Luis Casado, Politika, 22/11/2021
Las riquezas, por la virtud de una ley inmanente, le pertenecen a quien las conquista (…) Esto es conforme a las leyes de la Naturaleza (…) La ley de la selección justifica esta lucha incesante que le permite sobrevivir a los mejores”. Adolf Hitler
Visto lo visto, uno no puede sino felicitar a la Abstención, primera mayoría en todo el país, hecho incontrovertible e incontrovertido que todo dios decidió esconder debajo de la alfombra, como las suciedades vergonzantes.
No es para menos: en el mejor de los casos el pinche presidente sería elegido por menos del 25% de los electores. Uno se pregunta qué legitimidad tiene un magistrado al que de entrada, más del 75% de la ciudadanía ignora, rechaza, se opone.
El fenómeno no es nuevo: en el año 2013 escribí un ensayo –“De la desgana de votar”– en el que expuse las raíces profundas de la desafección por un ritual devaluado: ni las elecciones ni los electos resuelven nada: todo está en manos de la omnisciencia y el equilibrio espontáneo del mercado.
De paso, el modelo exhibe uno de sus mayores logros: dejar afuera a la inmensa mayoría de la población, limpiándose con el muy antiguo aforismo jurídico que proclama Quod omnis tangit ab omnibus tractari et approbari debet (QOT): Lo que le concierne a todos, debe ser debatido y aprobado por todos.
Descaradamente, el gobierno y la prensa exhiben el 46,7% de participación como un triunfo. Hace una semana afirmé que estas elecciones serían una payasada. ¡Menuda perspicacia!
Algunas sutiles almas analíticas proclaman su sorpresa ante los resultados de la primera vuelta, sin siquiera observar que demasiadas traiciones, esperanzas burladas y desengaños, sumados al descubrimiento algo tardío de la venalidad consustancial a la costra política parasitaria, bastan para abrirle los ojos al más asopado de los ingenuos.
Para no hablar de la vacuidad del discurso político. Los candidatos hacen notables esfuerzos para hablar durante horas sin decir nada, aparte algunas banalidades más propias del peor alcornoque de la enseñanza secundaria. Si hubiese que sepultar a los “vencedores” de la primera vuelta, habría que enterrarles en un lugar común.
Llama la atención la unanimidad con la que unos y otros se dispusieron, por la enésima vez, a participar en un remedo de elección democrática, en el marco de una Constitución y reglas electorales dispuestos en dictadura y perfeccionados más tarde por los guardianes del Templo.
A ningún candidato se le ocurrió exponer, con la profundidad y la solemnidad que hubiese convenido, sus convicciones en materia constitucional, la primera de las cuales debía ser el respeto y el apoyo irrestricto a los trabajos (es un decir) de la Convención Constitucional. La caricatura es tal que la payasada va hasta a elegir senadores aun cuando la Convención Constitucional podría aprobar un régimen unicameral. Admitiendo –claro está– que la Convención sobreviva a la estupenda indiferencia que genera entre quienes han vivido alegremente de la herencia institucional de la dictadura, y se aprestan a hacer lo imposible para seguir mangando otros 30 años.
Nadie cuestionó el modelo económico que tantos éxitos y aplausos le ha ganado a Chile, “el país más próspero de América Latina” según escriben los plumíferos tarifados de la prensa al servicio de ese mismo modelo.
La così detta ‘izquierda’, el sogennante ‘progresismo’ y la soi-disante ‘renovación’ cacarean el guirigay de la ciencia económica, y admiten que leyes inmanentes determinan de manera irrecusable e irredargüible las reglas a las que el vulgo debe someterse en su insondable ignorancia de los arcanos del crecimiento, la creación de valor y la imprescindible e incesante acumulación de capital.
Si las leyes descubiertas por las ciencias de la Naturaleza son inherentes a los fenómenos observados, las que le dan orden y sentido a la vida en sociedad son postuladas. Pos-tu-la-das. Desde los años 1980 en adelante podríamos decir ‘reveladas’ por los expertos y los economistas, para evangelización y/o catequización en la fe de una nueva religión: la del lucro.
Por alguna razón, –asociada a la mala leche del pobrerío, de los pringaos, de los creadores cotidianos de la riqueza, de la mano de obra ninguneada, de los sin poder adquisitivo para que me entiendas–, esa religión pretendidamente mesiánica, adoptada por la progresía a cambio de un acceso intermitente a los ‘negocios’ y al afane, no entusiasma a la inmensa mayoría de sus víctimas.
Grandes economistas ya lo anunciaron: la fuerza de trabajo tiene una cierta tendencia a escabullirse de su deber de productividad.
Y de paso de su obligación de votar por los cantamañanas que anuncian buen tiempo para mañana, el cielo en la Tierra para pasado mañana, y un PIB de cojones para la Gloria de este bello país con vista al mar no más tarde que la semana entrante.
Resulta pues chocante la sorpresa anunciada por las sutiles almas analíticas que no logran comprender que este paraíso terrenal, con teléfono celular, SUVs y la deuda que los sigue como su sombra, ya no entusiasme sino a los empresarios.
La razón del descalabro, no obstante, es sencilla: la genealogía.
Esos polvos trajeron estos lodos.
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