Jean-François Bayart, Le Temps, 8/5/2023
Traducido por Fausto
Giudice, Tlaxcala
OPINIÓN. Según Jean-François Bayart, profesor del IHEID, Francia está entrando de lleno en el campo de las democracias “antiliberales”. Para él, Emmanuel Macron vive en una realidad paralela y juega con fuego.
Agentes de policía armados custodian el Consejo Constitucional, poco antes de su decisión de rechazar un referéndum sobre la reforma de las pensiones. París, 3 de mayo de 2023 - © YOAN VALAT / keystone-sda.ch
¿Adónde va Francia? se pregunta Suiza. La respuesta equivocada sería detenerse en la burla culturalista de los galos eternamente descontentos. La crisis es política. Emmanuel Macron se proclama miembro del “extremo centro” encarnado a lo largo de la historia de Francia por el Directorio, el Primer y el Segundo Imperio, y diversas corrientes tecnocráticas sansimonianas. Es el último avatar de lo que el historiador Pierre Serna llama el “veneno francés”: la propensión al reformismo estatista y antidemocrático a través del ejercicio cameral y centralizado del poder.
El conflicto de las pensiones es un síntoma del agotamiento de este gobierno de extremo centro. Durante treinta años, no han faltado advertencias, que las sucesivas mayorías han desoído con un gesto de la mano, clamando corporativismo, pereza e infantilismo del pueblo. Administrada de forma autoritaria y a menudo grotesca, la pandemia de Covid-19 sirvió de prueba de choque para los servicios públicos de los que el país se enorgullecía y que, además de sus servicios, proporcionaban parte de su identidad.
Emmanuel Macron, con todo su estilo jupiteriano, está exacerbando la aporía en la que ha caído Francia. Nunca ha habido nada “nuevo” en él, y su postura de hombre “providencial” es una figura trillada del repertorio bonapartista. No puede imaginar otra cosa que el modelo neoliberal del que es puro producto, aunque sea combinándolo con una concepción cursi de la historia nacional, a medio camino entre el culto a Juana de Arco y la fantasía reaccionaria del Puy du Fou. Su ejercicio del poder es el de un niño inmaduro, narcisista, arrogante, sordo a los demás, bastante incompetente, sobre todo en el frente diplomático, cuyos caprichos tienen fuerza de ley desafiando la Ley o las realidades internacionales.
Podría ser gracioso si no fuera peligroso. La prohibición del “uso de aparatos de sonido portátiles” para evitar que los opositores armen jaleo, el acordonamiento policial de los lugares por donde transita el Jefe del Estado, el lanzamiento de campañas de rectificación ideológica contra el “wokismo”, la “teoría de género”, el “islamo-gauchisme” “islamozquierdismo”, el “ecoterrorismo” o la “ultraizquierda” son sólo algunas de las muchas pequeñas pistas que no engañan al especialista en regímenes autoritarios que soy. Francia está entrando de lleno en el campo de las democracias “iliberales”.
Un arsenal represivo a disposición de los poderes siguientes
Algunos gritarán exageración polémica. Yo les pediría que se lo pensaran dos veces, teniendo en cuenta, en primer lugar, la erosión de las libertades civiles en nombre de la lucha contra el terrorismo y la inmigración desde hace al menos tres décadas y, en segundo lugar, los peligros que plantean desde este punto de vista las innovaciones tecnológicas en materia de control político y la inminencia de la llegada al poder de la Agrupación Nacional, a la que los gobiernos anteriores habrán proporcionado un arsenal represivo que hará superfluas nuevas leyes destructoras de libertades.
No se trata aquí de “buenas” o “malas” intenciones por parte del Jefe de Estado, sino de una lógica de situación a la que se presta y que favorece sin comprenderla necesariamente. Macron no es ni Putin ni Modi. Pero prepara el advenimiento de su clon en Francia. En el mejor de los casos, su política es la de Viktor Orban: aplicar el programa de la extrema derecha para evitar su acceso al poder.
En el contexto del hundimiento de los partidos gobernantes, un “bucanero” -por utilizar el término de Marx para referirse al futuro Napoleón III- se ha apoderado del botín electoral cuando Nicolas Sarkozy, François Hollande, Alain Juppé, François Fillon y Manuel Valls abandonan la escena. Le pareció “inteligente”, por seguir citando a Marx, destruir a la izquierda y a la derecha “al mismo tiempo” para instalarse en la comodidad de un cara a cara con Marine Le Pen. Pero Emmanuel Macron sólo fue elegido y reelegido gracias a los votos de la izquierda, ansiosa por conjurar la victoria de la Agrupación Nacional. Su programa, liberal y proeuropeo, nunca ha correspondido a las preferencias ideológicas de más de una cuarta parte del electorado, aparte del creciente número de votantes no inscritos y de abstencionistas que socavan la legitimidad de las instituciones.
Un Presidente ciego y despectivo
A pesar de esta obviedad, Emmanuel Macron, cuya formación y trayectoria le han hecho ajeno a las realidades del “Estado profundo”, y que fue elegido por primera vez a la magistratura suprema sin haber ocupado nunca el más mínimo cargo local o nacional, ha tratado de hacer prevalecer la combinación schmittiana de “Estado fuerte” y “economía sana” promulgando sus reformas neoliberales mediante ordenanzas, pasando por encima de los organismos intermedios y de lo que él llama el “Estado profundo” de la función pública, apoyándose en consultorías privadas o en consejos a-constitucionales como el Consejo de Defensa, reduciendo a Francia al estatus de “nación start-up” y dirigiéndola como un jefe que desprecia a sus empleados, los “galos refractarios”.
El resultado no se hizo esperar. El hombre que quería apaciguar a Francia provocó el movimiento social más grave desde mayo del 68, los Gilets jaunes [Chalecos amarillos], cuyo espectro sigue persiguiendo a la familia Macron. Con la mano en el corazón, Emmanuel Macron aseguró, al comienzo de la pandemia de Covid-19, que comprendía que no todo podía entregarse a las leyes del mercado. En varias ocasiones, prometió haber cambiado para calmar la indignación provocada por su arrogancia. Sin embargo, enseguida demostró que era incapaz de hacerlo. Mantuvo su rumbo neoliberal y se alió con Nicolas Sarkozy en 2022 para imponer una reforma financiera de las pensiones a pesar de la persistente oposición de la opinión pública y de todos los sindicatos, no sin ignorar sus contrapropuestas.
Ante el nuevo movimiento social masivo que le siguió, Emmanuel Macron se refugió en la negación y el sarcasmo. Reivindicó la legitimidad democrática, repitiendo que la reforma formaba parte de su programa y que había sido adoptada por una vía institucional validada por el Consejo Constitucional.
Una realidad paralela
Salvo que: 1) Emmanuel Macron sólo fue reelegido gracias a los votos de la izquierda, hostil al retraso de la edad de jubilación; 2) el pueblo no le dio la mayoría parlamentaria en las elecciones legislativas que siguieron a la elección presidencial; 3) el proyecto de ley trataba de los “principios fundamentales de la seguridad social”, que entran en el ámbito de la legislación ordinaria, y no de un proyecto de ley de “financiación de la seguridad social” (artículo 34 de la Constitución), una cláusula adicional legislativa que permitía utilizar el artículo 49.3 para imponer el texto; 4) el Gobierno se resignó a este procedimiento porque no contaba con mayoría positiva, sino con la ausencia de mayoría para tumbarlo al final de una moción de censura; 5) el Consejo Constitucional está compuesto por políticos y altos funcionarios, no por juristas, y se preocupa menos por el respeto del Estado de Derecho que por la estabilidad del sistema, como ya demostró con su aprobación de las cuentas fraudulentas de la campaña electoral de Jacques Chirac en 1995; 6) el abuso del procedimiento parlamentario suscitó la desaprobación de numerosos constitucionalistas y fue acompañado del rechazo de toda negociación social.
Como en 2018, Emmanuel Macron responde a la ira popular con violencia policial. Las infracciones de la libertad constitucional de manifestación, el uso de técnicas policiales de confrontación y la utilización de armamento de uso militar que causa lesiones irreversibles como abrasiones y mutilaciones han llevado a Francia a ser condenada por organizaciones de derechos humanos, el Consejo de Europa, el Tribunal de Justicia Europeo y las Naciones Unidas.
Frente a estas acusaciones, Emmanuel Macron se hunde en una realidad paralela y radicaliza su discurso político. Apenas reelegido gracias a los votos de la izquierda, incluidos los de La France insoumise, sitúa a esta última fuera del “arco republicano”, cuya delimitación reivindica como monopolio. Ve la mano de la “ultraizquierda” en las protestas contra su reforma. Justifica la violencia policial alegando que es necesaria para combatir la violencia de ciertos manifestantes.
Salvo que, una vez más 1) la negativa, recurrente desde la aportación de los votos de la izquierda a Jacques Chirac en 2002 y el puenteo parlamentario del no en el referéndum de 2005, a tener en cuenta el voto de los electores cuando disgusta o procede de una familia política distinta de la propia desacredita la democracia representativa, alimenta el deletéreo abstencionismo y anima a la gente a emprender acciones directas para hacer valer sus opiniones, no sin éxito en el caso de los Gilets jaunes y los jóvenes alborotadores nacionalistas corsos, a los que se concedió lo que se había negado a sindicatos y representantes electos; 2) el incumplimiento por parte del Estado de las sentencias judiciales cuando están en juego intereses agroindustriales lleva a los ecologistas a ocupar los emplazamientos de los proyectos conflictivos, a riesgo de enfrentarse a ellos; 3) la estigmatización de una ultraizquierda cuya importancia está por demostrar va de la mano del silencio del gobierno ante las agresiones de la ultraderecha identitaria y de los agricultores productivistas que multiplican sus ataques contra los ecologistas.
“Denunciar los excesos estructurales de la policía no significa pertenecer al black bloc”
No es ser "amish" y querer volver a la "luz de las velas" para cuestionar el 5G o la incoherencia del gobierno cuando usa granadas para defender megapiscinas mientras las napas freáticas del país se secan. No es ser un bloque negro para denunciar los excesos estructurales de la policía. No hace falta ser de izquierdas para diagnosticar la creciente sobreexplotación de los trabajadores a medida que se precarizan los empleos, en nombre de la lógica financiera, para identificar el desvío de bienes públicos en beneficio de intereses privados, o para deplorar la “pasta loca” repartida entre las empresas más ricas y los contribuyentes. Tampoco hace falta ser un genio para darse cuenta de que la Macronía no ama a los pobres. Su única respuesta es criminalizar las protestas. Ahora quiere disolver la nebulosa Soulèvements de la terre, patrocinada por el antropólogo Philippe Descola, el filósofo Baptiste Morizot y el novelista Alain Damasio. Cuando el ministro de Interior Gérald Darmanin oye la palabra cultura, saca su LBD [Escopeta de Balas de defensa].
En esta carrera precipitada, se dio un paso decisivo cuando el gobierno atacó a la Ligue des droits de l'homme (Liga de Derechos Humanos). Al hacerlo, el gobierno de Macron se situó fuera del “arco republicano”. Esta asociación, surgida del asunto Dreyfus, es inseparable de la idea republicana. Sólo el régimen de Pétain se atrevió a atacarla. En todo el mundo, son los Putin y los Orban, los Erdogan y los Modi, los Kaïs Saïed y los Xi Jinping quienes hacen tales comentarios. Sí, Francia se está volcando.
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