John
Feffer, Foreign Policy in Focus,
1/12/2021
Traducido del inglés por Sinfo Fernández, Tlaxcala
La victoria de
Xiomara Castro en Honduras es señal de que la región está preparada para salir
de su década perdida.
Tras la marea rosa de la política progresista llegó una marea marrón de reacción.
Los últimos años de gobierno en América Latina han apestado a corrupción, represión y degradación ambiental. Pasarán a la historia como la Década de las Cloacas, gracias a Jair Bolsonaro de Brasil, Iván Duque de Colombia, Daniel Ortega de Nicaragua, Nayib Bukele de El Salvador, Jeanine Áñez de Bolivia y Juan Orlando Hernández de Honduras.
Varios de estos líderes siguen en el cargo. Y los chilenos también pueden sumergirse en las aguas residuales si eligen al populista de derechas José Antonio Kast, que fue el más votado en la primera vuelta de las elecciones presidenciales del mes pasado.
Pero, a pesar de Chile, puede que por fin veamos algo de luz al final de este particular túnel de aguas residuales.
Esta semana, Xiomara Castro obtuvo una victoria decisiva en las elecciones presidenciales de Honduras, poniendo fin al desastroso reinado de doce años de un régimen antidemocrático y narcotraficante aliado de Estados Unidos. Como antídoto a esta década perdida, Castro ofrece un programa descaradamente socialista, feminista y anticorrupción. También ha prometido crear un gobierno de unidad nacional.
Construir la unidad nacional no va a ser fácil en uno de los países más pobres de América Latina, donde una élite rica sigue controlando todos los resortes del poder. El golpe de Estado que derrocó al presidente de izquierdas Manuel Zelaya hace una docena de años dividió a la sociedad hondureña en otro eje. Xiomara Castro es la esposa de Zelaya, así que está bastante claro de qué lado de ese cisma se encuentra.
Sin embargo, antes de que pueda hacer algo más, Castro tiene que acabar con el poder de los narcotraficantes que han convertido a Honduras en un narcoestado muy eficiente.
La droga somos nosotros
El pasado mes de marzo, Juan Antonio Hernández fue condenado en un tribunal estadounidense a cadena perpetua más 30 años por introducir 185 toneladas de cocaína en Estados Unidos. También se le impuso una multa de 158 millones de dólares.
Hernández es el hermano del presidente hondureño saliente, Juan Orlando Hernández, que hizo todo lo posible, incluso contratar una empresa de lobby en Washington por al menos medio millón de dólares, para que su hermano fuera absuelto.
No se trataba solo de solidaridad fraternal. Iba también en interés propio.
En The New Yorker, John Lee Anderson describe el caso presentado por la fiscalía, que finalmente tuvo éxito: Juan Antonio Hernández
utilizó millones de dólares procedentes de la venta de drogas para financiar las elecciones de su partido; en nombre de su hermano, el presidente, había aceptado un soborno de un millón de dólares de Joaquín (El Chapo) Guzmán, el jefe del cártel de Sinaloa. El fiscal principal calificó a Hernández de “personaje excepcionalmente malvado, que, junto con su hermano, está en el centro de años de tráfico de drogas patrocinado por el Estado”. Su comportamiento criminal, dijo el fiscal, ha convertido a Honduras “en uno de los principales puntos de transbordo de cocaína en el mundo” y “uno de los lugares más violentos del mundo”.
El presidente hondureño saliente ha declarado su propia inocencia, aunque eso era cada vez más difícil de mantener ante la evidencia de que sus iniciales podían encontrarse en la documentación financiera de la empresa de la droga. Como presidente, Hernández había prometido cooperar con Estados Unidos en su guerra contra las drogas. Tal vez los funcionarios estadounidenses deberían haber aclarado de qué lado pensaba luchar el presidente: del lado del gobierno estadounidense o del lado de los distribuidores de drogas en Estados Unidos.
Hernández no es el único político que ha sido acusado de tal colusión. Otro candidato en la carrera presidencial, Yani Rosenthal, cumplió tres años de prisión en Estados Unidos tras declararse culpable de blanqueo de dinero para el cártel de la droga de los Cachiros. El expresidente hondureño Porfirio Lobo también trabajó mano a mano con el clan de los Cachiros, lo que en última instancia obligó al gobierno de Biden a emitir una prohibición de viaje este verano contra Lobo y su familia. Fue un momento especialmente embarazoso para Joe Biden, que había sido vicepresidente cuando Barack Obama proclamó el “fuerte compromiso de Lobo con la democracia” al dar prematuramente la bienvenida a Honduras al club de las naciones democráticas.
El gobierno hondureño sí libró una guerra contra las drogas, pero solo en la medida en que la policía eliminó a los capos de la droga que competían con los narcos elegidos por el Estado. El jefe de policía de Lobo, apodado El Tigre, ha sido acusado de múltiples ejecuciones extrajudiciales y se enfrenta a una vida entre rejas si Honduras consigue extraditarlo a Estados Unidos.
Dada su ubicación entre Colombia y México, Honduras se convirtió en un lugar lógico para el transbordo de cocaína. En un momento dado, se calcula que el 80% de la cocaína destinada a Estados Unidos pasaba por el país. Ese tráfico ha disminuido, pero ahora Honduras está ascendiendo en la cadena de suministro de valor añadido al procesar más coca cruda para convertirla en cocaína.
Si Castro, como presidenta entrante, puede empezar a reducir el tráfico de drogas -sin que la maten o la derroquen en un golpe de Estado-, podrá empezar a abordar los otros dos grandes problemas del país: la desesperación económica y la asombrosa salida de inmigrantes.
Aproximadamente tres de cada cuatro hondureños viven en el umbral de la pobreza o por debajo de él. Solo Guatemala tiene un historial peor en América Latina. La población rural está especialmente afectada, la clase media hondureña es minúscula y la COVID-19 revirtió el modesto crecimiento económico que el país había experimentado en los últimos años.
Los hondureños representaron un número desproporcionado de los migrantes centroamericanos que fluyeron hacia México entre 2018 y 2021. Además de todos los que ya han partido, uno de cada cinco hondureños ha expresado su deseo de abandonar el país. ¿Quién puede culparlos? Si no están escapando de la pobreza extrema o de la extraordinaria violencia de las pandillas y del gobierno, los hondureños quieren irse por el clima extremo exacerbado por el cambio climático.
En 2020, la doble sacudida de los huracanes Eta e Iota mató a 98 personas y causó daños por valor de casi 2.000 millones de dólares. Como dijo un residente de una comunidad rural a The Guardian: “Tengo las maletas hechas, listas para irme. No podemos vivir así. No hay futuro para nosotros aquí”.
Esperanza en otros lugares de la región
En la marea marrón de la reacción en América Latina, Jair Bolsonaro es la montaña de grasa, una monstruosa acumulación de excesos personales, corrupción política y peligro ambiental. Durante su mandato como presidente brasileño, Bolsonaro ha presidido un trágico mal manejo de la COVID, el mismo tipo de mala conducta financiera que prometió eliminar, y una extraordinaria destrucción de la Amazonía. En el momento en que el líder brasileño firmaba el compromiso de deforestación en Glasgow el mes pasado, estaba retrasando la publicación de un informe que mostraba que la destrucción de la Amazonia había aumentado un 22% en el último año.
Pero la buena noticia es que la popularidad de Bolsonaro ha caído precipitadamente. En una encuesta de septiembre, casi el 60% de los encuestados dijo que no votaría por él “bajo ninguna circunstancia”. Y Lula, el expresidente e incondicional de la izquierda, tiene actualmente una ventaja de 20 puntos en las encuestas de cara a las elecciones de octubre próximo. Por supuesto, un año es mucho tiempo, y de vez en cuando Bolsonaro revela coquetamente su carta de triunfo, es decir, un golpe de Estado para mantenerse en el poder.
El año pasado, Bolivia proporcionó a la región un ejemplo de cómo hacer retroceder un golpe de Estado cuando el partido del líder exiliado Evo Morales obtuvo una victoria aplastante en las elecciones de octubre. La primavera pasada, la presidenta interina Jeanine Áñez y varios de sus ministros fueron detenidos y acusados de terrorismo y de liderar un golpe de Estado.
Ecuador dio un giro a la derecha en las elecciones de la pasada primavera, ya que los votantes apoyaron por poco al candidato conservador Guillermo Lasso. Pero el acontecimiento más importante, al menos para el futuro a largo plazo del país, ha sido el éxito del partido indígena Pachakutik, que ganó el control de la mitad de los estados en su camino a convertirse en el segundo partido más poderoso del Congreso. Pachakutik no solo rechaza enérgicamente la discriminación que han sufrido los indígenas de Ecuador, sino que también adopta una serie de reformas sociales progresistas y tiene un sólido programa medioambiental que gira en torno al Sumak Kawsay o “vida en plenitud”, que se cruza con el movimiento del “buen vivir” en toda la región.
Perú esquivó una bala a principios de este año cuando los votantes rechazaron por poco a Keiko Fujimori, la hija derechista del líder caído en desgracia Alberto Fujimori. El nuevo presidente Pedro Castillo, de origen humilde y que ascendió como sindicalista, ha presentado una plataforma de izquierda tradicional que pretende utilizar el Estado para levantar a las comunidades marginadas. Pero Castillo es un conservador social -se opone al aborto y al matrimonio entre personas del mismo sexo- y ha formado un gobierno políticamente mixto, que puede permitirle mantenerse en el poder durante más tiempo que sus predecesores. Después de todo, es el quinto presidente de Perú en cinco años.
No todo es color de rosa en la región. Mediante el fraude y la intimidación, Daniel Ortega se ha convertido en el líder vitalicio de Nicaragua. Nicolás Maduro sigue gobernando el Estado fallido de Venezuela. Los derechistas siguen al mando en Colombia, Guatemala y Paraguay.
Pero la victoria de Xiomara Castro en Honduras, la de Pedro Castillo en Perú y el aumento de poder de Pachakutik en Ecuador apuntan a un futuro diferente para América Latina, menos corrupto, más sensible a las necesidades económicas y a los imperativos medioambientales, y más atento a las realidades de las comunidades indígenas. Estos nuevos líderes tienen mucho trabajo que hacer para limpiar los establos de Augías en los que se han instalado los autoritarios y los populistas de extrema derecha de América Latina, que han llenado de montañas de excrementos. Pero el primer paso, que los votantes de Honduras acaban de dar, es dejar de sobrecargar el sistema de gestión de residuos.
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