “solo contaban con jabón de manos”
como desinfectante; las clínicas “se limpiaban solo con agua”.
Las ambulancias desaparecieron de las zonas de estacionamiento de los
hospitales, obligando a los pacientes “a depender de taxis o autocares que no disponían del
mantenimiento adecuado”.
La
incidencia de los cánceres se disparó. Un experto de la OMS que visitó Iraq en
1999 se mostró consternado: “Un centro para el cáncer sin un solo analgésico;
una unidad de radioterapia donde cada paciente necesita una hora debajo de la
máquina porque la fuente de radiación es muy antigua”; salas donde “la
disponibilidad de quimioterapia es esencialmente una lotería”.
Una lotería
que los niños perdían cada vez con mayor frecuencia. En un hospital, debido a
la escasez de medicamentos de quimioterapia, “las tasas de supervivencia sin
enfermedad cayeron hasta el 25% en
2002 en comparación con el 60% en 1988”. Al comenzar el nuevo milenio, junto a
ellos, en muertes tempranas, hubo “miles de iraquíes” que perecían “por
desnutrición, enfermedades infecciosas” y “escasez o
falta de disponibilidad de medicamentos esenciales”.
Pero las
sanciones, al igual que la Tormenta del Desierto, presagiaban horrores futuros.
La invasión de Washington en 2003 —el “mayor desastre cultural en
Iraq desde que los descendientes de Genghis Khan destruyeron Bagdad en 1258”- llevó
mayores desastres a las instituciones médicas.
Alrededor
del 7% de
los hospitales resultaron dañados durante los combates [de 2003]”, y las
fuerzas usamericanas arrasaron el Hospital de Emergencias Nazzal de Faluya en
noviembre de 2004. Paul Hunt, un alto funcionario de la ONU, también acusó a las
tropas ocupantes de Faluya de “bloquear el acceso de los civiles al hospital
principal; impedir que el personal trabajara allí o reasignara suministros
médicos a instalaciones sanitarias improvisadas; y disparar contra ambulancias porque
sospechaban que estaban siendo utilizadas para transportar insurgentes”.
Muy pronto
las muertes infantiles, el cáncer y los defectos de nacimiento -paraplejía, recién
nacidos con dos cabezas- asolaron a los residentes de Faluya en tasas superiores a “las
presentadas por los supervivientes de las bombas atómicas” en Hiroshima y
Nagasaki.
Mientras los
soldados usamericanos condenaban a los iraquíes a la enfermedad y a la muerte
prematura, Washington deshizo aún más el sistema de salud del país. La primera
tarea de Paul Bremer, como administrador de la Autoridad Provisional de la
Coalición, fue “despedir a
unos 500.000 trabajadores estatales”, incluido el personal médico.
No es de
extrañar que alrededor de “18.000 médicos, que representaban más de la mitad de
los que permanecían en el país, abandonaran Iraq” en
los primeros cinco años de la ocupación. La intensificación del conflicto
sectario, consecuencia directa de la “política de divide y vencerás” de
Washington, puso a los médicos en el punto de mira. Cientos de ellos fueron secuestrados y asesinados.
Y cientos de
millones de dólares -fondos destinados a reconstruir centros de salud-
desaparecieron. El Inspector General Especial para la Reconstrucción de Iraq
descubrió, en 2006, que USAID había administrado mal dos contratos.
Uno, por valor 243 millones de dólares, estaba destinado a construir decenas de
clínicas nuevas. Muy pocas de ellas se terminaron. El segundo era para el
Hospital Infantil de Basora. Sus costes de construcción se triplicaron
inexplicablemente, de 50 millones a 150 millones de dólares. Pero, para la
prensa estadounidense, el problema es la “corrupción endémica” de Iraq.
Las
instalaciones, hambrientas de recursos, presenciaron las escenas más
espeluznantes. En junio de 2006, un corte de energía en un depósito de
cadáveres detuvo sus refrigeradores. “Los cadáveres se pudrieron
debido a la falta de electricidad”, el “mal olor impregnaba el edificio de la
universidad” situado al lado, invadiendo una sala de conferencias llena de
estudiantes.
Para otros
iraquíes, el estilo de vida estable de un estudiante era inconcebible. Unos “2,7 millones de personas se
convirtieron en desplazados internos” en la primera mitad de la década de la
guerra; y años después tuvieron que escapar de otro producto de
la invasión estadounidense: el ISIS. Los desamparados no
disfrutaban de seguridad alguna, sus desarraigadas vidas eran tan precarias
como su atención médica.
Más de dos
millones de iraquíes, según un recuento de marzo de 2020, siguen desplazados.
Dispersos entre los campamentos de refugiados de todo el país, acosados por el trastorno de estrés postraumático, la depresión y la ansiedad, es
posible que nunca reciban tratamiento. El norte de Iraq, por ejemplo, cuenta
con 28 psiquiatras y 26 psicoterapeutas para 6 millones de personas.
No es
nuestro problema, nos dicen los reporteros. Pero la historia sugiere lo
contrario.
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