Joseph Brodsky, enero de 1972, traducido por Svetlana Maliavina y Juan José Herrera de la Muela
En Navidades todos somos un poco Reyes Magos.
Empujones y barro en los abastos.
Por una caja de turrón de café,
gente cargada con montones de paquetes
emprende el asedio del mostrador:
cada cual hace de Rey y de camello.
Cestas, bolsas, paquetes, envoltorios
corbatas torcidas, gorros.
Olor a vodka, a pino y a bacalao,
a mandarinas, a canela y a manzanas.
Un caos de caras, y no se ve, entre la nieve,
el camino que lleva a Belén.
Y los portadores de estos modestos presentes
saltan a los transportes, se abalanzan sobre las puertas,
desaparecen en os huecos de loa patios,
sabiendo, incluso, que el portal está vacío:
no hay animales, ni pesebre, ni Aquélla
sobre quien brilla un nimbo dorado.
El vacío es absoluto. Pero sólo el pensar en ella,
ves de pronto una luz que viene de no se sabe dónde.
Si Herodes supiese que, por más riguroso que fuera,
el milagro sería tanto más cierto, inevitable…
En el rigor de esa ley está
el mecanismo clave de la Navidad.
Y lo que se festeja ahora por todas partes
en Su Advenimiento, que pone juntas
todas las mesas. Aún, quizás, no necesiten la estrella;
aunque la buena voluntad de los hombres
se distingue de lejos,
y los pastores encendieron las hogueras.
Cae la nieve; no echan humo sino suenan
las chimeneas en los tejados. Y las caras son manchas.
Herodes bebe. Las mujeres esconden a los chicos.
¿Quién se aproxima? -nadie lo sabe:
ignoramos cuál es su señal, y los corazones
puede que no reconozcan al forastero.
Pero, cuando en el umbral el aire disuelve
la espesa niebla nocturna
y surge la figura con manto,
al Niño y al Espíritu Santo,
los sientes dentro de ti sin avergonzarte;
miras al cielo y la ves: la estrella.
Aucun commentaire:
Enregistrer un commentaire