La obsesión de Francia por mantener su influencia sobre sus antiguas colonias de África Occidental ha propiciado dictaduras brutales en Burkina Faso y el Chad
Howard W. French, The New York Review of Books, 7/10/2021
Traducido
del inglés por Sinfo
Fernández, Tlaxcala
Libros reseñados :
Thomas Sankara: A Revolutionary in Cold War Africa
por Brian J. Peterson
Indiana University Press, 333 pp., $90.00; $35.00 (paper)
France’s Wars in Chad: Military Intervention and Decolonization in Africa
por Nathaniel K. Powell
Cambridge University Press, 360 pp., $99.99
Living by the Gun in Chad: Combatants, Impunity
and State Formation
por Marielle Debos, traducido del francés (Le métier des armes au Tchad. Le gouvernement de l'entre-guerres) by Andrew Brown
Zed, 239 pp., $95.00; $29.95 (paper)
The Trial of Hissène Habré: How the People of Chad Brought a Tyrant to Justice
por Celeste Hicks
Zed, 217 pp., $95.00; $24.95 (paper)
En algún momento de finales de
1983, o muy a principios de 1984, viajé a Uagadugú, la capital de un país de
África Occidental llamado entonces Alto Volta, para hacerme una idea sobre un
hombre cuyo reciente ascenso al poder era ya una sensación en todo el
continente. Yo era un reportero inexperto; a decir verdad, ni siquiera era un
periodista hecho y derecho. A los treinta y tres años, casi una década mayor
que yo, Thomas Sankara acababa de convertirse en presidente de un país sin
salida al mar afectado por la sequía,
que se había independizado de Francia en 1960 y seguía siendo uno de los
lugares más pobres del mundo y la definición casi perfecta de un remanso
político.
Thomas Sankara, presidente de Burkina Faso, y el presidente francés
François Mitterrand, Ouagadougou, noviembre 1986.
Foto Patrick Aventurier/Gamma-Rapho/Getty Images
Conocí a Sankara por casualidad, poco después de llegar a Uagadugú en tren desde Abiyán, en Costa de Marfil, donde yo vivía. De alguna manera me enteré de una reunión pública que iba a celebrar en un barrio tranquilo de la ciudad, y llegué a tiempo para encontrarlo sentado en un lugar a la sombra de un árbol entablando una conversación relajada con un grupo de ciudadanos de a pie. Al ser el único extranjero presente, y bastante alto, llamé pronto la atención de Sankara. Me pidió que me presentara y le dije que era un periodista estadounidense. Sankara me preguntó qué opinaba Estados Unidos de la nueva revolución de su país, lo que me hizo tropezar torpemente con una respuesta no preparada. Luego, sonriendo, me instó a sentarme y, dirigiéndose tanto a la multitud que murmuraba como a mí, dijo que, como “amigo” extranjero, era bienvenido.
Sankara había puesto a su pequeño país en las noticias y había empezado a agitar su región al no ejecutar a sus oponentes, ni expulsar a las comunidades comerciales de emigrantes de continentes lejanos, ni declararse emperador, presidente vitalicio o mariscal de campo, como estaba ocurriendo por esas fechas en otros países africanos. En cambio, dejó claro que no iba a tolerar el enriquecimiento personal de los funcionarios y prohibió el uso de limusinas a los altos cargos de su gobierno. Incluso rechazó la idea de promoverse a sí mismo desde el rango de capitán del ejército.
Sankara, que era un lector voraz y un joven oficial intelectualmente ágil que había sido entrenado por el ejército francés en Madagascar y había vivido un tiempo breve en París, se había convertido en un héroe nacional a los veinticinco años en una breve e inútil guerra fronteriza con Mali, pero esto fue tanto por su abierto pacifismo como por cualquier acción en la batalla. El impopular gobierno, tratando de aprovechar su fama, lo nombró primer ministro en 1983, para detenerlo unos meses después por su abierto progresismo. Se había convertido en presidente pocos meses antes de mi visita, tras un golpe militar organizado por uno de sus mejores amigos, el capitán del ejército Blaise Compaoré.