Evan Osnos, The
New Yorker, 1/7/2021
Traducido por Sinfo Fernández
Evan Osnos es redactor de The New Yorker y autor del libro “Joe Biden: The Life, the Run, and What Matters Now”. El próximo mes de septiembre publicará “Wildland: The Making of America’s Fury”.
Pekín vuelve a creer que las mejores políticas son la paranoia y la sospecha.
No hace mucho, el Partido Comunista de China, que celebra su centenario esta semana, creía en el poder de las influencias eclécticas. En 1980 los jefes de propaganda del Partido aprobaron la primera transmisión de una serie de televisión usamericana en la República Popular China: “El hombre de la Atlántida”, que presentaba a Patrick Duffy, con manos y pies palmeados y vestido con un bañador amarillo, como único superviviente de una civilización submarina. En USA, el programa se canceló después de una temporada -el Washington Post lo tildó de “más insustancial que el agua”- pero los comunistas en Pekín se habían embarcado en una política de experimentación de “puertas abiertas”. Eran conscientes de que el caos político de la Revolución Cultural había dejado a China empobrecida y débil -eran más pobres que Corea del Norte- y estaban adquiriendo toda la cultura extranjera que pudieran permitirse para cerrar la brecha con el resto del mundo. Después de “El hombre de la Atlántida”, a los televidentes chinos se les mostró “Mi marciano favorito” (aunque las risas se perdieron en el proceso de doblaje, por lo que hubo largas y desconcertantes pausas) y los culebrones capitalistas “Falcon Crest”, “Dallas” y “Dinastía”.
El presidente Xi Jinping
aparece en una megapantalla en una celebración del centenario del Partido
Comunista Chino.
Foto: Lintao Zhang/Getty
Las importaciones siguieron llegando durante años. Los censores eliminaron las referencias a los principales tabúes políticos (como la represión en la Plaza de Tiananmen en 1989), pero la apertura a la cultura extranjera fue lo suficientemente amplia como para que las transmisiones de noticias chinas presentaran segmentos de la CNN. Sin embargo, el gusto por la programación internacional no duró. Alcanzó su punto máximo alrededor de 2008, cuando Pekín dio la bienvenida al incremento de la atención por los Juegos Olímpicos de Verano. En años posteriores, el Partido actuó para protegerse contra los desafíos planteados por la disidencia y la tecnología, y volvió a dirigir sus sospechas hacia la influencia usamericana. Cuando en 2012 Xi Jinping se convirtió en secretario general del Partido, tuvo que enfrentarse a un terreno preocupante: las redes sociales creadas en Silicon Valley y aclamadas por Washington habían ayudado a derrocar a gobernantes autoritarios en Egipto y Libia, y los dirigentes chinos que competían por el poder y el dinero habían permitido que las disputas internas se hicieran públicas, reviviendo un miedo congénito, profundamente arraigado en un partido nacido de la revolución, de que todo pudiera terminar viniéndose abajo. Una corrupción extravagante estaba alimentando el resentimiento público manifiesto hacia el Partido. En un discurso, Xi advirtió que los comunistas soviéticos habían perdido el control “porque todos podían decir y hacer lo que quisieran”. Advirtió: “¿Qué tipo de partido político era ese? Solo chusma”.