01/12/2021

IAN URBINA
Las cárceles secretas libias que mantienen a los migrantes fuera de Europa

 Ian Urbina, The Outlaw Ocean Project y The New Yorker Magazine, 28/11/2021
Traducido del inglés por
Sinfo Fernández, Tlaxcala

La UE, cansada de los inmigrantes que llegan de África, ha creado un sistema de inmigración en la sombra que los captura antes de que lleguen a sus costas y los envía a brutales centros de detención libios dirigidos por milicias.

Una colección de almacenes improvisados a lo largo de la carretera en Ghout al-Shaal se ubica en un barrio deteriorado de talleres de reparación de automóviles y depósitos de chatarra en Trípoli, la capital de Libia. El lugar, que antes era un depósito de cemento, se reabrió en enero de 2021, con sus muros exteriores reforzados y cubiertos de alambre de espino. Hombres con uniformes de camuflaje azul y negro, armados con rifles Kalashnikov, montan guardia alrededor de un contenedor azul que pasa por ser una oficina. En la puerta, un letrero dice “Dirección de Lucha contra la Migración Ilegal”. La instalación es una prisión secreta para inmigrantes. Su nombre, en árabe, es Al Mabani (Los Edificios).

A las 3 de la madrugada del 5 de febrero de 2021, Aliou Candé, un emigrante tímido y fornido de veintiocho años procedente de Guinea-Bissau, llegó a la prisión. Había abandonado su hogar año y medio antes, porque la granja de su familia era un desastre y se había propuesto reunirse con dos hermanos en Europa. Pero, cuando intentó cruzar el mar Mediterráneo en un bote de goma, con más de un centenar de migrantes, los guardacostas libios los interceptaron y los llevaron a Al Mabani. Allí los arrojaron en el interior de la celda número 4, donde estaban retenidos unos doscientos presos más. Apenas había lugar para sentarse en medio de la aglomeración de cuerpos, y los que estaban en el suelo se deslizaban por él para evitar que les pisotearan. Por encima había luces fluorescentes que permanecían encendidas toda la noche. Una pequeña rejilla en la puerta, de unos treinta centímetros de ancho, era la única fuente de luz natural. Los pájaros anidaban en las vigas, y sus plumas y excrementos caían desde arriba. En las paredes, los emigrantes habían garabateado notas de determinación: “Un soldado nunca retrocede” y “Con los ojos cerrados, avanzamos”. Candé se hacinó en un rincón lejano y empezó a sentir pánico. “¿Qué tenemos que hacer?”, preguntó a un compañero de celda.

Nadie en el mundo más allá de los muros de Al Mabani sabía que Candé había sido capturado. No se le acusó de ningún delito ni se le permitió hablar con un abogado, y no se le dio indicación alguna de cuánto tiempo estaría detenido. En sus primeros días allí, se mantuvo casi aislado, sometiéndose a las sombrías rutinas del lugar. La prisión está controlada por una milicia que se autodenomina eufemísticamente Agencia de Seguridad Pública, y sus hombres armados patrullan los pasillos. Unos mil quinientos inmigrantes están allí recluidos, en ocho celdas, segregadas por sexos. Solo había un retrete para cada cien personas, y Candé a menudo tenía que orinar en una botella de agua o defecar en la ducha. Los migrantes dormían sobre delgadas colchonetas en el suelo; no había suficientes para todos, así que se turnaban: uno se acostaba durante el día, el otro por la noche. Los detenidos se peleaban por ver quién dormía en la ducha, que tenía mejor ventilación. Dos veces al día, los hacían salir en fila india al patio, donde se les prohibía mirar al cielo o hablar. Los guardias, como si fueran guardianes de un zoológico, ponían tazones comunes de comida en el suelo, y los migrantes se reunían en círculos para comer.

Los guardias golpeaban a los prisioneros que desobedecían las órdenes con cualquier cosa que tuvieran a mano: una pala, una manguera, un cable, una rama de árbol. “Golpeaban a cualquiera sin motivo alguno”, me dijo Tokam Martin Luther, un camerunés de más edad que dormía en una colchoneta junto a la de Candé. Los detenidos especulaban que, cuando alguien moría, el cuerpo era arrojado detrás de uno de los muros exteriores del recinto, cerca de una pila de escombros de ladrillo y yeso. Los guardias ofrecían a los inmigrantes su libertad a cambio de una cuota de 2.500 dinares libios, unos 500 dólares. Durante las comidas, los guardias se paseaban con teléfonos móviles para que los detenidos que pudieran llamaran a los familiares. Pero la familia de Candé no podía permitirse ese rescate. Luther me dijo: “Si no tienes a nadie a quien llamar, quédate sentado”.

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Video The Invisible Wall, la historia de Aliou Candé

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