Traducido por Fausto Giudice, Tlaxcala
Como premisa, cabe señalar que el término “racismo”, en singular, es preferible a “racismos”, si queremos captar el carácter unitario del concepto, más allá de las variaciones históricas y empíricas del fenómeno. Paradójicamente, para nombrar tal sistema, nos vemos obligad@s a utilizar un lema cuya etimología remite a la creencia en la existencia de “razas”, criticada y luego abandonada por buena parte de las mismas ciencias sociales y biológicas que habían contribuido a su elaboración. “Raza” es, de hecho, una seudocategoría tan infundada como paradójica, ya que se basa en el postulado que establece una relación determinista entre las características somáticas, físicas y genéticas y las psicológicas, intelectuales, culturales y sociales.
En resumen, el racismo puede definirse como un sistema de creencias, representaciones, normas, discursos, comportamientos, prácticas, actos políticos y sociales, destinad@s a desvalorizar, estigmatizar, discriminar, inferiorizar, subordinar, segregar y perseguir a categorías de personas alterizadas, y ello hasta llegar a la masacre y el exterminio.
Escribo “alterizadas” porque, en realidad, el “color” o la distancia cultural y/o social real con el nosotros son bastante irrelevantes en la elección de las víctimas, como demuestra la trágica historia del antisemitismo. El estigma aplicado a determinadas categorías de personas puede ser independiente de cualquier diferencia somática, fenotípica, cultural o de origen, siendo el resultado de un proceso de construcción social, simbólica y política.
La propaganda racista de Vox en España contra los menores extranjeros no acompañados (MENA).
Baste decir que, en la geometría variable del racismo italiano de las últimas décadas, el papel de chivos expiatorios y objetivos de las campañas alarmistas se ha atribuido, de vez en cuando y entre otr@s, a l@s inmigrantes albaneses, “eslav@s” y ruman@s, de l@s que, mientras no se demuestre lo contrario, no se puede decir que sean “negros”, ni que sean ajen@s a la historia y la cultura europeas.
El racismo se convierte en sistémico cuando las instituciones nacionales y supranacionales y los medios de comunicación lo fomentan o legitiman directa o indirectamente. Cuando la intolerancia “espontánea” hacia determinados grupos o minorías, difusa en la sociedad, es avalada y legitimada por las instituciones, incluidas las europeas, y por los aparatos estatales, así como por la propaganda y parte del sistema de información, es cuando se desencadena el círculo vicioso del racismo.
El sistema-racismo se apoya la mayoría de las veces en dispositivos simbólicos, comunicativos y lingüísticos, que son capaces de actuar sobre lo social, produciendo y reproduciendo la discriminación y la desigualdad. Sobre todo, se reproduce, confirma y legitima mediante un conjunto de leyes, normas, procedimientos y prácticas rutinarias: lo que se conoce como racismo institucional, que acaba generando no sólo discriminación, sino también estratificación de las desigualdades en cuanto al acceso a los recursos sociales, materiales y simbólicos (estatus, ciudadanía, trabajo, servicios sociales, educación, conocimiento, información...).
En este sentido, el caso de la deslegitimación institucional, cuando no de la criminalización, es ejemplar, no sólo de las ONG que realizan labores de búsqueda y rescate en el mar, sino de cualquier persona que, aunque sea a título individual, realice gestos de solidaridad hacia l@s refugiad@s y migrantes. Todo ello por no hablar de la contribución de las instituciones italianas a la masacre de refugiad@s y migrantes, uno de cuyos pilares es el Memorándum de Entendimiento entre Libia e Italia, que legitima así no sólo las masacres en el Mediterráneo, sino también los horrores llevados a cabo por la llamada Guardia Costera libia y los que tienen lugar en los “centros de acogida de migrantes”, que en realidad no son otro que verdaderos campos de concentración.
No cabe duda de que este ejemplo desde arriba sólo fomenta y legitima la intolerancia y el racismo “desde abajo”. Para limitarnos a Italia, podríamos citar los numerosos episodios de barricadas (reales o simbólicas) contra la llegada de solicitantes de asilo; pero también el creciente número de los llamados disturbios espontáneos en los barrios populares contra la asignación de viviendas a familias de origen inmigrante. Es bien sabido: más que nunca en tiempos de crisis, pero también cuando las reivindicaciones sociales y el conflicto de clases (como se decía antes) ya no tienen un lenguaje y unas formas en las que expresarse, ocurre que las penurias económicas y sociales y la sensación de abandono por parte de las instituciones alimentan el resentimiento y la búsqueda de chivos expiatorios.
Sin embargo, en estos casos no puede ser más impropia y engañosa la fórmula “guerra entre pobres”, que, sólo aparentemente no racista, acaba representando a agresores y agredid@s como víctimas simétricas; y haciendo de los pobres “en guerra entre sí” los únicos o principales actores de la escena racista. En realidad, suelen ser los militantes de grupos de extrema derecha los que socializan, manipulan y desvían el resentimiento colectivo, instigando y a veces incluso dirigiendo esos disturbios. En este caso, el círculo vicioso del racismo sólo produce, si no el fortalecimiento, sí la legitimación, aunque sea implícita o involuntaria, de la derecha neofascista.
El esquema ideológico y narrativo que gira en torno a la locución “guerra entre pobres” es, al fin y al cabo, simétrico o contiguo al que se centra en las antítesis clave seguridad/inseguridad, decoro/decadencia. Y hablando del círculo vicioso del racismo, no es casualidad que tales antítesis abunden, en particular, en el texto de la ley Minniti del 18 de abril de 2017, nº 48 (“Disposiciones urgentes en materia de seguridad de las ciudades”).
Al fin y al cabo, esta ley no hace sino traducir y legitimar la percepción común de que l@s inmigrantes, l@s refugiad@s, l@s rrom, las personas sin hogar y l@s marginad@s son trajiner@s de degradación, inseguridad y desorden social. En resumen, convierte en peligro social el estilo de vida y las prácticas, a menudo impuestas, de quienes son considerad@s “fuera de la norma”.
Para intentar romper o al menos mermar el círculo vicioso del racismo, sería necesario construir un gran movimiento de masas antirracista, digno de tan ardua empresa. En la actualidad estamos lejos de esa perspectiva.
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