19/08/2021

JONATHAN COOK
¿Cómo afrontar el apocalipsis climático de la mejor manera posible? Las fantasías del búnker de los multimillonarios se popularizan

Jonathan Cook, CounterPunch, 18/8/2021
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Jonathan Cook ((1965) es un escritor británico y periodista independiente afincado desde 2001 en Nazaret, que escribe principalmente sobre el conflicto palestino-israelí. Ha ganado el Premio Especial de Periodismo Martha Gellhorn en 2011.
Entre sus libros destacan Israel and the Clash of Civilisations: Iraq, Iran and the Plan to Remake the Middle East (Pluto Press) y Disappearing Palestine: Israel’s Experiments in Human Despair (Zed Books).


Al llevar varios años escribiendo sobre los medios de comunicación, me he vuelto cada vez más sensible a la forma en que, como consumidores de noticias, estamos sometidos a la ideología, las arenas invisibles y cambiantes de nuestro sistema de creencias.

Por supuesto, esas creencias no son innatas. ¿Cómo podrían serlo? No nacemos con un software precargado como el de un ordenador, aunque nuestro “hardware” mental pueda moldear el tipo de información que somos capaces de procesar y cómo lo hacemos.

Y, a pesar de lo que podamos imaginar, nuestro sistema de creencias no se ha autogenerado realmente, sino que viene dictado por las experiencias de la vida. No son solo los acontecimientos del mundo real los que determinan nuestros valores y puntos de vista. Los acontecimientos y las experiencias se interpretan y se les da un significado en virtud de esas creencias y valores. Por eso es muy posible, incluso común, que tengamos creencias contradictorias al mismo tiempo: como preocuparnos por la amenaza que supone el cambio climático para el futuro de nuestros hijos, mientras apoyamos sistemas políticos comprometidos con la construcción de más carreteras y pistas de aterrizaje.

Los psicólogos tienen un término para este fenómeno: disonancia cognitiva.

La ideología no es un fenómeno que se produzca por sí mismo, sino que nuestro paisaje ideológico se construye socialmente y se nos impone en gran medida desde el exterior. La ideología enmarca las experiencias para nosotros, añadiendo una capa oculta de interpretación que nos anima a dar sentido al mundo de forma útil. Por tanto, la pregunta más liberadora que podemos hacernos es: ¿a quién le resulta útil una determinada ideología?

Fábrica papelera en Halsey, Oregón
(Foto: Jeffrey St. Clair)

Formular el mundo

Una gran parte de nuestra ideología la heredamos de nuestros padres y profesores. Pero la ideología no es estática. Es adaptativa. Nuestros supuestos, creencias y valores cambian sutilmente con el tiempo. Y cambian a medida que cambian las necesidades de los poderosos.

Los más poderosos de entre nosotros lo son precisamente porque crean la ideología dominante, el hilo narrativo que une lo que imaginamos que es nuestra comprensión personal de por qué el mundo es como es. Por eso las élites, ya sean estatales o empresariales, dan prioridad a la captación de los principales canales de comunicación. Se aseguran de poseer y controlar los medios de comunicación.

Cuando poderosos actores externos formulan el mundo para nosotros -ya sea a través de la radiodifusión, los periódicos o los medios sociales- consiguen decidir qué es lo que importa, lo que debe priorizarse, lo que es correcto.

Este panorama es especialmente evidente en USA, donde seis empresas controlan casi todo lo que el público usamericano oye, ve y piensa, y, a través de Hollywood, gran parte de lo que el resto de nosotros pensamos también. Incluso en el Reino Unido, donde una cadena pública de confianza, la BBC, domina gran parte de la producción de los medios de comunicación, la situación no es muy diferente. Como élite corporativa que ha ido capturando cada vez más al propio Estado británico, la BBC está dirigida en su nombre. No hay más que ver a quién han nombrado presidente de la BBC recientemente.

Factores limitantes

El papel de los medios de comunicación corporativos es alterar sutilmente la ideología -la forma en la que vemos y pensamos el mundo- a partir de las necesidades más apremiantes de las corporaciones, ya que persiguen una estrategia consistente de aumentar los beneficios y acumular más riqueza.

El factor más importante que limita lo que los medios de comunicación pueden hacernos creer a nosotros mismos, el público, y la rapidez con la que pueden llevarnos a pensar en nuevos pensamientos no es la realidad física. Es el riesgo de que un cambio demasiado repentino de ideología cree demasiada disonancia cognitiva, hasta el punto de que ya no podamos mantener nuestro sistema de creencias.

La ruptura de un sistema ideológico puede manifestarse a nivel privado en una serie de estados emocionales y de salud mental, como la ansiedad y la depresión, así como la enfermedad crónica. Pero eso es algo que a las élites corporativas no les preocupa. Tales “condiciones” pueden ser medicadas, y con grandes beneficios, cuando se nos puede animar fácilmente a comprar medicamentos para nuestra enfermedad o a ir de compras para hacernos “sentir” más felices.

El verdadero problema aparece cuando la ruptura del sistema de creencias dominante es ampliamente compartida -se vuelve colectiva- y amenaza la continuidad de las élites en el poder. Ese camino lleva a la agitación política y a la revolución cuando los hechos dejan de repente de ser sólidos para convertirse en afirmaciones ideológicas dudosas, o incluso sin sentido.

Durante cientos de años, los reyes gobernaron las poblaciones europeas basándose en un supuesto “derecho divino”. Pero esa afirmación no era más absurda que la creencia actual de que nuestras élites dirigen la llamada civilización occidental basándose en un “derecho económico”: que, a través de la supervivencia del más apto económicamente, han llegado a la cima para guiar a nuestras sociedades hacia un mundo mejor y más eficiente en el que todos acabaremos finalmente prosperando.

Seguro contra el apocalipsis

La locura de nuestra realidad económica actual queda bien ilustrada por un nuevo movimiento ideológico interesado entre los superricos. Su inversión emocional en su derecho a seguir siendo inmensamente ricos es naturalmente mucho más fuerte que la inversión del resto de nosotros en que ellos sigan siendo ricos. Esta es una de las razones por las que los multimillonarios son capaces de soportar niveles mucho mayores de disonancia cognitiva a la hora de justificar la continuidad del orden económico actual.

El mayor reto ideológico al que se enfrentan los superricos es el inminente colapso climático: cómo racionalizar un sistema económico diseñado para satisfacer su hambre de beneficios, y la continuación de sus privilegios, cuando es tan evidente que está provocando ese colapso.

Algunos se han refugiado en ridículas fantasías de colegial, el equivalente a la enajenación mental de los multimillonarios. Elon Musk y Jeff Bezos están invirtiendo dinero -mientras lo compensan con los impuestos- en el escapismo de las colonias espaciales, a partir de la premisa de la misma explotación tecnológica y la monetización de la naturaleza que han estado haciendo rápidamente inhabitable nuestro propio planeta.

Otros miran en direcciones más prácticas, aunque igualmente inútiles. Reid Hoffman, cofundador de LinkedIn, ha calculado que la mitad de sus compañeros multimillonarios de Silicon Valley han comprado lo que él llama un “seguro contra el apocalipsis”, invirtiendo en islas seguras y búnkeres subterráneos de lujo. Imaginan que ese será su salvavidas cuando el sistema climático del planeta se quiebre de forma irreparable.

El “paso en falso” de la humanidad

Pero incluso estos planteamientos parecen razonables si se comparan con otra ideología en torno a la cual se agrupan los superricos y que se ha etiquetado como “largoplacismo”, una variante del movimiento de “altruismo eficaz”. Como siempre ocurre con el lenguaje utilizado por los poderosos, la realidad se invierte. La intención es engañar, tanto a ellos como a nosotros. Este nuevo culto no tiene nada de duradero ni de altruista. Es simplemente un cambio de imagen del mantra de Gordon Gekko “la codicia es buena”, aunque esté claro que esa codicia es suicida.

Enfrentados a un desastroso futuro cercano del que son supremamente responsables, los superricos desean dirigir nuestra atención hacia un futuro lejano: miles y millones de años. Al centrarse en los miles de siglos venideros, pueden distraer la atención del presente inmediato. Al fin y al cabo, no estarán para ser culpados de lo que suceda -si es que queda algo humano- dentro de 10 o 20 milenios.

Uno de sus gurús es Nick Bostrom, filósofo de la Universidad de Oxford, que ha aportado un brillo académico a esta nueva religión disfrazada de racionalismo. Sostiene que la catástrofe climática que se avecina, vista en un futuro de decenas de miles de años, no parecerá tan importante como los crímenes del imperio romano o de Gengis Khan hoy.

El sufrimiento inminente de millones o incluso miles de millones de seres humanos por el aumento del nivel del mar, los incendios forestales, las sequías y la escasez de alimentos palidece cuando se compara con la supervivencia de los pocos que volverán a sembrar el planeta, y el universo en general, con vida consciente. Con la expansión de las tecnologías que ya se están desarrollando (por parte de los multimillonarios), habrá muchos, muchos billones de futuros humanos biológicos colonizando el universo o equivalentes digitales viviendo en un mundo poshumano.

En palabras de Bostrom: “El colapso de la civilización global es, desde la perspectiva de la humanidad en su conjunto, un revés potencialmente recuperable”. O, como él dice más claramente, lo que se avecina es “una gigantesca masacre para el ser humano, un pequeño paso en falso para la humanidad”.

Superhombres digitales

Para la clase de los multimillonarios, esto es música relajante para sus oídos. El altruismo no es poner su enorme riqueza al servicio de los demás seres humanos, ni encontrar un camino hacia un futuro realmente sostenible. Es asegurar que una élite humana sobreviva al apocalipsis: los que tienen los búnkeres más profundos y las islas más remotas y elevadas. Mientras atesoren su riqueza para sobrevivir a la tormenta, podrán continuar hacia una nueva era en la que el “potencial” humano podrá desarrollarse plenamente a largo plazo.

La racionalización del largoplacismo equivale a esto: Si la tercera clase va a ahogarse mientras el barco se hunde, al menos pueden morir felices sabiendo que los pasajeros de primera clase -los grandes innovadores y empresarios, los multimillonarios- están en los botes salvavidas listos para construir de nuevo un futuro mejor para las generaciones venideras.

Por decirlo de otro modo: creer que los multimillonarios son parte del problema y que hay que exigirles que se conviertan en parte de la solución es de mentes pequeñas y egoístas. Se interpone en el camino del progreso. Corre el riesgo de impedir la supervivencia de la humanidad arrastrando a todo el mundo, negando a nuestra especie la posibilidad de un futuro glorioso y tecnológicamente mejorado con el que ahora solo podemos soñar.

Bostrom sostiene también que, si se compara con el imperativo moral de que la humanidad despliegue todo su potencial -para que se convierta en una raza superior de superhombres digitales nietzscheanos-, está justificado que se ponga freno a nuestras libertades actuales. Esto podría implicar el desarrollo de sistemas de vigilancia global más sofisticados, un mayor autoritarismo y, si es necesario, la violencia preventiva. Es difícil ver qué no podría justificarse sobre esas bases para garantizar que los “más dignos” de la humanidad sobrevivan al apocalipsis.

Bostrom se apropia incluso de un concepto clave del movimiento ecologista -que los recursos del planeta son finitos- para argumentar a favor de mantener nuestras grandes desigualdades actuales y cosificar la codicia. Si los recursos son limitados, no deberían “desperdiciarse” en “proyectos de bienestar” y filantropía para salvar a los que están a punto de recoger el torbellino del mismo sistema económico -el capitalismo- que creó la clase multimillonaria. Eso sería traicionar a los supervivientes -los superricos y otros pocos afortunados-, que necesitarán esos recursos para crear una nueva civilización construida sobre las ruinas de la actual.

La carga de los multimillonarios

Si todo esto suena a reinvención del antiguo colonialismo con un nuevo giro -la carga del hombre blanco se convierte en la carga del multimillonario- es porque surge exactamente de la misma fuente ideológica.

Dicho así puede sonar patentemente ridículo -y peligroso- para quienes no somos superricos. Pero estas ideas están impregnando ya sutilmente la cultura en general a través de las narrativas de los medios de comunicación.

El éxito a largo plazo de los superricos haciéndonos luz de gas puede medirse en el hecho de que se vea a los multimillonarios cumpliendo un papel legítimo y filantrópico en nuestras sociedades -tanto, que cada vez son más ricos- en lugar de parásitos que chupan los recursos del planeta. (Presten atención a los que tienen el cerebro tan lavado que se apresuran a defender a la clase multimillonaria, no solo acusando de envidia a los críticos sino advirtiéndonos de que no les comparemos con los parásitos).

Durante los primeros 16 meses de sufrimiento masivo provocado por la pandemia, los 2.690 multimillonarios del mundo aumentaron sus fortunas en 5,5 billones de dólares, acaparando más riqueza global de la que habían conseguido en los quince años anteriores. Y gran parte de la razón de su enriquecimiento acelerado es que los políticos occidentales y los grupos de presión empresariales -que ahora apenas se distinguen- se han asegurado de que la clase empresarial pague cada vez menos impuestos. El hecho de que esto no haya provocado un levantamiento se debe a la somatificación a que nos someten los medios de comunicación corporativos.

Pero la complacencia de los superricos es más profunda, y solo se hace más contundente en el informe de esta semana del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés). En él se advierte que los efectos de la “crisis climática” provocada por el hombre en cuanto al aumento de la temperatura y los fenómenos meteorológicos extremos son ya “irreversibles”, y que es necesario actuar urgentemente para detener el sobrecalentamiento descontrolado del planeta.

Los multimillonarios son los dueños de los medios de comunicación. Así que no es de extrañar que la advertencia del IPCC de que estamos al borde de un precipicio escribiendo la nota de suicidio de nuestra especie haya sido secundada por muchos periódicos, mientras que otros se aferraban frenéticamente a algún resquicio positivo o a los titulares de “Código Rojo” que llaman la atención pero entorpecen la mente y que son dignos de un thriller de Thomas Harris.

Y, por supuesto, incluso el IPCC evitó señalar directamente a las empresas y a sus ofuscados medios de comunicación por nuestra triste situación. Una “humanidad” generalizada y sin rostro era la culpable: “La humanidad, con sus acciones, o su falta de acción, ha recalentado inequívocamente el planeta”. Esto podría sorprender a los bosquimanos del Kalahari, a los ancianos aborígenes de Australia o a muchas tribus beduinas de Oriente Medio. ¿De verdad que todos ellos son tan culpables como Bezos o Musk?

Consumidores “astronautas”

El último informe del IPCC ha recibido una valoración más comprensiva que las conclusiones similares que publicó en 2013, cuando gran parte de los medios de comunicación sintieron la necesidad de “equilibrar” ese informe con las contrademandas de los “escépticos” del clima. Pero eso refleja sin duda el hecho de que los superricos están ahora mucho mejor posicionados para beneficiarse de las preocupaciones populares respecto al “cambio climático”. Los multimillonarios han estado invirtiendo en lo que nos han convencido de que son tecnologías verdes que salvan el planeta. Han diversificado sus carteras para rentabilizar nuestros temores. Nos han convencido de que podemos consumir (más éticamente) para salir de esta “crisis”.

Los indicios de que el mensaje más profundo del IPCC no está atravesando la ofuscación de los medios de comunicación son claros.

Nadie aborrece a Richard Branson y a sus ricos clientes “astronautas” por despilfarrar muchos millones en unos segundos en el espacio cuando los plásticos ahogan los océanos, los insectos están desapareciendo y los bosques en llamas no están almacenando sino vertiendo carbono en la atmósfera.

En cambio, la BBC informa de forma acrítica acerca de la justificación ecológica de Branson para el enorme despilfarro de recursos -y la adición de aún más carbono a la atmósfera- que supone enviar a los ricos al espacio:

¿Por qué no iban a ir al espacio? El espacio es extraordinario; el Universo es magnífico. Quiero que la gente pueda mirar a nuestra hermosa Tierra y volver a casa y trabajar muy duro para intentar hacer hasta magia para su cuidado.

Del mismo modo, la interminable charla de Bezos sobre la colonización del espacio es tratada con seriedad en lugar de recibirla con la única respuesta racional: repugnancia. Tanto porque Bezos está desviando la atención de una crisis del mundo real con una fantasía absurda de la que, si él y sus compañeros multimillonarios se salen con la suya nadie va a estar para poder beneficiarse, como porque sus ideas de colonización del espacio son una prueba de su deseo de deslocalizarnos al resto de nosotros en cilindros que floten en el espacio para convertirnos en el equivalente humano de los pollos en batería o, si su ambición es más limitada, para que él y su séquito puedan huir del mismo planeta en cuya destrucción han desempeñado un papel clave.

Bombillas y bicicletas

Pero hay otras formas por las que el discurso sobre el colapso del clima está manipulándose gradualmente para ayudar a los superricos.

Durante décadas, el interés de los medios de comunicación a la hora de abordar el colapso climático ha ido estrechamente relacionado con los intereses de la élite empresarial. Primero se ignoró la ciencia -algo evidente hace más de medio siglo, incluso para las empresas de combustibles fósiles- porque no era buena para el negocio. Después, durante la década de 2000, la preocupación por el medio ambiente se convirtió en un nicho de interés entre los medios de comunicación más liberales, que promovían ir al trabajo en bicicleta y las bombillas de bajo consumo para salvar a los osos polares, acciones que eran responsabilidad del consumidor individual. Al mismo tiempo, se podía sacar provecho de los beneficios del cambio climático: los veranos más cálidos en países templados como el Reino Unido significarían nuevas oportunidades para el cultivo de vino y para la economía del turismo local.

Las élites corporativas fueron ganando tiempo mientras sus medios de comunicación discrepaban ostensiblemente sobre la gravedad del cambio climático y ofrecían, en el mejor de los casos, una cobertura que lo enmarcaba en una crisis lejana a la que tendrían que enfrentarse nuestros nietos. Pero, cuando el flujo de fenómenos meteorológicos extremos llegó al aquí y al ahora y ya no pudo descartarse como una aberración, los multimillonarios estaban preparados. Se habían reinventado a sí mismos como guardianes del futuro, se diversificaron en tecnologías supuestamente verdes, tecnologías diseñadas para continuar y expandir nuestro consumismo destructor del planeta en lugar de frenarlo.

Incluso algunas de las respuestas preferidas de los Estados occidentales ante la pandemia -vida socialmente distanciada, cada vez más como seres digitales online, combinada con el capitalismo de vigilancia y el aumento de los poderes de la policía- presagian de forma inquietante las fantasías “a largo plazo” de los superricos. No responde a un mero pensamiento conspirativo el hecho de desconfiar de dónde puede llevarnos la adaptación ideológica, especialmente porque las corporaciones controlan nuestros medios de comunicación y tienen el poder de imponer el consenso silenciando a cualquiera, incluso a los expertos, que desafíe la ideología dominante que sirve a los intereses de los superricos.

El discurso público se hace también eco del pensamiento de los multimillonarios en otros aspectos. Nos hemos apresurado a pasar de la etapa de un reconocimiento adecuado de las causas de la catástrofe climática en desarrollo al equivalente global del juego de las sillas de los niños. Si los superricos están considerando dónde construir sus búnkeres, y qué islas comprar o planetas colonizar para escapar del colapso que se avecina, a nosotros nos están condicionando también para que pensemos en términos igualmente desquiciados, aunque a un precio rebajado. Nuevos estudios evalúan los países mejor situados para capear la catástrofe climática. Al parecer, los ganadores serán Nueva Zelanda, Islandia, el Reino Unido, Irlanda y Tasmania. 

Hace cuatro años, el periódico Independent, supuestamente liberal, ofrecía, con rostro impasible, un artículo de viajes ecoporno que sugería “25 lugares que deberías visitar antes de que desaparezcan de la faz de la Tierra”. Ahora, y tan solo unos pocos años después, estamos jugando al juego inverso: ¿dónde podemos refugiarnos que estemos más a salvo mientras el mundo desaparece? Se trata de una disonancia cognitiva en toda regla.

Incluso cuando se aborda el cambio climático en los llamados medios corporativos “liberales”, el lenguaje que se utiliza corrompe nuestra capacidad de pensar. Se nos dice que debemos ponernos en “pie de guerra” para afrontar la crisis. Se hacen comparaciones positivas con la respuesta de emergencia a la pandemia, como si la producción agotadora y contaminante de interminables mascarillas desechables y tubos de plástico para pruebas de flujo lateral y una nueva obsesión por la higiene ofrecieran algún tipo de modelo para una revolución verde. E incluso el New Deal verde se promueve en los términos del New Deal de Roosevelt para impulsar el consumo en la década de 1930.

La realidad es que solo podemos salvar a nuestra especie -suponiendo que a estas alturas pueda salvarse- transformando radicalmente nuestras sociedades: acabando con la desigualdad, criminalizando la codicia, despojando a los multimillonarios, nacionalizando las empresas, haciendo que las economías y los sistemas políticos estén mucho más localizados, introduciendo una verdadera responsabilidad democrática, aboliendo los medios de comunicación corporativos, financiando el pensamiento crítico en nuestro sistema educativo, y tantas otras cosas.

Estas son las condiciones mínimas y urgentes para que nuestra especie se adapte a un futuro en el que no experimentemos un calentamiento global desbocado. Y, sin embargo, no aparecen en parte alguna de nuestros discursos políticos o mediáticos. Y eso hay que agradecérselo a los multimillonarios y a sus fantasías de búnkeres y colonias espaciales.

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