Por Samuel
Moyn, The New York Review of Books,
1/9/2021
Traducido
por del inglés por S. Seguí y Sinfo Fernández, Tlaxcala
Samuel Moyn (1972) es titular de la cátedra Henry R. Luce de
jurisprudencia en la Facultad de Derecho de la Universidad de Yale, y profesor de historia en dicha
Universidad. Entre sus publicaciones se encuentran The Last Utopia: Human Rights in History (2010), Christian Human Rights (2015),
Not Enough: Human Rights in an Unequal World (2018) y Humane: How the United States Abandoned Peace and Reinvented
War (2021). Ha escrito para Boston Review, Chronicle of Higher Education, Dissent, The
Nation, The New Republic, The New York Times y Wall Street Journal. @samuelmoyn
La carrera de Michael Ratner, este veterano abogado especialista en
derechos constitucionales constituye un estudio de caso de cómo los humanitarios
estadounidenses acabaron higienizando la guerra contra el terrorismo en lugar
de oponerse a ella.
Michael Ratner tras presentar una demanda en un tribunal alemán contra
el ejército estadounidense por los abusos infringidos a prisioneros en Abu
Ghraib. Berlín, 30 de noviembre de 2004. Foto Sean Gallup/Getty Images
Poco
después del 11 de septiembre de 2001, el presidente George W. Bush anunció la
nueva política que exigía el nuevo tipo de guerra. Los presuntos terroristas de
Al Qaeda serían juzgados por comisiones militares que ofrecían una reducida protección
a los acusados, y los tribunales ordinarios, con sus garantías y protecciones
habituales, quedarían al margen. Los detenidos tendrían que ser “tratados
humanamente”, decía el anuncio, y los juicios tendrían que ser “completos y
justos”. Pero no se especificaba ninguna norma de tratamiento para los “terroristas”
procesados que reflejara las normas internacionales.
“Bueno,
estamos jodidos”, comentó el abogado de derechos civiles Joseph Margulies a su
esposa, Sandra Babcock, defensora pública con un profundo interés en los
derechos humanos en el mundo, mientras desayunaban en cocina de Minneapolis
mientras leía el periódico. El anuncio de Bush parecía ser un intento
transparente de crear una segunda vía jurídica para los terroristas, que no
requiriera las conocidas salvaguardias del proceso penal, ni siquiera las
normas de guerra prescritas por las Convenciones de Ginebra de 1949.
“Deberíamos
llamar a Michael Ratner”, respondió Sandra.
Lo
hicieron. Ratner, un antiguo activista estudiantil contra la guerra de Vietnam,
había hecho toda su carrera en el Centro para los Derechos Constitucionales
(CCR, por sus siglas en inglés), donde se había hecho un nombre como destacado abogado
de la acusación. En 2001, era el presidente del grupo; para muchos, él era en realidad el Centro para los
Derechos Constitucionales. Ratner consideró la orden de Bush inequívocamente “el
toque de difuntos para la democracia en este país” y se lanzó a la acción.
Tres
años después, el desesperado desafío legal que Ratner lideró contra el montaje de
las comisiones militares parecía estar dando sus frutos. Habían conseguido que
Shafiq Rasul, un ciudadano británico al que los estadounidenses habían
acorralado en Afganistán en 2001 e internado en la prisión
usamericana de la bahía de Guantánamo, en la isla de Cuba, fuera liberado sin juicio
y devuelto a casa. Pero otros demandantes seguían en el caso Rasul contra Bush que Ratner había llevado. Al fallar el caso unos meses después
de la liberación de Rasul, el
Tribunal Supremo sostuvo, por 6 votos a 3, que los tribunales federales podían
ejercer su poder de suspender el derecho de habeas corpus, y por lo tanto controlar
indefinidamente la detención de acusados terroristas detenidos. Providencialmente
para la acusación de Ratner, apenas unos días después de que el Tribunal
Supremo escuchara los argumentos orales del caso, se filtraron unas fotos
escandalosas de abusos a prisioneros por parte de las fuerzas estadounidenses
en la prisión de Abu Ghraib, en Iraq. Sin duda, esto influyó en la decisión del
tribunal.
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