William Hartung, TomDispatch.com, 21/9/2021
Traducido del inglés por Sinfo Fernández, Tlaxcala
William D. Hartung (1955), colaborador habitual de TomDispatch, es el director del Programa de Armas y Seguridad del Center for International Policy. Este artículo es una adaptación de un nuevo informe que escribió para dicho centro y para el Costs of War Project de la Universidad de Brown: “Profits of War: Corporate Beneficiaries of the post-9/11 Pentagon Spending Surge”. @WilliamHartung
Los costes y las consecuencias de las guerras usamericanas del siglo XXI están ya bien documentados: una cifra escandalosa de 8 billones de dólares en gastos y más de 380.000 muertes de civiles, según los cálculos del proyecto Costs of War de la Universidad de Brown. Pero, por desgracia, la pregunta de quién se ha beneficiado más de esta orgía de gastos militares ha recibido mucha menos atención.
Polyp, Reino Unido
Corporaciones grandes y pequeñas han salido del
festín financiero de ese aumento del gasto militar posterior al 11-S con sumas
realmente asombrosas. Después de todo, el gasto del Pentágono ha ascendido a un
total casi inimaginable de más de 14 billones de dólares desde el comienzo de la guerra de Afganistán en
2001, de los cuales, hasta la mitad (cojan aire aquí), fueron a parar
directamente a los contratistas de defensa.
“La billetera está abierta”: La avalancha de contratos militares tras el 11-S
El clima político creado por la Guerra Global contra el Terrorismo, o GWOT (por sus siglas en inglés), como los funcionarios de la administración Bush la apodaron rápidamente, preparó el terreno para los enormes aumentos del presupuesto del Pentágono. En el primer año tras los atentados del 11-S y la invasión de Afganistán, el gasto en defensa aumentó más del 10% y eso fue solo el principio. De hecho, iría aumentando anualmente durante la siguiente década, algo sin precedentes en la historia de EE. UU. El presupuesto del Pentágono alcanzó en 2010 el nivel más alto desde la Segunda Guerra Mundial: más de 800.000 millones de dólares, bastante más de lo que el país gastó en sus fuerzas en el momento álgido de las guerras de Corea o Vietnam o durante el cacareado incremento militar del presidente Ronald Reagan en la década de 1980.
En el nuevo clima político provocado por la reacción a los atentados del 11-S, esos aumentos fueron mucho más allá de los gastos específicamente vinculados a la lucha contra las guerras en Iraq y Afganistán. Como dijo Harry Stonecipher, entonces vicepresidente de Boeing, al Wall Street Journal en una entrevista de octubre de 2001: “La billetera está abierta ahora... Cualquier miembro del Congreso que no vote a favor de los fondos que necesitamos para defender este país va a tener que buscar un trabajo nuevo después del próximo noviembre”.
La profecía de Stonecipher sobre el rápido aumento de los presupuestos del Pentágono resultó ser correcta. Y ese aumento no termina nunca. La administración Biden es cualquier cosa menos una excepción. Su última propuesta de gasto para el Pentágono y para trabajos relacionados con la defensa, como el desarrollo de cabezas nucleares en el Departamento de Energía, ha alcanzado los 753.000 millones de dólares para el año fiscal 2022. Y para no ser menos, los Comités de Servicios Armados de la Cámara de Representantes y del Senado ya han votado para añadir unos 24.000 millones de dólares a esa asombrosa suma.
¿Quién ha salido beneficiado?
Los beneficios del aumento del gasto del Pentágono tras el 11-S se han distribuido de forma muy concentrada. Más de un tercio de todos los contratos se destinan ahora a solo cinco grandes empresas de armamento: Lockheed Martin, Boeing, General Dynamics, Raytheon y Northrop Grumman. Estas cinco recibieron más de 166.000 millones de dólares en contratos de este tipo solo en el año fiscal 2020. Para poner esta cifra en perspectiva, los 75.000 millones de dólares en contratos del Pentágono concedidos a Lockheed Martin ese año fueron significativamente más de una vez y media el presupuesto total de 2020 para el Departamento de Estado y la Agencia para el Desarrollo Internacional, que juntos sumaron 44.000 millones de dólares.
Si bien es cierto que los mayores beneficiarios financieros del aumento del gasto militar tras el 11-S fueron esos cinco contratistas de armamento, no fueron los únicos que se beneficiaron. Entre las empresas que se han lucrado del aumento de los últimos veinte años hay también empresas de logística y construcción como Kellogg, Brown & Root (KBR) y Bechtel, así como contratistas de la seguridad privada armada como Blackwater y Dyncorp. El Servicio de Investigación del Congreso estima que en el año fiscal 2020 el gasto en contratistas de todo tipo creció hasta los 420.000 millones de dólares, es decir, más de la mitad del presupuesto total del Pentágono. Las empresas de las tres categorías anteriormente mencionadas se aprovecharon de las condiciones de “tiempo de guerra” -en las que tanto la rapidez de las entregas como una supervisión menos rigurosa llegaron a considerarse la norma- para cobrar de más al gobierno o incluso cometer auténticos fraudes.
El contratista de reconstrucción y logística más conocido en Iraq y Afganistán fue Halliburton, a través de su filial KBR. Al comienzo de las guerras de Afganistán e Iraq, Halliburton fue la beneficiaria de los contratos del Programa de Aumento Civil de la Logística del Pentágono. Estos acuerdos, de duración indefinida, implicaban la coordinación de las funciones de apoyo a las tropas sobre el terreno, incluyendo el establecimiento de bases militares, el mantenimiento de equipos y la prestación de servicios de alimentación y lavandería. En 2008, la empresa había recibido más de 30.000 millones de dólares por estos trabajos.
El papel de Halliburton resultaría ciertamente controvertido, apestando como apestó a autoacuerdo y a corrupción flagrante. La idea de privatizar los servicios de apoyo militar sobrevino a principios de la década de 1990 impulsada por Dick Cheney cuando era secretario de Defensa en la administración de George H.W. Bush, y Halliburton obtuvo el contrato para solucionar la forma de hacerlo. Sospecho que no les sorprenderá nada saber que Cheney pasó luego a ser director general de Halliburton hasta que se convirtió en vicepresidente con George W. Bush en 2001. Su trayectoria fue un caso (si no el) clásico de esa puerta giratoria entre el Pentágono y la industria de la defensa que ahora utilizan tantos funcionarios del gobierno y generales o almirantes, con todos los obvios conflictos de intereses que conlleva.
Una vez que obtuvo sus miles de millones para trabajar en Iraq, Halliburton procedió a cobrar en exceso al Pentágono por los servicios básicos, al tiempo que realizaba trabajos chapuceros que ponían en peligro a las tropas usamericanas, y quedaría demostrado que no fue la única en esas actividades.
A partir de 2004, un año después de la guerra de Iraq, el Inspector General Especial para la Reconstrucción de Iraq, un organismo con mandato del Congreso diseñado para erradicar el despilfarro, el fraude y el abuso, junto con miembros del grupo de vigilancia del Congreso como el representante Henry Waxman (demócrata por California), sacaron a la luz decenas de ejemplos de sobrefacturación, construcción defectuosa y robo descarado por parte de los contratistas que participaron en la “reconstrucción de ese país”. Una vez más, sin duda no les sorprenderá saber que relativamente pocas empresas sufrieron consecuencias financieras o penales significativas por lo que solo puede describirse como una impresionante especulación de guerra. La Comisión del Congreso sobre la Contratación en Tiempos de Guerra en Iraq y Afganistán estimó que, a partir de 2011, el despilfarro, el fraude y el abuso en las dos zonas de guerra ya habían sumado entre 31.000 y 60.000 millones de dólares.
Un ejemplo de ello fue la International Oil Trading Company, que recibió contratos por valor de 2.700 millones de dólares de la Agencia Logística de Defensa del Pentágono para suministrar combustible a las operaciones usamericanas en Iraq. Una investigación del congresista Waxman, presidente de la Comisión de Supervisión y Reforma del Gobierno de la Cámara de Representantes, descubrió que la empresa había cobrado sistemáticamente en exceso al Pentágono por el combustible que enviaba a Iraq, consiguiendo más de 200 millones de dólares de beneficios por ventas de petróleo por valor de 1.400 millones de dólares durante el período comprendido entre 2004 y 2008. Más de un tercio de esos fondos fueron a parar a su propietario, Harry Sargeant III, que también era presidente de finanzas del Partido Republicano de Florida. Waxman resumió la situación de esta manera: “Los documentos muestran que la empresa del Sr. Sargeant se aprovechó de los contribuyentes usamericanos. Su empresa tenía la única licencia de que se disponía para transportar combustible a través de Jordania, por lo que pudo irse de rositas tras cobrar precios exorbitantes. Nunca he visto otra situación igual”.
Un caso especialmente atroz de trabajo chapucero con trágicas consecuencias humanas fue la electrocución de al menos 18 militares en varias bases de Iraq a partir de 2004. Esto se debió a instalaciones eléctricas defectuosas, algunas de ellas realizadas por KBR y sus subcontratistas. Una investigación del inspector general del Pentágono descubrió que los mandos sobre el terreno "no se aseguraron de que las reformas... se hicieran correctamente, el ejército no estableció normas para los trabajos o los contratistas, y KBR no hizo tomas de tierra en los equipos eléctricos que colocó en las instalaciones”.
El proceso de “reconstrucción” afgano estuvo igualmente repleto de ejemplos de fraude, despilfarro y abuso. Entre ellos encontramos un grupo de trabajo económico nombrado por EE. UU. que gastó 43 millones de dólares en la construcción de una gasolinera en medio de la nada que nunca llegaría a utilizarse, otros 150 millones de dólares en lujosas viviendas para asesores económicos usamericanos y 3 millones de dólares en lanchas patrulleras de la policía afgana que resultarían igualmente inútiles.
Quizá lo más preocupante fue
que una investigación del Congreso descubriera que una parte importante de
los 2.000 millones de dólares en contratos de transporte otorgados a empresas usamericanas
y afganas acabaron en forma de sobornos a señores de la guerra y funcionarios
de la policía, o en forma de pagos a los talibanes para que permitieran el paso
de grandes convoyes de camiones por las zonas que controlaban, a veces hasta
1.500 dólares por camión, o hasta medio millón de dólares por cada convoy de
300 camiones. En 2009 la secretaria de Estado Hillary Clinton declaró que “una de las principales
fuentes de financiación de los talibanes es el dinero de la protección” que se
pagaba precisamente en esos contratos de transporte.
Dos décadas de beneficios empresariales desorbitados
Una segunda fuente de ingresos para las empresas vinculadas a esas guerras fue la de los contratistas de la seguridad privada, algunos de los cuales vigilaban instalaciones usamericanas o infraestructuras cruciales como los oleoductos iraquíes.
La más conocida de ellas fue, por supuesto, Blackwater, algunos de cuyos empleados estuvieron implicados en la masacre de 17 iraquíes en la plaza Nisur de Bagdad en 2007. Allí abrieron fuego contra civiles en una intersección abarrotada de gente mientras custodiaban un convoy de la embajada de USA. El ataque dio lugar a casos legales y civiles que continuaron en la era de Trump, cuando este presidente indultó a varios autores de la masacre.
A raíz de esos asesinatos, Blackwater cambió de nombre varias veces, primero como XE Services y luego como Academii, antes de fusionarse finalmente con Triple Canopy, otra empresa de contratación privada. El fundador de Blackwater, Erik Prince, se separó entonces de la empresa, pero desde entonces ha estado reclutando mercenarios privados en nombre de los Emiratos Árabes Unidos para su despliegue en la guerra civil de Libia, violando un embargo de armas de las Naciones Unidas. Prince también propuso sin éxito a la administración Trump que reclutara una fuerza de contratistas privados destinada a ser la columna vertebral del esfuerzo bélico de EE. UU. en Afganistán.
Otra tarea asumida por las empresas privadas Titan y CACI International fue el interrogatorio de prisioneros iraquíes. Ambas empresas contaban con interrogadores y traductores sobre el terreno en la prisión de Abu Ghraib, en Iraq, un lugar en el que esos prisioneros fueron torturados salvajemente.
El número del personal desplegado y los ingresos percibidos por los contratistas de seguridad y reconstrucción crecieron de forma espectacular a medida que se prolongaban las guerras de Iraq y Afganistán. El Servicio de Investigación del Congreso estimó que en marzo de 2011 había más empleados de contratistas en Iraq y Afganistán (155.000) que personal militar uniformado usamericano (145.000). En su informe final de agosto de 2011, la Comisión sobre Contratación en Tiempos de Guerra en Iraq y Afganistán elevó aún más la cifra, al afirmar que “los contratistas representan más de la mitad de la presencia usamericana en las operaciones de contingencia en Iraq y Afganistán, empleando en ocasiones a más de un cuarto de millón de personas”.
Mientras que un contratista armado que hubiera servido en los Marines podía ganar hasta 200.000 dólares anuales en Iraq, cerca de tres cuartas partes de la fuerza de trabajo de los contratistas allí estaba formada por personas de países como Nepal o Filipinas o por ciudadanos iraquíes. Mal pagados, a veces recibían tan solo 3.000 dólares al año. Un análisis realizado en 2017 por el proyecto Costs of War documentó las “pésimas condiciones laborales” y los grandes abusos contra los derechos humanos infligidos a los ciudadanos extranjeros que trabajaban en proyectos financiados por EE. UU. en Afganistán, entre los que se incluían encarcelamientos falsos, robo de salarios y muertes y lesiones en zonas de conflicto.
Con el ejército usamericano en Iraq reducido a un número relativamente modesto de “asesores” armados y sin fuerzas usamericanas en Afganistán, estos contratistas buscan ahora clientes extranjeros. Por ejemplo, una empresa usamericana -Tier 1 Group, fundada por un antiguo empleado de Blackwater- entrenó a cuatro de los operativos saudíes implicados en el asesinato del periodista saudí y residente en Estados Unidos Jamal Khashoggi, una actuación financiada por el gobierno saudí. Como señaló el New York Times cuando publicó esa historia, “es probable que estos problemas continúen a medida que los contratistas militares privados usamericanos busquen cada vez más clientes extranjeros para apuntalar su negocio al tiempo que Estados Unidos reduce sus despliegues en el extranjero después de dos décadas de guerra”.
Hay que añadir un factor más a la explosión de beneficios corporativos de la “guerra contra el terror” durante dos décadas. La venta de armas en el extranjero también aumentó considerablemente en esta época. El mayor y más controvertido mercado para el armamento usamericano en los últimos años ha sido Oriente Medio, en particular las ventas a países como Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos, involucrados en una devastadora guerra en Yemen, además de alimentar conflictos en otros lugares de la región.
Donald Trump fue quien más ruido hizo en la venta de armas en Oriente Medio y sus beneficios para la economía usamericana. Sin embargo, las gigantescas corporaciones productoras de armas vendieron en realidad más armamento a Arabia Saudí, en promedio, durante el gobierno de Obama, incluyendo tres grandes ofertas en 2010 que sumaron más de 60 mil millones de dólares para aviones de combate, helicópteros de ataque, vehículos blindados, bombas, misiles y armas de fuego, prácticamente todo un arsenal. Los saudíes han utilizado muchos de esos sistemas en su intervención en Yemen, que ha implicado la muerte de miles de civiles en ataques aéreos indiscriminados y la imposición de un bloqueo que ha contribuido sustancialmente a la muerte de casi un cuarto de millón de personas hasta la fecha.
¿Aprovechar la guerra para sacar beneficios por siempre jamás?
Para frenar los beneficios excesivos de los contratistas de armamento y evitar el despilfarro, el fraude y los abusos de las empresas privadas que participan en el apoyo a las operaciones militares de Estados Unidos será necesario, en última instancia, reducir el gasto en la guerra y en los preparativos de la misma. Hasta ahora, por desgracia, los presupuestos del Pentágono no hacen más que aumentar y cada vez fluye más dinero hacia las cinco grandes empresas de armamento.
Se necesita una nueva estrategia para alterar esta pauta notablemente invariable que incremente el papel de la diplomacia usamericana, al tiempo que se centre en los nuevos y persistentes retos de seguridad no militares. Hay que redefinir la “seguridad nacional”, no en términos de una nueva “guerra fría” con China, sino para hacer frente a cuestiones cruciales como las pandemias y el cambio climático.
Es hora de poner fin a las intervenciones militares extranjeras directas e indirectas que Estados Unidos ha llevado a cabo en Afganistán, Iraq, Siria, Somalia, Yemen y tantos otros lugares en lo que va de siglo. De lo contrario, nos esperan décadas de más y más especulación bélica por parte de unos contratistas de armas que cosechan, impunemente, beneficios enormes.
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