23/01/2022

Alfred W. McCoy
El anillo de fuego de Eurasia

Alfred W. McCoy, TomDispatch.com, 16/01/22
Traducido del inglés por
Sinfo Fernández, Tlaxcala

La épica lucha por el epicentro del poder mundial de USA

James Ferguson

A lo largo de 2021 los estadounidenses estuvieron absortos en discusiones sobre la obligación de llevar mascarilla, el cierre de las escuelas y el significado del ataque del 6 de enero al Capitolio. Mientras tanto, los focos geopolíticos estallaban en toda Eurasia, formando un verdadero anillo de fuego alrededor de esa vasta masa de tierra.

Demos la vuelta a ese continente para visitar solo algunos de esos focos, cada uno de ellos cargado de significado para el futuro del poder global de Estados Unidos.

En la frontera con Ucrania, 100.000 soldados rusos se concentraban con tanques y lanzacohetes, preparados para una posible invasión. Mientras tanto, Pekín firmaba un acuerdo de 400.000 millones de dólares con Teherán para intercambiar la construcción de infraestructuras por petróleo iraní. Este intercambio podría ayudar a convertir a ese país en el futuro centro ferroviario de Asia Central, al tiempo que proyectaría el poder militar de China hacia el Golfo Pérsico. Al otro lado de la frontera iraní, en Afganistán, los guerrilleros talibanes entraban en Kabul, poniendo fin a 20 años de ocupación estadounidense en un frenético despliegue de vuelos de enlace para más de 100.000 aliados afganos derrotados.

Más al este, en lo alto del Himalaya, los ingenieros del ejército indio estaban cavando túneles y colocando artillería para evitar futuros enfrentamientos con China. En el golfo de Bengala, una docena de barcos de Australia, India, Japón y Estados Unidos, encabezados por el superportaaviones USS Carl Vinson, realizaban ejercicios de artillería en vivo, como práctica para una posible guerra futura con China.

Mientras tanto, una sucesión de buques navales estadounidenses atravesaba continuamente el Mar de China Meridional, bordeando las bases insulares chinas en él y anunciando que ninguna protesta de Pekín “nos va a disuadir”. Justo al norte, los destructores estadounidenses, denunciados por China, navegaban regularmente por el Estrecho de Taiwán; mientras que unos 80 cazas chinos entraban en tropel en la zona de seguridad aérea de esa isla en disputa, hecho que Washington condenó como “actividad militar provocativa”.

Alrededor de la costa de Japón, una flotilla de diez buques de guerra chinos y rusos surcaba agresivamente las aguas que antes eran prácticamente propiedad de la VII Flota de Estados Unidos. Y en los gélidos océanos del Ártico, muy al norte, gracias al calentamiento radical del planeta y al retroceso de los hielos marinos, una creciente flota de rompehielos chinos maniobraba con sus homólogos rusos para abrir una “ruta de la seda polar”, con la que posiblemente se apoderó del techo del mundo.

Aunque se ha podido leer sobre casi todo esto en los medios de comunicación estadounidenses, a veces con gran detalle, aquí nadie ha intentado conectar esos puntos transcontinentales para descubrir su significado más profundo. Los líderes de nuestra nación no lo han hecho mucho mejor y hay una razón para ello. Como explico en mi reciente libro, To Govern the Globe, tanto las élites políticas liberales como las conservadoras del corredor de poder Nueva York-Washington han estado en la cima del mundo durante tanto tiempo que no recuerdan ya cómo llegaron allí.

A finales de la década de 1940, tras una catastrófica guerra mundial que dejó unos 70 millones de muertos, Washington construyó un potente aparato de poder global, gracias en gran medida a su cerco a Eurasia tanto a través de bases militares como del comercio global. Estados Unidos también creó un nuevo sistema de gobierno mundial, ejemplificado en las Naciones Unidas, que no solo aseguraría su hegemonía sino que también -o eso se esperaba entonces- fomentaría una era de paz y prosperidad sin precedentes.

Sin embargo, tres generaciones más tarde, cuando el populismo, el nacionalismo y el antiglobalismo agitaron el discurso público, muy pocos en Washington, sorprendentemente, se molestaron en defender su orden mundial de forma significativa. Y son menos los que todavía tienen algún conocimiento real de la geopolítica -esa resbaladiza mezcla de armamento, tierras ocupadas, gobernantes subordinados y logística- que ha sido el kit de herramientas esencial de todo líder imperial para el ejercicio efectivo del poder global.

Así que hagamos lo que los expertos en política exterior de nuestro país, dentro y fuera del gobierno, no han hecho y examinemos los últimos acontecimientos en Eurasia a través del prisma de la geopolítica y la historia. Si lo hacemos, comprenderemos cómo estos acontecimientos, y las fuerzas más profundas que representan, son precursores de un declive sin paralelo del poder global estadounidense.


Eurasia como epicentro del poder en el planeta Tierra

En los 500 años transcurridos desde que la exploración europea puso por primera vez a los continentes en contacto continuo, el ascenso de cada poder hegemónico global ha requerido una cosa por encima de todas las demás: el dominio sobre Eurasia. Del mismo modo, su declive ha ido invariablemente acompañado de una pérdida de control sobre esa vasta masa terrestre. Durante el siglo XVI, las potencias ibéricas, Portugal y España, libraron una lucha conjunta para controlar el comercio marítimo de Eurasia luchando contra el poderoso imperio otomano, cuyo líder era entonces el califa del islam. En 1509, frente a las costas del noreste de la India, hábiles artilleros portugueses destruyeron una flota musulmana a base de letales cañonazos, estableciendo el dominio de ese país sobre el océano Índico durante un siglo. Mientras tanto, los españoles utilizaron la plata que habían extraído de sus nuevas colonias en América para una costosa campaña destinada a frenar la expansión musulmana en el mar Mediterráneo. Su culminación: la destrucción en 1571 de una flota otomana de 278 barcos en la épica batalla de Lepanto.

El dominio de Gran Bretaña sobre los océanos comenzó con un histórico triunfo naval sobre una flota combinada franco-española frente al cabo de Trafalgar en 1805, y solo terminó cuando, en 1942, una guarnición británica de 80.000 hombres rindió su aparentemente inexpugnable bastión naval de Singapur a los japoneses, una derrota que Winston Churchill calificó como “el peor desastre y la mayor capitulación de la historia británica”.

Como todos los poderes hegemónicos imperiales del pasado, el poder global de Estados Unidos ha descansado igualmente en el dominio geopolítico sobre Eurasia, que alberga ahora el 70% de la población y la productividad del mundo. Después de que la alianza del Eje de Alemania, Italia y Japón fracasara en la conquista de esa vasta masa de tierra, la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial permitió a Washington, como dijo el historiador John Darwin, construir su “imperio colosal... a una escala sin precedentes”, convirtiéndose en la primera potencia de la historia en controlar los puntos axiales estratégicos “en ambos extremos de Eurasia”.

A principios de la década de 1950, Iósif Stalin y Mao Zedong forjaron una alianza chino-soviética que amenazaba con dominar el continente. Sin embargo, Washington contraatacó con una hábil táctica geopolítica que, durante los siguientes 40 años, consiguió “contener” a esas dos potencias tras un “telón de acero” que se extendía 8.000 kilómetros a través de la vasta masa terrestre euroasiática.

Como primer paso fundamental, Estados Unidos formó la alianza de la OTAN en 1949, estableciendo importantes instalaciones militares en Alemania y bases navales en Italia para asegurar el control del lado occidental de Eurasia. Tras su derrota de Japón, como nuevo señor del mayor océano del mundo, el Pacífico, Washington dictó los términos de cuatro pactos clave de defensa mutua en la región con Japón, Corea del Sur, Filipinas y Australia, obteniendo así una amplia gama de bases militares a lo largo del litoral del Pacífico que asegurarían el extremo oriental de Eurasia. Para unir los dos extremos axiales de esa vasta masa de tierra en un perímetro estratégico, Washington rodeó el borde sur del continente con sucesivas cadenas de acero, incluyendo tres flotas navales, cientos de aviones de combate y, más recientemente, una cadena de 60 bases de aviones no tripulados que se extienden desde Sicilia hasta la isla de Guam en el Pacífico.

Con el bloque comunista encerrado tras el Telón de Acero, Washington se sentó a esperar que sus enemigos de la Guerra Fría se autodestruyeran, como así fue. En primer lugar, la ruptura sino-soviética en la década de 1960 hizo añicos su control sobre el corazón de Eurasia. A continuación, la desastrosa intervención soviética en Afganistán en la década de 1980 hizo estragos en el Ejército Rojo y precipitó la desintegración de la Unión Soviética.

Sin embargo, después de esos pasos iniciales -oh, tan estratégicos-  para capturar los extremos axiales de Eurasia, el propio Washington tropezó esencialmente durante gran parte del resto de la Guerra Fría con errores garrafales como la catástrofe de bahía de Cochinos en Cuba y la desastrosa guerra de Vietnam en el sudeste asiático. No obstante, al final de la Guerra Fría, en 1991, el ejército estadounidense se había convertido en un gigante mundial con 800 bases en el extranjero, una fuerza aérea de 1.763 cazas, más de mil misiles balísticos y una armada de casi 600 buques, incluidos 15 grupos de combate de portaaviones nucleares, todo ello conectado por el único sistema global de satélites de comunicaciones del mundo. Durante los próximos 20 años, Washington disfrutaría de lo que el secretario de Defensa de la era Trump, James Mattis, denominó “superioridad incontestable o dominante en todos los dominios operativos. En general, podríamos desplegar nuestras fuerzas cuando quisiéramos, reunirlas donde quisiéramos y operar como quisiéramos”.

Los tres pilares del poder global de Estados Unidos

A finales de la década de 1990, en la cúspide absoluta de la hegemonía mundial de Estados Unidos, el consejero de Seguridad Nacional del presidente Jimmy Carter, Zbigniew Brzezinski, mucho más astuto como analista de sillón que como profesional real de la geopolítica, lanzó una severa advertencia sobre los tres pilares del poder necesarios para preservar el control global de Washington. En primer lugar, Estados Unidos debía evitar la pérdida de su estratégica “posición en la periferia occidental” de Eurasia. A continuación, debía bloquear el ascenso de “una única entidad asertiva” en el enorme “espacio intermedio” de Asia Central. Y, por último, debía impedir “la expulsión de Estados Unidos de sus bases en alta mar” a lo largo del litoral del Pacífico.

Embriagados por el excitante elixir del poder mundial ilimitado tras la implosión de la Unión Soviética en 1991, las élites de la política exterior de Washington tomaron decisiones cada vez más dudosas que condujeron a un rápido declive del dominio de su país. En un acto de suprema arrogancia imperial, nacido de la creencia de que se encontraban triunfalmente en el “fin de la historia” estadounidense, los neoconservadores republicanos de la administración del presidente George W. Bush invadieron y ocuparon primero Afganistán y luego Iraq, convencidos de que podían rehacer todo el Gran Oriente Medio, cuna de la civilización islámica, a imagen y semejanza de Estados Unidos, secular y de libre mercado (con el petróleo como pago). Tras un gasto de casi 2 billones de dólares solo en operaciones en Iraq y casi 4.598 muertes de militares estadounidenses, todo lo que Washington dejó atrás fueron los escombros de las ciudades en ruinas, más de 200.000 muertos iraquíes y un gobierno en Bagdad en deuda con Irán. La historia oficial del ejército estadounidense sobre esa guerra llegó a la conclusión de que “un Irán envalentonado y expansionista parece ser el único vencedor”.

Mientras tanto, China pasó esas mismas décadas construyendo industrias que la convertirían en el taller del mundo. En un gran error de cálculo estratégico, Washington admitió a Pekín en la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 2001, confiando extrañamente en que una China obediente, que alberga a casi el 20% de la humanidad y que históricamente es la nación más poderosa del mundo, se incorporaría de alguna manera a la economía global sin cambiar el equilibrio de poder. “En todo el espectro ideológico”, como escribieron más tarde dos exfuncionarios de la administración Obama, “en la comunidad de política exterior de Estados Unidos compartíamos la creencia subyacente de que el poder y la hegemonía de Estados Unidos podrían moldear fácilmente a China a su gusto”. De forma un poco más contundente, el exasesor de seguridad nacional H.R. McMaster llegaba a la conclusión de que Washington había dado poder a “una nación cuyos líderes estaban decididos no solo a desplazar a Estados Unidos en Asia, sino también a promover un modelo económico y de gobierno rival a nivel mundial”.

Durante los 15 años posteriores a su ingreso en la OMC, las exportaciones de Pekín a Estados Unidos se multiplicaron casi por cinco, hasta alcanzar los 462.000 millones de dólares, mientras que, en 2014, sus reservas de divisas pasaron de apenas 200.000 millones de dólares a la cifra sin precedentes de 4 billones, un vasto tesoro que utilizó para lanzar su billonaria “Iniciativa del Cinturón y la Ruta” (BRI, por sus siglas en inglés), destinada a unir económicamente Eurasia mediante infraestructuras de nueva construcción. En el proceso, Pekín comenzó una demolición sistemática de los tres pilares del poder geopolítico de Estados Unidos según Brzezinski.

El primer pilar: Europa

Pekín ha conseguido su éxito más sorprendente hasta ahora en Europa, durante mucho tiempo un bastión clave del poder global estadounidense. Como parte de una cadena de 40 puertos comerciales que ha estado construyendo o reconstruyendo alrededor de Eurasia y África, Pekín ha comprado importantes instalaciones portuarias en Europa, incluyendo la propiedad absoluta del puerto griego del Pireo y acciones significativas en los de Zeebrugge en Bélgica, Rotterdam en los Países Bajos, y Hamburgo en Alemania.

Tras una visita de Estado del presidente chino Xi Jinping en 2019, Italia se convirtió en el primer miembro del G-7 en unirse oficialmente al acuerdo BRI, cediendo posteriormente una parte de sus puertos en Génova y Trieste. A pesar de las enérgicas objeciones de Washington, en 2020 la Unión Europea y China también concluyeron un proyecto de acuerdo de servicios financieros que, cuando se finalice en 2023, integrará más plenamente sus sistemas bancarios.

Mientras China construye puertos, vías férreas, carreteras y centrales eléctricas en todo el continente, su aliado ruso sigue dominando el mercado energético europeo y está a pocos meses de inaugurar su controvertido gasoducto Nord Stream 2 bajo el mar Báltico, que garantiza el aumento de la influencia económica de Moscú. Mientras el enorme proyecto del gasoducto se acercaba a su finalización el pasado mes de diciembre, el presidente ruso Putin intensificó las presiones sobre la OTAN con una lista de demandas “extravagantes”, que incluían una garantía formal de que Ucrania no sería admitida en la alianza, la retirada de toda la infraestructura militar instalada en Europa del Este desde 1997 y la prohibición de futuras actividades militares en Asia Central.

En un juego de poder que no se había visto desde que Stalin y Mao unieron sus fuerzas en la década de 1950, la alianza entre la cruda fuerza militar de Putin y la implacable presión económica de Xi podría estar alejando lentamente a Europa de Estados Unidos. Para complicar la posición de Estados Unidos, la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea le costó a Washington su defensor más contundente dentro de los laberínticos corredores de poder de Bruselas.

Y mientras Bruselas y Washington se distancian, Pekín y Moscú no hacen más que acercarse. A través de empresas energéticas conjuntas, maniobras militares y cumbres periódicas, Putin y Xi están reeditando la alianza Stalin-Mao, una asociación estratégica en el corazón de Eurasia que podría, al final, romper las cadenas de acero de Washington que se han extendido durante mucho tiempo desde Europa del Este hasta el Pacífico.

El segundo pilar: Asia Central

En el marco de su audaz plan BRI para fusionar Europa y Asia en un bloque económico euroasiático unitario, Pekín ha atravesado Asia Central con toda una maraña de acero de ferrocarriles y oleoductos, derribando de hecho el segundo pilar del poder geopolítico de Brzezinski: que Estados Unidos debe bloquear el ascenso de “una entidad única asertiva” en el vasto “espacio intermedio” del continente. Cuando el presidente Xi anunció por primera vez la Iniciativa de la Franja y la Ruta en la Universidad Nazarbayev de Kazajistán en septiembre de 2013, habló de ampliamente sobree “conectar el Pacífico y el Mar Báltico”, al tiempo que construía “el mayor mercado del mundo con un potencial sin parangón”.

En la década que ha transcurrido desde entonces, Pekín ha puesto en marcha un audaz diseño para superar las enormes distancias que históricamente separaban a Asia y Europa. A partir de 2008, la Corporación Nacional de Petróleo de China colaboró con Turkmenistán, Kazajstán y Uzbekistán para poner en marcha un gasoducto Asia Central-China que acabará extendiéndose por más de 6.000 kilómetros. De hecho, en 2025 debería haber una red energética interior integrada que incluya la extensa red de gasoductos de Rusia, que alcanzaría los 10.000 kilómetros desde el Báltico hasta el Pacífico.

La única barrera real a la apuesta de China de capturar el vasto “espacio intermedio” de Eurasia era la ya finalizada ocupación estadounidense de Afganistán. Para unir los yacimientos de gas de Asia Central con los mercados hambrientos de energía del sur de Asia, se anunció en 2018 el gasoducto TAPI (Turkmenistán-Afganistán-Pakistán-India), pero el progreso a través del crítico sector afgano se vio frenado por la guerra en ese país. Sin embargo, en los meses previos a la toma de Kabul, diplomáticos talibanes se presentaron en Turkmenistán y China para ofrecer garantías sobre el futuro del proyecto. Desde entonces, el plan se ha reactivado, abriendo el camino a la inversión china, que podría completar su captura de Asia Central.

El tercer pilar: el litoral del Pacífico

El punto más volátil de la gran estrategia de Pekín para romper el control geopolítico de Washington sobre Eurasia se encuentra en las disputadas aguas entre la costa china y el litoral del Pacífico, que los chinos llaman “la primera cadena de islas”. Mediante la construcción de media docena de bases insulares propias en el Mar de China Meridional desde 2014, pululando por Taiwán y el Mar de China Oriental con repetidas incursiones de aviones de combate y la realización de maniobras conjuntas con la armada de Rusia, Pekín ha estado llevando a cabo una campaña implacable para iniciar lo que Brzezinski llamó “la expulsión de Estados Unidos de sus bases en alta mar” a lo largo de ese litoral del Pacífico.

A medida que la economía china crece y sus fuerzas navales también, el fin del dominio de Washington durante décadas sobre esa vasta extensión oceánica puede estar en el horizonte. Por un lado, China puede alcanzar en algún momento la supremacía en ciertas tecnologías militares críticas, como las comunicaciones por satélite superseguras de “entrelazamiento cuántico” y los misiles hipersónicos. El pasado mes de octubre, el presidente del Estado Mayor Conjunto de Estados Unidos, el general Mark Milley, calificó el reciente lanzamiento de un misil hipersónico por parte de China como “muy próximo” a “un momento Sputnik”. Mientras que las pruebas estadounidenses de este tipo de armas, que pueden volar a más de 6.500 kilómetros por hora, han fracasado en repetidas ocasiones, China puso en órbita con éxito un prototipo cuya velocidad y trayectoria furtiva hacen que los portaaviones estadounidenses sean considerablemente más difíciles de defender.

Pero la clara ventaja de China en cualquier lucha sobre esa primera cadena de islas del Pacífico es simplemente la distancia. Una flota de combate de dos superportaaviones estadounidenses que operara a 8.000 kilómetros de Pearl Harbor podría desplegar, en el mejor de los casos, 150 cazas. En cualquier conflicto a menos de 300 kilómetros de la costa china, Pekín podría utilizar hasta 2.200 aviones de combate, así como misiles “asesinos de portaaviones” DF-21D, cuyo alcance de 1.500 kilómetros los convierte, según fuentes de la Marina estadounidense, en “una grave amenaza para las operaciones de las marinas estadounidenses y aliadas en el Pacífico occidental”.

La tiranía de la distancia, en otras palabras, significa que la pérdida por parte de Estados Unidos de esa primera cadena de islas, junto con su ancla axial en el litoral del Pacífico de Eurasia, debería ser solo cuestión de tiempo. 

En años venideros, a medida que se produzcan más incidentes de este tipo en el anillo de fuego de Eurasia, los lectores podrán insertarlos en su propio modelo geopolítico, un medio útil, incluso esencial, para entender un mundo que cambia rápidamente. Y mientras lo hacen, recuerden que la historia no ha terminado nunca, mientras que la posición de Estados Unidos en ella está rehaciéndose ante nuestros ojos.

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