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02/09/2025

PINO ARLACCHI
El Gran Chascarro de Venezuela como “narco-Estado”: la geopolítica del petróleo disfrazada de guerra contra las drogas

Pino Arlacchi, L’Antidplomatico, 27-8-2025
Traducción: El Universal

Pino Arlacchi (Gioia Tauro, 1951) es un sociólogo, político y funcionario italiano. De 1997 a 2002 fue subsecretario general de las Naciones Unidas y director ejecutivo de la ONUDD/UNODC, la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito

 
Durante mi mandato como director de la ONUDD, la agencia de la ONU contra la droga y el delito, estuve en Colombia, Bolivia, Perú y Brasil, pero nunca visité Venezuela. Simplemente, no hubo necesidad. La cooperación del gobierno venezolano en la lucha contra el narcotráfico era una de las mejores de Sudamérica; se puede comparar solo con el impecable historial de Cuba. Este hecho, en la delirante narrativa de Trump de «Venezuela como narcoestado», suena a una calumnia geopolíticamente motivada.


Pero los datos, publicados en el Informe Mundial sobre Drogas 2025, de la organización que tuve el honor de dirigir, cuentan una historia opuesta a la que difunde la administración de Trump. Una historia que desmonta pieza por pieza el entramado geopolítico construido alrededor del “Cartel de los Soles”, una entidad tan legendaria como el Monstruo del Lago Ness, pero apta para justificar sanciones, embargos y amenazas de intervención militar contra un país que, casualmente, se ubica sobre una de las mayores reservas de petróleo del planeta.

Venezuela según la ONUDD: Un país irrelevante en el mapa del narcotráfico

El informe 2025 de la ONUDD es clarísimo, lo que debería avergonzar a quienes han construido la retórica de la demonización de Venezuela. El informe solo hace una mención mínima y breve de Venezuela, afirmando que una fracción mínima de la producción colombiana de drogas pasa por el país rumbo a Estados Unidos y Europa. Venezuela, según la ONU, se ha consolidado como un territorio libre del cultivo de hoja de coca, marihuana y productos similares, así como de la presencia de cárteles criminales internacionales.

El documento no ha hecho otra cosa que confirmar los 30 informes anuales precedentes, que no hablan de narcotráfico venezolano porque no existe. Solo el 5% de la droga colombiana transita por Venezuela.

Para poner esta cifra en perspectiva: en 2018, mientras 210 toneladas de cocaína transitaban por Venezuela, Colombia producía o comercializaba 2.370 toneladas (diez veces más) y Guatemala, 1.400 toneladas; sí, leyeron bien.

Guatemala es un pasadizo de drogas siete veces más importante que el supuesto temible “narcoestado” bolivariano. Pero nadie habla de ello porque Guatemala produce solo el 0,01% del total mundial de la única droga no natural que le interesa a Trump: el petróleo.

El Fantástico Cártel de los Soles: Ficción al estilo Hollywood

El «Cártel de los Soles» es una creación de la imaginación de Trump. Supuestamente, está liderado por el presidente de Venezuela, pero no se menciona en el informe de la principal agencia antidrogas del mundo, ni en los documentos de ninguna agencia europea ni de casi ninguna otra agencia anticrimen del mundo. Ni siquiera una nota a pie de página. Un silencio ensordecedor, que debería hacer reflexionar a cualquiera que aún tenga un mínimo de pensamiento crítico. ¿Cómo puede una organización criminal tan poderosa, merecedora de una recompensa de 50 millones de dólares, ser completamente ignorada por quienes trabajan en el ámbito antidrogas?

En otras palabras, lo que se vende como un supercartel al mejor estilo Netflix es en realidad el tipo de delitos menores que se encuentran en todos los países del mundo, incluido Estados Unidos, donde además casi 100.000 mueren personas cada año por sobredosis de opioides que no tienen nada que ver con Venezuela, pero sí con las grandes farmacéuticas estadounidenses.

Ecuador: El verdadero centro que nadie quiere ver

Mientras Washington alborota el tema Venezuela, los verdaderos centros del narcotráfico prosperan casi sin ser molestados. En Ecuador, por ejemplo, el 57% de los contenedores de cambures que salen de Guayaquil llegan a Bélgica cargados de cocaína. Las autoridades europeas incautaron 13 toneladas de cocaína de un barco español provenientes de puertos ecuatorianos, controladas por empresas protegidas por funcionarios del gobierno ecuatoriano.

La Unión Europea realizó un informe detallado sobre los puertos de Guayaquil , que describe cómo «las mafias colombianas, mexicanas y albanesas operan ampliamente en Ecuador». La tasa de homicidios en Ecuador se ha disparado de 7,8 por cada 100.000 habitantes en 2020 a 45,7 en 2023. Pero de Ecuador poco se habla. ¿Quizás porque Ecuador produce solo el 0,5% del petróleo mundial y porque su gobierno no tiene la mala costumbre de desafiar el dominio estadounidense en Latinoamérica?

Las verdaderas rutas de la droga: Geografía vs. Propaganda

Durante mis años en la ONUDD, una de las lecciones más importantes que aprendí fue que la geografía no miente. Las rutas de la droga siguen una lógica precisa: cercanía a los centros de producción, facilidad de transporte, corrupción de las autoridades locales y presencia de redes criminales consolidadas. Venezuela no cumple ninguno de estos criterios.

Colombia produce más del 70% de la cocaína a nivel mundial. Perú y Bolivia representan la mayor parte del 30% restante. Las rutas lógicas para llegar a los mercados estadounidenses y europeos pasan por el Pacífico hacia Asia, por el Caribe oriental hacia Europa y por tierra, pasando por Centroamérica hacia Estados Unidos. Venezuela, frontera del Atlántico Sur, se encuentra en desventaja geográfica para las tres rutas principales. La logística criminal convierte a Venezuela en un actor irrelevante en el gran escenario del narcotráfico internacional.

Cuba: El ejemplo embarazoso

La geografía no miente, de hecho, pero la política puede derrotarla. Cuba hoy sigue representando el modelo a seguir de la cooperación antidrogas en el Caribe. Una isla cerca de la costa de Florida, una base teóricamente perfecta para el tránsito hacia Estados Unidos, pero en la práctica, no es utilizada en el tránsito del narcotráfico. Observó repetidamente la admiración de los agentes de la DEA y del FBI hacia las rigurosas políticas antidrogas de los comunistas cubanos.

La Venezuela chavista ha seguido constantemente el modelo cubano en la lucha contra las drogas , inaugurado por el propio Fidel Castro : “cooperación internacional, control territorial y represión de la actividad criminal”. Ni Venezuela ni Cuba han tenido jamás extensiones de tierra cultivadas con cocaína y controladas por grandes delincuentes.

La Unión Europea no tiene intereses petroleros particulares en Venezuela, pero sí tiene un interés concreto en combatir el narcotráfico que afecta sus ciudades. Ha realizado el Informe Europeo sobre Drogas 2025. El documento, basado en datos reales y no en ilusiones geopolíticas, no menciona ni siquiera una vez a Venezuela como ruta del tráfico internacional de drogas.

Esta es la diferencia entre un análisis honesto y una narrativa falsa e insultante. Europa necesita datos confiables para proteger a sus ciudadanos de las drogas, por lo que elabora informes precisos. Estados Unidos necesita justificar sus políticas petroleras, por lo que producen propaganda disfrazada de servicios de inteligencia.

Según el informe europeo, la cocaína es la segunda droga más consumida en los 27 países de la UE, pero las principales fuentes están claramente identificadas: Colombia para la producción, Centroamérica para la distribución y África Occidental con diferentes rutas para la distribución.

Venezuela y Cuba simplemente no aparecen

Pero Venezuela está demonizada sistemáticamente, contra cualquier principio de verdad. El exdirector del FBI, James Comey, dio la explicación en su libro de memorias luego de su renuncia, donde habló de las motivaciones inconfesables detrás de las políticas estadounidenses hacia Venezuela: Trump le había dicho que el gobierno de Maduro era «un gobierno sentado sobre una montaña de petróleo que nosotros tenemos que comprar». Entonces, no se trata de drogas, criminalidad o seguridad nacional. Se trata de petróleo que sería mejor no pagar.

Es entonces Donald Trump quien merecería una recompensa internacional por un delito muy preciso: «calumnias sistemáticas contra un Estado soberano con el fin de apropiarse de sus recursos petroleros».


 

TIGRILLO L. ANUDO
Colombie : des candidatures qui pèsent

Tigrillo L. Anudo, 2/9/2025
Traduit par Tlaxcala

Le courant progressiste colombien aligne de solides prétendants pour l’élection présidentielle de 2026. Deux noms émergent : Iván Cepeda Castro et Carolina Corcho Mejía.

Iván incarne la mesure, l’équilibre, la défense des droits humains, la justice, la solidarité, l’éthique, la paix, la dignité et la cohérence.
Carolina, elle, se distingue par son éloquence, ses idées, sa loyauté, son énergie, son empathie, son sens du leadership et de la gestion, sa capacité d’action et de connexion.

Deux profils différents mais complémentaires, qui pourraient former un ticket équilibré et crédible pour la présidentielle.

Mais les qualités personnelles, aussi solides soient-elles, ne suffisent pas. Un nom ne vaut que s’il s’accompagne d’un projet politique démocratique et populaire. C’est ce programme, sa cohérence et sa capacité à fédérer, qui pourra transformer l’histoire nationale.

L’unité des électeurs se gagne par la clarté des objectifs et la force du projet collectif. Iván et Carolina disposent d’un capital politique important, mais il leur faudra bâtir et diffuser un programme commun, sans tarder. Un plan qui aborde les priorités du pays : Paix Totale, Réforme agraire, réformes de la santé, de l’éducation, de la justice et de la politique, libération des jeunes emprisonnés après la révolte sociale, baisse drastique des tarifs des services publics, fin des péages, lutte contre l’impunité, soutien à l’économie populaire, protection de l’eau et de l’environnement, transition énergétique, culture, réindustrialisation, développement ferroviaire, entre autres.

La Paix Totale, proposition phare mais controversée du gouvernement Petro, devra être repensée. La violence en Colombie a des racines économiques et culturelles. Il est donc urgent d’impliquer entreprises, universités, associations sociales et culturelles pour en faire un véritable mouvement de transformation, et non un simple slogan idéologique. Objectif : sauver des vies, qu’il s’agisse de civils, de policiers, de militaires ou de jeunes enrôlés de force.

Autre priorité : s’attaquer aux causes structurelles de la violence : l’inégalité et la cupidité. Une paix durable passera par l’intégration des jeunes liés à la délinquance et par la persuasion des acteurs économiques et sociaux sur les bénéfices d’une démobilisation générale.

La Réforme agraire est également incontournable : garantir la souveraineté alimentaire, réorienter des terres peu productives vers l’agriculture et réduire la dépendance aux importations.

Le progressisme porte aussi un autre défi : déprivatiser le pays. Routes nationales confiées à des consortiums privés, services publics parmi les plus chers d’Amérique latine, notariats et chambres de commerce qui imposent des coûts excessifs aux entrepreneurs… Autant de structures qui enrichissent une élite et appauvrissent la majorité. La remise à plat des institutions, souvent gangrenées par la corruption, s’impose.

En somme, la tâche est immense. Gustavo Petro a ouvert un chemin en écartant les obstacles symboliques. Il appartient désormais aux nouveaux candidats de rendre visibles, aux yeux du peuple, les possibles d’un avenir plus juste et plus démocratique.


TIGRILLO L. ANUDO
Colombia: candidaturas que suman

Tigrillo L. Anudo, 2/9/2025

El progresismo colombiano presenta muy buenos candidatos a la presidencia de la República para el 2026. Se destacan entre ellos Iván Cepeda Castro y Carolina Corcho Mejía.

Iván es sindéresis, ecuanimidad, defensa de los derechos humanos, justicia, solidaridad, ética, paz, decoro, coherencia, reposo, dignidad.

Carolina es elocuencia, ideas, lealtad, compromiso, conocimientos, energía, empatía, liderazgo, gerencia, proyecto, acción, conexión.

Ambos candidatos tienen lo suyo. Se complementan; hacen gala de atributos disímiles que auguran armonía en un funcionamiento administrativo. Podrían ser una buena dupla para las presidenciales.

Sin embargo, no basta tener impecables candidatos a ocupar el cargo más importante. Los nombres cuentan, pero ellos están sujetos a las ideas de un programa político democrático y popular.

Lo más relevante para la transformación de la historia nacional es el proyecto político. Lo decididamente importante es la coherencia, la necesidad y la unidad que susciten las propuestas que logren expresar dichos candidatos.

Lo que finalmente empuja a los electores a la unidad y al apoyo general en torno al proyecto es la presentación de los objetivos y su ideario político. Es necesario desplegar claridad y contundencia frente a las realizaciones que se proponen para los próximos cuatro años administrativos.

Carolina e Iván podrían presentarse como la fórmula presidencial (presi y vice) para las elecciones del 2026. Juntos suman un enorme capital político y unas virtudes públicas innegables. Juntos pueden acordar un programa de gobierno para empezar a difundirlo en el territorio colombiano. No hay tiempo que perder. Elaborar una exposición de este programa a través de un inventario de puntos clave en torno a aspectos como la Paz Total, la Reforma Agraria, las reformas a la salud – educación – política – justicia, la atención a los jóvenes injustamente encarcelados por el estallido social, la reducción drástica en las tarifas de los servicios públicos, la desaparición de los peajes, la lucha contra la impunidad, el fortalecimiento de la economía popular, el cuidado del agua y los ecosistemas, las innovaciones en la transición energética, el apoyo a los artistas y organizaciones culturales, los programas para las madres cabezas de familia, la reindustrialización, los ferrocarriles, entre otros.

La Paz Total debería reformularse. Se puede argumentar más profundamente sobre este tema para hacer pedagogía en la población. Ha sido la propuesta más controversial en formulación y resultados del gobierno nacional. La violencia es un tema con orígenes económicos y culturales, se podría montar el programa “Quitémosle jóvenes a la violencia entre todos”. Vincular a la empresa privada, a la academia, a las organizaciones sociales-ambientales-artísticas-culturales. Hacer de este propósito un movimiento amplio de transformación cultural para superar su connotación ideológica.

Ninguna vida está por encima de otra. Ante todo, asumir la defensa de la vida de todo ser humano. Reconfigurar la Paz Total para evitar al máximo posible la pérdida de vidas de soldados, policías, miembros de organizaciones criminales, jóvenes reclutados a la fuerza por grupos delincuenciales. No enviar a trampas mortales a los integrantes de la fuerza pública. Garantizar que el cumplimiento de su deber esté protegido por protocolos de seguridad e inteligencia.

La violencia estructural es consecuencia de la desigualdad social y la codicia. Luchar contra estos orígenes es un imperativo para lograr un cambio significativo en el país. Un proyecto de Paz Total reconoce esos orígenes y buscaría comprometer a actores armados y a la sociedad civil en programas que acojan a los atrapados en la violencia. Se trata de persuadir al empresariado, a la sociedad en general en torno a los beneficios que traería para todos los colombianos la desmovilización de jóvenes que “trabajan” en el sector delincuencial.

La Reforma Agraria es la condición fundamental para generar soberanía alimentaria y crear condiciones más favorables para el desarrollo del capitalismo que luego evolucionará hacia al socialismo. Es de primer orden promover la destinación de tierras fértiles dedicadas a la ganadería poco productiva hacia el cultivo de productos agrícolas, es decir alimentos para no tener que importarlos a precios más caros.

Desprivatizar a Colombia. Es otra tarea pendiente que puede iniciar el progresismo. Por ejemplo, las carreteras nacionales están privatizadas, tienen dueños particulares. No es solo el acaudalado y voraz Sarmiento Angulo. Son empresas privadas españolas, empresas de familias adineradas colombianas, consorcios anónimos. Son quienes recaudan los dineros de los “pillajes” (peajes). El gobierno nacional nada ha hecho para desmontar peajes que ya cumplieron su ciclo, llevan 30 años asaltando el bolsillo de los viajeros, empresarios, trabajadores y conductores colombianos.

Desprivatizar los servicios públicos. Las empresas prestadoras de estos servicios abusan de las tarifas. Lo que encarece los costos de producción en fábricas y empresas de servicios y de comercio. Los precios de la energía, el gas y el agua, entre los más caros en América Latina, están empobreciendo la capacidad adquisitiva del ciudadano de a pie. El dinero que podría servir para comprar libros o asistir a un concierto u obra de teatro se va hacia empresas que de públicas no tienen sino el nombre, son auténticas empresas acumuladoras de capital, enriquecedoras de una casta de burócratas politiqueros y empresariales.

Las notarías y Cámaras de Comercio también son dueñas del salario de los propietarios y comerciantes colombianos. Los costos de escrituras, documentos notariales y contribuciones por afiliación a las Cámaras de Comercio son una carga onerosa. No se justifican esas entidades parasitarias politiqueras.

Iniciar un análisis de la pertinencia y financiamiento de instituciones como contralorías, procuradurías, Corporaciones Autónomas Regionales (encargadas de controles ambientales), que en gran parte son burocracias inoperantes y corruptas, fortines de clanes y Delincuencia Política Organizada -DPO-.

En síntesis, es mucho lo que al progresismo le queda por hacer en Colombia. El presidente Gustavo Petro corrió la piedra que no dejaba ver la senda emancipadora. Ahora, corresponde a los candidatos más opcionados visibilizar en un espejo que puede ver el pueblo atento, todo aquello que podemos lograr en un futuro inmediato.

01/09/2025

G. THOMAS COUSER
Cómo me convertí en antisemita

Toda mi vida sentí una fuerte afinidad con las personas judías, pero ahora que mi empleador, la Universidad de Columbia, ha adoptado la definición de antisemitismo de la IHRA*, de repente me encuentro calificado de “antisemita” porque me opongo a la opresión de los palestinos.

G. Thomas Couser, Mondoweiss, 31-8-2025
Traducido por
Tlaxcala

G. Thomas Couser tiene un doctorado en estudios americanos de la Universidad Brown. Enseñó en el Connecticut College de 1976 a 1982, y luego en la Universidad Hofstra, donde fundó el programa de estudios sobre la discapacidad, hasta su jubilación en 2011. Se incorporó a la facultad del programa de medicina narrativa de Columbia en 2021 e introdujo un curso sobre estudios de la discapacidad en el plan de estudios en 2022. Entre sus obras académicas se encuentran Recovering Bodies: Illness, Disability, and Life Writing (Wisconsin, 1997), Vulnerable Subjects: Ethics and Life Writing (Cornell, 2004), Signifying Bodies: Disability in Contemporary Life Writing (Michigan, 2009) y Memoir: An Introduction (Oxford, 2012). También publicó ensayos personales y Letter to My Father: A Memoir (Hamilton, 2017).

En El Sol también sale de Ernest Hemingway, se le pregunta a Mike Campbell cómo se arruinó. Él responde: “De dos maneras. Gradualmente y luego de repente”. Podría decir lo mismo sobre mi antisemitismo. La manera gradual implicó la evolución de mi pensamiento sobre Israel. La manera repentina implicó la adopción de una definición controvertida del antisemitismo por parte de la Universidad de Columbia, donde soy profesor adjunto.

Toda mi vida me consideré filosemita, en la medida en que era algo. Crecí en Melrose, un suburbio blanco de clase media de Boston, y no tuve amigos o conocidos judíos en mi juventud. (Melrose no era una ciudad exclusivamente WASP –blanca, anglosajona y protestante–: había muchos italousamericanos e irlandousmericanos, pero en mi clase de secundaria de 400 estudiantes solo había uno o dos judíos). Eso cambió en el verano de 1963, después de mi primer año de secundaria, cuando participé en una sesión de verano en la Academia Mount Hermon. Mi compañero de cuarto era judío, al igual que varios de mis compañeros de clase. Nos llevábamos bien, y supongo que encontraba sus intereses y valores más intelectuales y maduros que los de mis compañeros en casa.

En Dartmouth, esa tendencia continuó. Mi compañero de cuarto era judío; mi fraternidad incluía a varios judíos (entre ellos Robert Reich). Apreciaba su humor irreverente, sus ocasionales expresiones en ídish y su escepticismo laico. Cuando mis amigos judíos me decían que podía pasar por judío, lo tomaba como un cumplido.

Pese a mis amigos judíos, Israel era un desconocido para mí. Conocía, por supuesto, su historia. Mi generación creció leyendo el Diario de Ana Frank o viendo la obra teatral basada en él, un clásico del teatro escolar (incluso, o especialmente, en suburbios sin judíos como el mío). El Holocausto era una historia sagrada. Pero no tenía un interés particular en el Estado de Israel, ni ninguna idea sobre él. No lo necesitaba.

Con la conscripción militar acechándonos, muchos de mi generación estaban contra la guerra; mis amigos y yo ciertamente lo estábamos. Por eso me sorprendió que, durante la Guerra de los Seis Días de 1967, algunos de mis amigos judíos se entusiasmaran con la guerra, jactándose incluso de que servirían con gusto en el ejército israelí. Evidentemente, tenían un interés en el destino de Israel que yo no compartía, lo cual era un poco misterioso para mí. Pero suponía que su juicio estaba bien fundado; la guerra era justificada, a diferencia de lo que hoy considero un acaparamiento de tierras. En todo caso, esa guerra terminó rápidamente.

Poco después de graduarme, un amigo cercano de Dartmouth (judío) y su esposa judía, a quien conocía desde Mount Hermon, me presentaron a una de sus compañeras de clase en Brandeis. Salimos juntos, nos enamoramos y nos casamos. Claro que no fue tan sencillo. En ese entonces, no era fácil encontrar un rabino que aceptara celebrar el matrimonio de un protestante y una judía laica. Después de varias entrevistas infructuosas, contratamos a un rabino que era capellán en Columbia. Nos divorciamos unos cinco años después, pero el fracaso de nuestro matrimonio no tuvo nada que ver con diferencias religiosas, y seguimos siendo amigos.

En las décadas siguientes obtuve un doctorado en estudios americanos y enseñé literatura americana en el Connecticut College y luego en Hofstra. Como profesor, tuve muchos estudiantes y colegas judíos (especialmente en Hofstra) y me llevé bien con ellos.

Pero Israel siempre estaba en segundo plano. Deliberadamente evitaba reflexionar críticamente sobre él. Recuerdo haberle dicho a un amigo judío (cuya hija vivía en Jerusalén) que no me “interesaba” Israel. Sentía que era demasiado “complicado”. No solo eso, sino que también era fuente de divisiones y polémicas, y no quería tomar partido. Otras cuestiones políticas me parecían más importantes.

Por supuesto, estaba al tanto del movimiento de boicot a Israel, que había atraído a muchos académicos, incluidos algunos a quienes quería y admiraba. Aunque apoyaba el desinversión en Sudáfrica, desconfiaba del boicot a Israel. Si me hubieras preguntado alrededor del 2000, habría respondido: “¿Por qué centrarse en Israel?”. Eso implicaba que, aunque el país podía ser problemático, había otros regímenes opresivos en el mundo.



Pues bien, basta decir que mi pregunta encontró su respuesta en la reacción desproporcionada de Israel al ataque de Hamás del 7 de octubre. No necesito repasar los acontecimientos de los últimos dos años. Las imágenes incesantes de la ofensiva genocida contra los gazatíes transformaron gradualmente mi actitud hacia Israel: de la indiferencia benevolente de mi juventud y la cautela prudente de la madurez a una hostilidad y una ira crecientes. Esta hostilidad se aplica, por supuesto, no solo al régimen israelí, sino también al apoyo usamericano que recibe. Siento que nuestra complicidad en este horror inflige una herida moral constante a quienes se oponen, sobre todo porque nos sentimos impotentes para detenerlo.

Me persiguen las palabras de Aaron Bushnell, que se inmoló en protesta: “A muchos de nosotros nos gusta preguntarnos: ‘¿Qué habría hecho yo si hubiera vivido en la época de la esclavitud? ¿O del Jim Crow en el Sur? ¿O del apartheid? ¿Qué haría si mi país cometiera un genocidio?’ La respuesta es: lo estás haciendo. Ahora mismo”. Tras permanecer mucho tiempo inactivo, me uní a Jewish Voice for Peace y contribuyo al BDS, gestos menores que alivian un poco mi conciencia.

Mi actitud hacia Israel ha evolucionado a lo largo de las décadas, y esa evolución se ha acelerado en los últimos años. Creo que represento a innumerables personas más. Fuera de Europa Occidental, Israel es cada vez más visto como una nación paria. Y en USA, su aliado y financiador más fiel, las encuestas muestran un declive en el apoyo a Israel.

Al mismo tiempo, la definición de antisemitismo según la Alianza internacional para el recuerdo del Holocausto se ha ampliado de tal forma que ahora se aplica no solo al odio hacia las personas judías, sino también a críticas al Estado israelí que me parecen obvias, justas, legítimas y moralmente necesarias. Después de todo, varias instituciones internacionales y académicas con autoridad para emitir tales juicios han concluido que Israel es un Estado de apartheid que comete genocidio.

Como profesor adjunto de medicina narrativa en Columbia, me consternó la reciente aceptación por parte de la universidad de esta definición ampliada de antisemitismo, en respuesta a la presión ejercida por la administración Trump, que busca castigar a la institución por su supuesta tolerancia hacia las protestas.

A los administradores universitarios les gusta declarar que “El antisemitismo no tiene cabida” en sus instituciones. Pero saben que un gran número de profesores y estudiantes son antisemitas según la definición que han adoptado. ¿Qué significa para mí, y para otros profesores como yo, críticos de Israel, enseñar en una institución que implícitamente nos califica de antisemitas? Quizá no se nos despida, pero sin duda se nos desanima de hablar.

Esa definición parece lamentable en varios sentidos. Ante todo, me parece lógicamente errónea, porque confunde las actitudes hacia un Estado étnico con las actitudes hacia la etnia privilegiada por ese Estado. Esa distinción puede ser difícil de hacer en la práctica, pero es bastante clara conceptualmente. Como le gusta señalar a Caitlin Johnstone, si los palestinos odian a los judíos, no es por su religión o etnicidad, sino porque el Estado judío es su opresor.

Confundir la crítica a Israel con el odio a los judíos puede ser un medio manifiestamente práctico de descartar las críticas difamando a los opositores, y ello alimenta el discurso sobre el aumento del antisemitismo. Pero eso ignora el papel del genocidio cometido por Israel en esta aparente tendencia. Además de los actos verdaderamente antisemitas, ciertas actividades antiisraelíes o antisionistas han sido consideradas antisemitas. Si el antisemitismo ha aumentado, no es en un vacío histórico.

En cualquier caso, esta definición ampliada podría resultar contraproducente. Borrar la distinción entre el Estado de Israel y las personas judías corre el riesgo de extender el odio hacia Israel a toda la comunidad judía. Además, la definición de la IHRA corre el riesgo de debilitar o incluso suprimir el estigma del antisemitismo. Si oponerse a la empresa genocida de Israel me convierte a mí (y a tantas personas que admiro) en antisemita, ¿dónde está el problema? Cuando era más joven, me habría horrorizado ser acusado de antisemitismo. Hoy, puedo encogerme de hombros.

Finalmente, como miembro de larga data de la ACLU, me preocupa mucho lo que esta definición implica para la libertad de expresión y la libertad académica. En circunstancias normales, el tema de Israel no estaría en mis pensamientos ni en la agenda de mis clases en Columbia. Pero ahora será, de alguna manera, el elefante en la habitación, ¿verdad? Seré hiperconsciente de la posibilidad de que cualquier alusión a Gaza pueda señalarse como una amenaza para los estudiantes judíos. Lamentablemente, si yo mismo y otros críticos de Israel (muchos de ellos judíos) somos ahora antisemitas, es porque Israel y la IHRA nos han hecho así.

NdT

*Véase Definición del Antisemitismo de la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto


 

G. THOMAS COUSER
Comment je suis devenu antisémite


Toute ma vie, j’ai ressenti une forte affinité avec les personnes juives, mais maintenant que mon employeur, l’université Columbia, a adopté la définition de l’antisémitisme de l’IHRA*, je me retrouve soudainement qualifié d’« antisémite » parce que je m’oppose à l’oppression des Palestiniens.

G. Thomas Couser, Mondoweiss, 31/8/2025

Traduit par Tlaxcala

G. Thomas Couser est titulaire d’un doctorat en études américaines de l’université Brown. Il a enseigné au Connecticut College de 1976 à 1982, puis à l’université Hofstra, où il a fondé le programme d’études sur le handicap, jusqu’à sa retraite en 2011. Il a rejoint la faculté du programme de médecine narrative de Columbia en 2021 et a introduit un cours sur les études du handicap dans le programme d’études en 2022. Parmi ses ouvrages universitaires, citons Recovering Bodies: Illness, Disability, and Life Writing (Wisconsin, 1997), Vulnerable Subjects: Ethics and Life Writing (Cornell, 2004), Signifying Bodies: Disability in Contemporary Life Writing (Michigan, 2009) et Memoir: An Introduction (Oxford, 2012). Il a également publié des essais personnels et Letter to My Father: A Memoir (Hamilton, 2017).

Dans Le soleil se lève aussi d’Ernest Hemingway, on demande à Mike Campbell comment il a fait faillite. Il répond : « De deux façons. Progressivement, puis soudainement. » Je pourrais dire la même chose à propos de mon antisémitisme. La façon progressive a impliqué l’évolution de ma pensée sur Israël. La façon soudaine a impliqué l’adoption d’une définition controversée de l’antisémitisme par l’université Columbia, où je suis professeur adjoint.

Toute ma vie, je me suis considéré comme philosémite, si tant est que je sois quelque chose. Ayant grandi à Melrose, une banlieue blanche de classe moyenne de Boston, je n’avais aucun ami ou connaissance juif dans ma jeunesse. (Melrose n’était pas une ville exclusivement WASP (blanche, anglosaxonne et protestante : il y avait beaucoup d’Italiens et d’Irlandais usaméricains, mais dans ma classe de lycée de 400 élèves, il n’y avait qu’un ou deux Juifs.) Cela a changé à l’été 1963, après ma première année de lycée, lorsque j’ai participé à une session d’été à la Mount Hermon Academy. Mon camarade de chambre était juif, tout comme plusieurs élèves de ma classe. Nous nous entendions bien, et je suppose que je trouvais leurs intérêts et leurs valeurs plus intellectuels et plus mûrs que ceux de mes camarades de classe chez moi.

À Dartmouth, cette tendance s’est poursuivie. Mon colocataire était juif ; ma fraternité comptait plusieurs Juifs (dont Robert Reich). J’appréciais leur humour irrévérencieux, leurs expressions yiddish occasionnelles et leur scepticisme laïc. Lorsque mes amis juifs me disaient que je pouvais passer pour un Juif, je le prenais comme un compliment.

Malgré mes amis juifs, Israël était une inconnue pour moi. Je connaissais bien sûr son histoire. Ma génération a grandi en lisant le Journal d’Anne Frank ou en voyant la pièce de théâtre qui en a été tirée, un incontournable du théâtre lycéen (même, ou surtout, dans les banlieues sans Juifs comme la mienne). L’Holocauste était une histoire sacrée. Mais je n’avais aucun intérêt particulier pour l’État d’Israël, ni aucune idée à son sujet. Je n’en avais pas besoin.

Avec la conscription militaire qui nous guettait, beaucoup de gens de ma génération étaient contre la guerre ; mes amis et moi l’étions certainement. J’ai donc été surpris lorsque, pendant la guerre des Six Jours de 1967, certains de mes amis juifs se sont enthousiasmés pour la guerre, se vantant même de servir volontiers dans l’armée israélienne. De toute évidence, ils avaient un intérêt pour le sort d’Israël qui me manquait, ce qui était un peu mystérieux pour moi. Mais je supposais que leur jugement était fondé ; la guerre était justifiée, contrairement à ce que je considère aujourd’hui comme accaparement de terres. De toute façon, cette guerre a rapidement pris fin.

Peu après avoir obtenu mon diplôme, un ami proche de Dartmouth (juif) et sa femme juive, que je connaissais depuis Mount Hermon, m’ont présenté une de ses camarades de classe à Brandeis. Nous sommes sortis ensemble, sommes tombés amoureux et nous sommes mariés. Bien sûr, ça n’a pas été si simple que ça. À l’époque, il n’était pas facile de trouver un rabbin qui accepterait de célébrer le mariage d’un protestant et d’une juive laïque. Après plusieurs entretiens infructueux, nous avons engagé un rabbin qui était aumônier à Columbia. Nous avons divorcé environ cinq ans plus tard, mais l’échec de notre mariage n’avait rien à voir avec des divergences religieuses, et nous sommes toujours amis.

Au cours des décennies suivantes, j’ai obtenu un doctorat en études américaines et j’ai enseigné la littérature américaine au Connecticut College, puis à l’université Hofstra. En tant que professeur, j’avais de nombreux étudiants et collègues juifs (en particulier à Hofstra) et je m’entendais bien avec eux.

Mais Israël était toujours présent en arrière-plan. J’évitais délibérément d’y réfléchir de manière critique. Je me souviens avoir dit à un ami juif (dont la fille vit à Jérusalem) que je ne « m’intéressais pas » à Israël. J’avais le sentiment que c’était trop « compliqué ». Pas seulement ça, mais aussi source de divisions et de controverses, et je ne voulais pas prendre parti. D’autres questions politiques étaient plus importantes à mes yeux.

Bien sûr, j’étais au courant du mouvement de boycott d’Israël, qui avait rallié de nombreux universitaires, y compris des personnes que j’aimais et admirais. Même si je soutenais le désinvestissement en Afrique du Sud, je me méfiais du boycott d’Israël. Si vous m’aviez posé la question vers 2000, j’aurais répondu : « Pourquoi s’en prendre à Israël ? » Cela sous-entendait que même si le pays pouvait poser problème, il existait d’autres régimes oppressifs dans le monde.



Eh bien, il suffit de dire que ma question a trouvé sa réponse dans la réaction disproportionnée d’Israël à l’attaque du Hamas le 7 octobre. Je n’ai pas besoin de revenir sur les événements des deux dernières années. Les images incessantes de l’assaut génocidaire contre les Gazaouis ont progressivement fait évoluer mon attitude envers Israël, passant de l’indifférence bienveillante de ma jeunesse et de la méfiance prudente de l’âge mûr à une hostilité et une colère croissantes. Cette hostilité s’applique bien sûr non seulement au régime israélien, mais aussi au soutien usaméricain dont il bénéficie. J’ai le sentiment que notre complicité dans cette horreur inflige une blessure morale constante à ceux qui s’y opposent, d’autant plus que nous nous sentons impuissants à y mettre fin.

Je suis hanté par les paroles d’Aaron Bushnell, qui s’est immolé par le feu en signe de protestation : « Beaucoup d’entre nous aiment se demander : « Que ferais-je si j’avais vécu à l’époque de l’esclavage ? Ou du Jim Crow dans le Sud ? Ou de l’apartheid ? Que ferais-je si mon pays commettait un génocide ? » La réponse est : vous le faites. En ce moment même. » Après être resté longtemps inactif, j’ai rejoint Jewish Voice for Peace et je contribue au BDS, des gestes mineurs qui apaisent un peu ma conscience.

Mon attitude envers Israël a donc évolué au fil des décennies, et cette évolution s’est accélérée ces dernières années. Je pense être représentatif d’innombrables autres personnes. En dehors de l’Europe occidentale, Israël est de plus en plus considéré comme une nation paria. Et aux USA, son allié et bailleur de fonds le plus fidèle, les sondages d’opinion montrent un déclin du soutien à Israël.

Dans le même temps, la définition de l’antisémitisme, selon l’Alliance internationale pour la mémoire de l’Holocauste, a été élargie de sorte qu’elle s’applique désormais non seulement à la haine du peuple juif, mais aussi aux critiques de la nation israélienne qui me semblent évidentes, justes, légitimes et moralement nécessaires. Après tout, diverses institutions internationales et universitaires habilitées à porter de tels jugements ont conclu qu’Israël est un État d’apartheid qui commet un génocide.

En tant que professeur adjoint en médecine narrative à Columbia, j’ai été consterné par l’acceptation récente par l’université de cette définition élargie de l’antisémitisme, en réponse à la pression exercée par l’administration Trump, qui cherche à punir l’institution pour sa prétendue tolérance à l’égard des manifestations.

Les administrateurs universitaires aiment faire des déclarations telles que « L’antisémitisme n’a pas sa place » dans leurs institutions. Mais ils savent qu’un grand nombre de professeurs et d’étudiants sont antisémites selon la définition qu’ils ont adoptée. Que signifie pour moi, et pour d’autres professeurs comme moi, qui sommes critiques à l’égard d’Israël, d’enseigner dans une institution qui nous qualifie implicitement d’antisémites ? Nous ne serons peut-être pas licenciés, mais nous sommes certainement découragés de nous exprimer.

Cette définition semble regrettable à plusieurs égards. Tout d’abord, elle me semble logiquement erronée, car elle confond les attitudes envers un État ethnique avec les attitudes envers l’ethnie privilégiée par cet État. Cette distinction peut être difficile à faire dans la pratique, mais elle est assez claire sur le plan conceptuel. Comme Caitlin Johnstone aime à le souligner, si les Palestiniens haïssent les Juifs, ce n’est pas à cause de leur religion ou de leur ethnicité, mais parce que l’État juif est leur oppresseur.

Confondre le reproche fait à Israël avec la haine des Juifs peut être un moyen manifestement pratique d’écarter les critiques en diffamant ses adversaires, et cela soutient le discours sur la montée de l’antisémitisme. Mais cela ignore le rôle du génocide commis par Israël dans cette tendance apparente. Outre les actes véritablement antisémites, certaines activités anti-israéliennes ou antisionistes ont été considérées comme antisémites. Si l’antisémitisme a augmenté, ce n’est pas dans un vide historique.

Quoi qu’il en soit, cette définition élargie pourrait finalement s’avérer contre-productive. Effacer la distinction entre l’État d’Israël et les personnes juives risque d’inviter à étendre la haine d’Israël à l’ensemble de la communauté juive. En outre, la définition de l’IHRA risque d’affaiblir ou de supprimer la stigmatisation de l’antisémitisme. Si l’opposition à l’entreprise génocidaire d’Israël fait de moi (et de tant de personnes que j’admire) un antisémite, où est le problème ? Quand j’étais plus jeune, j’aurais été horrifié d’être accusé d’antisémitisme. Aujourd’hui, je peux hausser les épaules.

Enfin, en tant que membre de longue date de l’ACLU, je suis très préoccupé par les implications de cette définition pour la liberté d’expression et la liberté académique. Dans le cours normal des choses, le sujet d’Israël ne serait pas dans mes pensées ni à l’ordre du jour dans ma classe à Columbia. Mais ce sera en quelque sorte l’éléphant dans la pièce, n’est-ce pas ? Je serai hyper conscient de la possibilité que toute allusion à Gaza puisse être signalée comme une menace pour les étudiants juifs. Malheureusement, si moi-même et d’autres critiques d’Israël (dont beaucoup sont eux-mêmes juifs) sommes désormais antisémites, c’est parce qu’Israël et l’IHRA nous ont rendus tels.

NdT

*Voir La définition opérationnelle de l’antisémitisme par l’Alliance internationale pour la mémoire de l’Holocauste


 

AMENA EL ASHKAR
Le problème posé par l’analogie faite par le Hamas entre le génocide de Gaza et l’Holocauste

« Ce qu’il [le très distingué, très humaniste, très chrétien bourgeois du XXème siècle] ne pardonne pas à Hitler, ce n’est pas le crime en soi, le crime contre l’homme, ce n’est pas l’humiliation de l’homme en soi, c’est le crime contre l’homme blanc, c’est l’humiliation de l’homme blanc, et d’avoir appliqué à l’Europe des procédés colonialistes dont ne relevaient jusqu’ici que les Arabes d’Algérie, les coolies de l’Inde et les nègres d’Afrique ».

Aimé Césaire, Discours sur le colonialisme, 1955

Les efforts déployés par le Hamas pour gagner des sympathies occidentales en comparant le génocide de Gaza à l’Holocauste sont compréhensibles, mais en fin de compte à courte vue. Au contraire, replacer le génocide dans le contexte plus large de la violence coloniale pourrait permettre de construire une véritable solidarité.

Amena El Ashkar (bio), Mondoweiss,  29/8/2025

Traduit par Tlaxcala


Des Palestiniens enterrent les corps de 110 personnes tuées par les attaques israéliennes dans une fosse commune au cimetière de Khan Younès, le 22 novembre 2023. Photo Mohammed Talatene/dpa via ZUMA Press APA Images)

Depuis plus de deux ans, les Palestiniens de Gaza déclarent : « Nous sommes en train d’être exterminés ». Ces déclarations ne proviennent pas uniquement des déclarations officielles israéliennes, mais aussi de l’expérience vécue, où les opérations militaires israéliennes ont transformé les corps palestiniens en lieux de violence coloniale extrême. Pourtant, malgré la visibilité des déplacements massifs, des bombardements et de la famine, une grande partie de la communauté internationale reste réticente à qualifier ces actions de génocide.

Dans la pratique, la réalité palestinienne ne devient « légitime » qu’une fois qu’elle a été soumise aux cadres moraux des institutions internationales, qui minimisent souvent l’ampleur de la violence. La reconnaissance fait généralement suite à un long processus : évaluation, vérification, collecte de données et implication d’une autorité « crédible » et « neutre » chargée d’étudier et de qualifier l’événement. Ce n’est qu’alors que la souffrance palestinienne peut acquérir un certain degré de légitimité. En effet, les Palestiniens peuvent mourir sans restriction, mais ils ne sont pas autorisés à nommer leur propre mort sans approbation extérieure.

Pour lutter contre cela, nous avons vu comment des figures de la résistance palestinienne, y compris le Hamas lui-même, ont tenté de contextualiser le génocide à Gaza en utilisant l’une des analogies historiques les plus puissantes du lexique occidental : l’holocauste nazi.

Dans le contexte de la lutte coloniale, il ne s’agit pas simplement d’une question de terminologie, mais d’un défi stratégique.

À première vue, la stratégie médiatique du Hamas consistant à utiliser l’holocauste nazi pendant la Seconde Guerre mondiale semble logique : les porte-parole cherchent à évoquer la mémoire morale occidentale de l’Holocauste et du nazisme, dans l’espoir de mobiliser l’opinion publique des sociétés occidentales afin de faire pression sur les gouvernements pour qu’ils agissent et mettent fin aux souffrances à Gaza.

Pourtant, après plus de deux ans, cet effet ne s’est pas concrétisé. Pourquoi ?

Dans l’imaginaire politique occidental, la Seconde Guerre mondiale est un point de référence moral central, et l’Holocauste en est le cœur. Dans le cadre de la domination épistémique occidentale, ces États ont pu imposer leurs normes éthiques et définir les comportements inacceptables, façonnant ainsi les fondements mêmes du concept d’« humanité ». L’Holocauste n’était pas une anomalie historique ; l’histoire coloniale de ces mêmes États est truffée de génocides et de famines perpétrés contre les peuples colonisés. Ce qui a fait de l’Holocauste un absolu moral, ce n’est pas l’acte de massacre lui-même, mais l’identité du groupe visé : le corps européen. En ce sens, les cadres moraux mondiaux ont été construits sur une base eurocentrique.

En choisissant de présenter les événements de Gaza à travers le prisme de l’Holocauste, le Hamas révèle deux dynamiques : premièrement, la tragédie palestinienne n’est pas présentée comme une expérience autonome, mais plutôt à travers le prisme d’une autre catastrophe, celle que les puissances occidentales ont désignée comme l’archétype de l’atrocité. Cela renforce l’autorité d’un système moral qui fait preuve d’une surdité sélective à la souffrance palestinienne et accorde inévitablement la primauté au traumatisme occidental. Deuxièmement, l’utilisation de cette analogie envoie un message au public occidental : « Croyez-nous, car ce qui nous arrive ressemble à votre propre histoire ». Cela renforce l’idée que la douleur occidentale est la référence en matière de souffrance et que les autres tragédies doivent être comparées à celle-ci pour être considérées comme crédibles. Cette dynamique risque de minimiser l’expérience historique palestinienne en la situant dans l’ordre moral dont elle cherche à se libérer.

La comparaison elle-même pose également un problème structurel. En invoquant l’Holocauste et le nazisme, la guerre de Gaza est placée dans une position perdante, car la comparaison est jugée à l’aune d’un critère conçu pour maintenir l’Holocauste au sommet de la hiérarchie des atrocités. Cela néglige le fait que l’Holocauste occupe une place protégée dans la mémoire collective occidentale, maintenue grâce à des décennies d’investissement dans les musées, les films, la littérature et l’éducation. L’énormité des crimes nazis est ainsi préservée comme inégalée. Dans ce cadre, si la violence à Gaza est perçue comme inférieure à cette norme — par exemple, en l’absence d’images emblématiques de chambres à gaz —, il devient plus facile pour les sceptiques de rejeter l’étiquette de génocide.

De plus, le terme « zio-nazisme » fréquemment utilisé par le Hamas est imprécis. Bien qu’il existe des similitudes, notamment la promotion d’une idéologie de suprématie raciale, le sionisme est un projet colonialiste, ce qui n’était pas le cas du nazisme. Si les deux ont commis des crimes graves, ces crimes diffèrent par leur substance et leur objectif. Les politiques israéliennes à Gaza s’inscrivent davantage dans la continuité historique de la violence coloniale que dans la répétition directe des méthodes nazies. Techniquement et politiquement, cette analogie risque d’occulter la logique structurelle de la violence israélienne et permet à Israël de rejeter l’accusation en discréditant la comparaison.

Lorsque le Hamas a choisi d’utiliser les comparaisons avec l’Holocauste et le nazisme, son public cible était clairement la communauté internationale occidentale. Cela révèle deux problèmes connexes. Le premier est une mauvaise interprétation de la nature structurelle du soutien occidental à Israël, qui semble supposer que la position de l’Occident est motivée par l’ignorance ou l’aveuglement moral, plutôt que par des intérêts stratégiques et coloniaux de longue date qui font d’Israël un allié fonctionnel dans la région. Dans cette optique, le traitement occidental des Palestiniens et de la résistance comme enjeu sécuritaire pourrait être inversé si le public était persuadé de voir Israël sous un angle moral différent, tel que celui de l’Holocauste.

Elle surestime également l’impact probable de la pression publique occidentale sur la politique de l’État, évalue mal les alliances viables et limite ses manœuvres diplomatiques à des cadres fixés par d’autres. Dans un tel contexte, l’analogie avec l’Holocauste ne parvient pas seulement à convaincre, elle signale une posture stratégique sous-jacente qui risque d’entraver la capacité du mouvement à convertir ses gains sur le champ de bataille en avantage politique à long terme.

La résistance et la libération ne consistent pas uniquement à récupérer des terres, mais aussi à récupérer l’imagination, la conscience et le langage. À première vue, parler de décoloniser les cadres de connaissance pendant une guerre d’extermination peut sembler secondaire, mais cela reste essentiel. Ce qui se passe aujourd’hui à Gaza n’est pas un événement exceptionnel, ni ne ressemble à l’Holocauste tel que l’Occident l’a construit dans son imagination morale. Il s’agit plutôt de la continuation d’un long héritage colonial qui a façonné non seulement le destin des Palestiniens, mais aussi celui d’autres peuples du Sud.

Il est essentiel de considérer le présent de Gaza comme s’inscrivant dans ce continuum colonial plus large afin de construire de nouvelles alliances dans un ordre géopolitique en mutation. L’histoire coloniale de la région offre de nombreux cadres comparatifs pour dénoncer les atrocités, sans renforcer les régimes moraux qui, après plus de deux ans, n’ont apporté que des résultats diplomatiques et politiques très limités à la lutte palestinienne.

La manière dont nous nommons ce qui se passe n’est pas un acte symbolique ; elle façonne fondamentalement la trajectoire de la réflexion stratégique et est un indicateur de la façon dont nous percevons les choses et dont nous pensons être perçus par les autres. Décoloniser les cadres à travers lesquels nous nous exprimons n’est donc pas seulement un objectif symbolique, mais une voie stratégique vers une pratique politique et diplomatique capable de traduire les gains tactiques sur le terrain en victoires stratégiques à long terme, en utilisant des termes que nous définissons nous-mêmes, plutôt que ceux imposés de l’extérieur.

AMENA EL ASHKAR
El problema con la equiparación por Hamás del genocidio de Gaza con el Holocausto

 “Lo que [el distinguido, humanista y cristiano burgués del siglo XX] no perdona a Hitler no es el crimen en sí mismo, el crimen contra el hombre, no es la humillación del hombre en sí misma, es el crimen contra el hombre blanco, es la humillación del hombre blanco, y haber aplicado a Europa procedimientos colonialistas que hasta entonces solo se aplicaban a los árabes de Argelia, los coolies de la India y los negros de África”.

Aimé Césaire, Discurso sobre el colonialismo, 1955

 El intento de Hamás de ganarse la simpatía occidental comparando el genocidio de Gaza con el Holocausto es comprensible, pero en última instancia es miope. En cambio, situar el genocidio en el contexto más amplio de la violencia colonial podría generar una solidaridad genuina.

Amena El Ashkar (bio), Mondoweiss,, 29-8-2025

Traducido por Tlaxcala

Los palestinos entierran los cuerpos de 110 personas asesinadas por los ataques israelíes en una fosa común en el cementerio de Jan Yunis, el 22 de noviembre de 2023. Foto Mohammed Talatene/dpa vía ZUMA Press APA Images

Durante más de dos años, los palestinos de Gaza han estado declarando: “Nos están exterminando”. Estas declaraciones no surgieron únicamente de las declaraciones oficiales israelíes, sino de la experiencia vivida, en la que las operaciones militares israelíes han convertido los cuerpos palestinos en escenarios de violencia colonial extrema. Sin embargo, a pesar de la visibilidad de los desplazamientos masivos, los bombardeos y la hambruna, gran parte de la comunidad internacional sigue mostrándose reacia a calificar estas acciones como genocidio.

En la práctica, la realidad palestina solo se vuelve “legítima” una vez que pasa por los marcos morales de las instituciones internacionales, marcos que a menudo subestiman la magnitud de la violencia. El reconocimiento suele seguir un largo proceso: evaluación, verificación, recopilación de datos y la participación de una autoridad “creíble” y “neutral” para estudiar y calificar el evento. Solo entonces el sufrimiento palestino puede adquirir un cierto grado de legitimidad. En efecto, los palestinos pueden morir sin restricciones, pero no se les permite nombrar sus propias muertes sin aprobación externa.

En un esfuerzo por combatir esto, hemos visto cómo figuras de la resistencia palestina, incluido el propio Hamás, han intentado contextualizar el genocidio en Gaza utilizando una de las analogías históricas más potentes del léxico occidental: el holocausto nazi.

En el contexto de la lucha colonial, no se trata simplemente de una cuestión de terminología, sino de un reto estratégico.

A primera vista, la estrategia mediática de Hamás de utilizar el holocausto nazi durante la Segunda Guerra Mundial parece lógica: los portavoces pretenden evocar la memoria moral occidental del Holocausto y el nazismo, con la esperanza de movilizar a la opinión pública de las sociedades occidentales de manera que presione a los gobiernos para que actúen y pongan fin al sufrimiento en Gaza.

Sin embargo, después de más de dos años, este efecto no se ha materializado. ¿Por qué?

En el imaginario político occidental, la Segunda Guerra Mundial es un punto de referencia moral central, y el Holocausto se encuentra en su núcleo. En el marco del dominio epistémico occidental, estos Estados han podido imponer sus normas éticas y definir comportamientos inaceptables, configurando los fundamentos mismos del concepto de “humanidad”. El Holocausto no fue una anomalía histórica; las historias coloniales de esos mismos Estados están repletas de genocidios y hambrunas perpetrados contra los pueblos colonizados. Lo que convirtió al Holocausto en un absoluto moral no fue el acto de matanza masiva en sí mismo, sino la identidad del grupo objetivo: personas europeas. En este sentido, los marcos morales globales se han construido sobre una base eurocéntrica.

Al optar por enmarcar los acontecimientos de Gaza a través del Holocausto, Hamás revela dos dinámicas: en primer lugar, que la tragedia palestina no se presenta como una experiencia independiente, sino a través del prisma de otra catástrofe, la que las potencias occidentales han designado como el arquetipo de la atrocidad. Esto refuerza la autoridad de un sistema moral que es selectivamente sordo al sufrimiento palestino y otorga inevitablemente primacía al trauma occidental. En segundo lugar, el uso de esta analogía envía un mensaje al público occidental: “Creednos porque lo que nos está sucediendo se asemeja a vuestra propia historia”. Esto refuerza la idea de que el dolor occidental es el punto de referencia para todo sufrimiento, y que otras tragedias deben compararse con él para ser consideradas creíbles. Esta dinámica corre el riesgo de socavar la experiencia histórica palestina al situarla dentro del orden moral del que busca liberarse.

También existe un problema estructural en la comparación en sí misma. Al invocar el Holocausto y el nazismo, la guerra de Gaza se coloca en una posición insuperable, porque la comparación se juzga según un criterio diseñado para mantener el Holocausto en la cima de la jerarquía de las atrocidades. Esto pasa por alto el hecho de que el Holocausto ocupa un espacio protegido en la memoria colectiva occidental, mantenido a través de décadas de inversión en museos, películas, literatura y educación. La enormidad de los crímenes nazis se conserva así como inigualable. En este marco, si la violencia en Gaza se percibe como inferior a ese estándar —por ejemplo, al carecer de las imágenes icónicas de las cámaras de gas—, a los escépticos les resulta más fácil rechazar la etiqueta de genocidio.

Además, el término “sionazismo” que utiliza con frecuencia Hamás es impreciso. Si bien existen similitudes, como el avance de una ideología de supremacía racial, el sionismo es un proyecto colonialista, y el nazismo no lo era. Aunque ambos han cometido graves crímenes, estos difieren en su esencia y propósito. Las políticas israelíes en Gaza se entienden mejor como parte de una larga continuidad histórica de violencia colonialista, y no como una repetición directa de los métodos nazis. Técnica y políticamente, la analogía corre el riesgo de ocultar la lógica estructural de la violencia israelí y permite a Israel desestimar la acusación desacreditando la comparación.

Cuando Hamás decidió emplear las comparaciones con el Holocausto y los nazis, su público objetivo era claramente la comunidad internacional occidental. Esto revela dos problemas relacionados. El primero es una interpretación errónea de la naturaleza estructural del apoyo occidental a Israel, que parece suponer que la posición de Occidente está motivada por la ignorancia o la ceguera moral, en lugar de por intereses estratégicos y coloniales de larga data que posicionan a Israel como un aliado funcional en la región. Desde este punto de vista, el trato occidental hacia los palestinos y la resistencia como cuestión de seguridad podría revertirse si se convenciera al público de que vea a Israel a través de un marco moral diferente, como el del Holocausto.

También sobreestima el posible impacto de la presión pública occidental sobre la política estatal, juzga erróneamente qué alianzas son viables y limita sus maniobras diplomáticas a los marcos establecidos por otros. En tal contexto, la analogía con el Holocausto no solo no logra persuadir, sino que señala una postura estratégica subyacente que corre el riesgo de obstaculizar la capacidad del movimiento para convertir las ganancias en el campo de batalla en una ventaja política a largo plazo.

La resistencia y la liberación no se refieren únicamente a la recuperación de tierras, sino también a la recuperación de la imaginación, la conciencia y el lenguaje. A primera vista, hablar de descolonizar los marcos de conocimiento durante una guerra de exterminio puede parecer secundario, pero sigue siendo esencial. Lo que está sucediendo hoy en Gaza no es un acontecimiento excepcional, ni se asemeja al Holocausto tal y como lo ha construido Occidente en su imaginación moral. Más bien, es la continuación de un largo legado colonial, que ha moldeado no solo el destino de los palestinos, sino también el de otros pueblos del Sur Global.

Ver el presente de Gaza como parte de este continuo colonial más amplio es esencial para construir nuevas alianzas en un orden geopolítico cambiante. La propia historia colonial de la región ofrece amplios marcos comparativos para exponer las atrocidades, sin reforzar los regímenes morales que, después de más de dos años, han dado resultados diplomáticos y políticos muy limitados para la lucha palestina.

La forma en que nombramos lo que está sucediendo no es un acto simbólico; determina fundamentalmente la trayectoria del pensamiento estratégico y es un indicador de cómo percibimos las cosas y cómo creemos que nos perciben los demás. Descolonizar los marcos a través de los cuales nos expresamos no es, por lo tanto, un objetivo meramente simbólico, sino un camino estratégico hacia una práctica política y diplomática capaz de traducir las ganancias tácticas sobre el terreno en victorias estratégicas a largo plazo, utilizando términos que nosotros mismos definimos, en lugar de los impuestos desde fuera.