07/08/2025

SERGIO FERRARI
La agroecología es rentable
Cae el mito de la baja productividad “bio”

Sergio Ferrari, 7-8-2025

 

Se cae un mito productivo. La ciencia prueba que la agricultura orgánica es eficaz. Las críticas lanzadas por la gran producción agrícola convencional se desvanecen.

La agroecología como medio de asegurar la soberanía alimentaria es una de las propuestas esenciales de La Vía Campesina 

Durante décadas, el debate sobre el presente-futuro de la agricultura ha confrontado dos visiones casi antagónicas. Por un lado, el modelo convencional, centrado en maximizar los rendimientos, para lo cual une tecnología, agroquímicos e inmensos monocultivos. Por el otro, las propuestas orgánicas-bio o agroecológicas, consideradas interesantes, pero cuestionadas por ser “menos productivas”.  Detrás de una y otra visión se ubican la gran producción agroexportadora y las alternativas ecológicas defendidas, entre otros, por los movimientos sociales del mundo rural.

Un riguroso trabajo de campo de 47 años en 97 parcelas orgánicas en Therwil, Suiza, auspiciado conjuntamente por el Instituto de Investigación de Agricultura Orgánica (FiBL, su sigla en alemán) y el Centro Federal de Competencia Agrícola (Agroscope), concluyó que las mismas lograron, en promedio, un nivel de rendimiento equivalente al 85% del de las parcelas convencionales y que dicha diferencia depende, en gran medida, del tipo de cultivo analizado. Así, por ejemplo, la soja orgánica alcanzó niveles similares a los de la soja convencional y se registraron ligeras diferencias en cultivos forrajeros, como el pasto de trébol y el maíz para ensilaje, mientras que la diferencia fue mayor en el caso del trigo y la papa orgánicos.

Según este estudio, conocido como DOC (D por bioDinámico, O por bioOrgánico y C por Convencional), la gran brecha que separa la producción orgánica de la convencional tiene que ver con la repercusión ambiental de una y otra. En efecto, la orgánica utiliza un 92% menos de pesticidas y un 76% menos de nitrógeno mineral que la convencional. En los cultivos orgánicos la reducción del uso de fertilizantes nitrogenados es el principal factor de un mucho menor impacto climático. El exceso de nitrógeno de los fertilizantes se convierte en óxido nitroso, un gas con impactantes consecuencias negativas para el clima.

Como afirma dicho estudio, es cierto que la reducción en el uso de fertilizantes y productos fitosanitarios produce más variación del rendimiento en los sistemas orgánicos que en los convencionales, lo que determina una productividad menos estable. Sin embargo, el riesgo de contaminación del agua y los alimentos (para los seres humanos y los animales) con sustancias nocivas es significativamente menor.


La 8va edición del Festival Campesino en Rondônia, Brasil, en julio de 2025 reunió toda la diversidad y riqueza de los pueblos tradicionales. Foto_ Grupo de Investigación y Extensión REC_UNIR

Prestigiosa certificación de la agricultura orgánica

Los cultivos convencionales, conocidos también como agricultura industrial o tradicional, incorporan el uso intensivo de insumos externos, como fertilizantes sintéticos, pesticidas y herbicidas, así como semillas mejoradas para maximizar la producción. Estos cultivos son el pilar esencial del modelo agroexportador de las transnacionales, en particular las de alimentos y agroquímicos. Modelo que apuesta a la eficiencia y la alta productividad mediante modernas tecnologías aplicadas a grandes superficies dedicadas a monocultivos, es decir, la plantación de un solo tipo de especie en una enorme superficie. Por ejemplo, entre otras, soja, eucalipto, palma aceitera, pino, maíz o caña de azúcar.

Además del gran número de investigadores dedicados al proyecto DOC, su importancia radica en su casi medio siglo de estudios comparativos y su acumulación sistemática de datos. Elementos esenciales en este tipo de investigaciones debido a que los efectos resultantes de la conversión de un sistema agrícola convencional en uno biodinámico u orgánico solo se hacen evidentes después de mucho tiempo. Este prolongado periodo “de espera” responde, entre otros factores, a la lentitud de los procesos de transformación del suelo, como la acumulación de materia orgánica estable. Hasta el presente, unas 140 publicaciones científicas especializadas, así como numerosas tesis de maestría y doctorado, se han nutrido de los hallazgos sistemáticos del DOC.

Este estudio aporta otras conclusiones no menos relevantes. En suelos cultivados orgánicamente, por ejemplo, se han identificado niveles de humus aproximadamente 16% más altos, y hasta con un 83% más de actividad de los organismos del propio terreno, que en las parcelas convencionales. Sin la menor duda, un efecto particularmente positivo para el suelo, ahora en mejores condiciones de almacenar más agua y reducir el impacto de la erosión (Estudio aquí)

Tesis confirmadas en el Sur Global

 Las investigaciones del DOC ha inspirado iniciativas similares en Suiza, como los proyectos FAST y Burgrain (promovidos por Agroscope), así como en otras naciones. Por ejemplo, varios ensayos comparativos de sistemas de cultivo a largo plazo (o SysCom, por “Comparación de Sistemas) como los realizados por FiBL en Bolivia (cultivo del cacao), India (algodón) y Kenia (una gama más amplia de alimentos básicos, fundamentalmente, maíz y papa).

Otras experiencias prácticas en África confirman las conclusiones optimistas del estudio DOC sobre producción orgánica. La Organización No Gubernamental helvética SWISSAID, con su contraparte local en Tanzania, impulsaron un proyecto investigativo que ha confirmado de forma contundente los beneficios de los mecanismos económicos identificados por el estudio en Therwil.


El centro agroecológico gestionado por el Movimiento Tet Kole en Haití produce cientos de semillas que se transmiten a los agricultores locales. Foto Rodrigo Durão_Brasil de Fato

En un artículo reciente, SWISSAID concluyó que “tras cinco años de transición, los agricultores que participan en el proyecto CROPS4HD han reducido masivamente sus gastos en insumos externos”. Este proyecto apunta a mejorar la calidad de los alimentos y la resiliencia agrícola en general mediante el aprovechamiento de cultivos “huérfanos”, o infrautilizados, pero que de todas maneras responden muy bien en ambientes marginales y además poseen un alto valor nutricional.

El análisis económico revela que, paradójicamente, las explotaciones convencionales tienen los costos de producción por hectárea más elevados debido a su dependencia de fertilizantes y pesticidas químicos, lo que confirma la trampa económica de las ganancias desmedidas de la agroindustria. SWISSAID explica que la producción ecológica redistribuye los beneficios entre los agricultores, no entre los accionistas de las transnacionales y las empresas agropecuarias que cotizan en la bolsa. En el caso de Tanzania, las explotaciones que más han avanzado en el proceso de transición agroecológica resultan de menores costos y mayores ingresos netos, lo cual confirma que el relativo menor rendimiento de un 15% se ve ampliamente compensado por los beneficios que quedan en manos de los productores. Esta reapropiación económica va acompañada de una diversificación estratégica: el proyecto desarrolla especies “huérfanas”, es decir con poco o ningún mejoramiento vegetal y sin perspectiva actual de exportación, pero muy importantes para la soberanía alimentaria local, como el amaranto, el mijo, el fonio y el guisante bambara. De esta manera se han ido creando nuevas cadenas de valor controladas localmente.

Esta relativa independencia productiva no sólo representa una ventaja para el medio ambiente; además constituye una palanca fundamental de una forma diferente de poder económico al servicio de los agricultores directos. En el sistema convencional, a menudo los agricultores son el eslabón débil de una cadena de valor que es más grande que ellos. En consecuencia, quedan sometidos a la volatilidad de los precios de los fertilizantes y pesticidas, un mercado controlado por un puñado de multinacionales, al tiempo que sufren la presión de los supermercados sobre los precios de venta de sus propios productos. Gran parte del valor que estos agricultores generan es capturado por sus proveedores, los procesadores y los distribuidores.


Agricultoras de Tanzania utilizan tecnologías simples para evaluar el crecimiento de productos locales. Foto SWISSAID

En un mundo que se enfrenta con el cambio climático, la erosión de la biodiversidad y la volatilidad de los mercados, los promotores de este proyecto en Tanzania consideran que la resiliencia y la autonomía de los agricultores ya no son opciones, sino imperativos. Sobre todo, en los países más vulnerables del Sur, donde cada perturbación de las cadenas de suministro agrava la inseguridad alimentaria de la población.

Las descalificaciones se derriten. El mito que asimila lo orgánico con mayores costos empieza a desvanecerse. Y lo orgánico se proyecta no solo como algo saludable y defensor del medioambiente, sino también como accesible para la economía popular.

06/08/2025

MAHAD HUSSEIN SALLAM
Delegar sin resolver: cómo las grandes potencias externalizan sus crisis


 Mahad Hussein Sallam (bio), Mediapart,  1-8-2025
Traducido por Tlaxcala

Externalizar fronteras, prisiones, guerras: las grandes potencias delegan la gestión de las crisis a regímenes autoritarios, empresas privadas y milicias. Esta estrategia aleja la democracia del debate y la responsabilidad, malvende sus principios y sale cara a los ciudadanos y a los más vulnerables. Un cambio histórico hacia un poder distante, que huye de sus propias consecuencias.

Ante los grandes retos, como la migración, la seguridad, la justicia, los conflictos armados y la política exterior, las grandes potencias ya no reparan, transfieren.

Subcontratación a regímenes autoritarios, externalización a zonas grises, devolución a periferias lejanas: todo se decide lejos de la mirada de los ciudadanos, lejos de los derechos. En nombre de una eficacia tecnocrática, los Estados abandonan lo esencial, hasta poner en peligro los propios fundamentos de la democracia. Porque, a fuerza de delegar, renuncian a gobernar. A fuerza de huir de la responsabilidad, socavan el contrato democrático.

Este texto cuestiona una estrategia global de abandono político, en la que la externalización y la transferencia se convierten en un modo de gobernanza. Un modo de negación.


Los gobiernos de la urgencia y el olvido de la política

Desde hace más de una década, se ha impuesto una consigna en la gestión de las grandes crisis contemporáneas, como las migraciones, la seguridad, la justicia y la guerra: delegar en lugar de resolver.

Ante el vertiginoso avance de la historia, los Estados, especialmente en Europa, pero también en otras partes del Norte global, adoptan un reflejo que se ha convertido en doctrina: subcontratar. Transferir la carga, externalizar la responsabilidad, deslocalizar las consecuencias. En lugar de abordar las causas profundas, los conflictos, las desigualdades estructurales, el cambio climático, las fracturas poscoloniales, las potencias prefieren confiar la gestión del caos a otros: terceros países a menudo autoritarios, dictaduras, empresas privadas sin mandato democrático, milicias locales, agencias alejadas del control ciudadano.

Estas gobernanzas de emergencia, disfrazadas de pragmatismo, se liberan de la política. Evitan el debate, eluden la soberanía popular y banalizan una forma de gestión por delegación que vacía de sentido a las instituciones.

Presentada como una solución «eficaz», esta estrategia es sobre todo una elusión de la responsabilidad. Y, en el fondo, una desarticulación silenciosa del proyecto democrático. Detrás de esta estrategia se esconde una lenta desintegración de nuestro ideal democrático, invisible, pero muy real.

¿Qué pasa con una democracia cuando externaliza el ejercicio de su soberanía?

Esta es la pregunta central, la que incomoda pero hay que plantear: ¿qué queda de una democracia cuando delega el ejercicio mismo de su soberanía?

Cuando la decisión, la coacción y el control ya no pertenecen al espacio público, sino a actores externos a menudo desconocidos, opacos y no elegidos, ¿qué valor tiene aún el principio del gobierno por y para el pueblo?

Este texto explora tres ámbitos en los que esta desarticulación del poder democrático se ha convertido en un sistema:

• la gestión migratoria, transformada en una operación logística externalizada, a menudo subcontratada por regímenes autoritarios o a estructuras privadas sin mandato político;

•        la justicia penal y penitenciaria, cada vez más delegada a operadores mercantiles o a territorios de excepción donde el Estado de derecho es discreto;

• la seguridad y los conflictos armados, donde la privatización de las misiones soberanas y la delegación a actores no estatales crean zonas de irresponsabilidad política.

En todos los casos se observan los mismos síntomas: opacidad creciente, abusos documentados pero impunes, ineficiencia estructural y, sobre todo, una ruptura radical con el sentido mismo de la acción política.

Tras la fachada de la eficacia tecnocrática, se instala una soberanía vaciada de su contenido democrático. Una soberanía sin pueblo, sin debate, sin control.

Migración: externalizar las fronteras, invisibilizar el exilio y negar los fundamentos mismos de los derechos humanos.



El acuerdo UE-Turquía de 2016: la matriz del cinismo europeo

Marzo de 2016. Entre los aplausos ahogados de Bruselas, la Unión Europea sella un pacto con Ankara. Objetivo declarado: «frenar los flujos migratorios». Objetivo real: disuadir, rechazar, invisibilizar.

A cambio de 6000 millones de euros, promesas sobre visados y una vaga esperanza de reanudar las negociaciones de adhesión, Turquía se compromete a readmitir a todos los migrantes «irregulares» que lleguen a las costas griegas. Donald Tusk, entonces presidente del Consejo Europeo, lo considera un compromiso «justo y equilibrado».

La realidad es muy diferente: un mercado de tontos, en el que Europa cambia sus exigencias en materia de derechos por la subcontratación de su humanidad. Rápidamente, Recep Tayyip Erdoğan transforma el acuerdo en un instrumento de chantaje, amenazando con «abrir las compuertas» para doblegar a Bruselas a sus intereses geopolíticos.

Tras el lenguaje diplomático, se produjo una ruptura: la externalización de la gestión de la crisis migratoria se convierte en norma, la soberanía se convierte en transacción, la dignidad se convierte en variable de ajuste. Este pacto, lejos de ser un caso aislado, se convierte en el modelo reproducible de una renuncia asumida.

Una estrategia sistémica: acuerdos migratorios con los autócratas

Libia: más de 700 millones de euros pagados entre 2017 y 2023 a guardacostas acusados de violencia, extorsión y esclavitud. Los exiliados interceptados en el mar Mediterráneo son devueltos a campos de detención denunciados como “zonas sin ley” por la ONU.

Túnez: apenas firmado, en 2023, un memorando de acuerdo con Kaïs Saïed (105 millones de euros para “prevenir las salida”), migrantes subsaharianos son abandonados en pleno desierto, al borde de la muerte.

Egipto: en marzo de 2024, Bruselas compromete 7400 millones de euros con el régimen de Abdel Fattah al-Sisi. Oficialmente para la “estabilidad”. Extraoficialmente para comprar el cese de las salidas. Todo ello mientras decenas de miles de presos políticos se pudren en las cárceles egipcias.

Sudán: sin acuerdo oficial, fondos europeos transitan a través de ONG hacia zonas controladas por las milicias de las Fuerzas de Apoyo Rápido, dirigidas por Hemedti, acusado de crímenes contra la humanidad.

Ya no es una política, es un sistema globalizado de delegación de la inhospitalidad. Una diplomacia migratoria construida sobre violaciones de derechos, a golpe de cheques y silencio cómplice.


Ruanda: laboratorio del asilo externalizado

Allí, lejos de las miradas europeas, se ha cruzado una nueva línea. El Reino Unido y Dinamarca han firmado un acuerdo con el régimen de Paul Kagame: los solicitantes de asilo rechazados serán enviados a Kigali, a un país donde la prensa está amordazada, la oposición silenciada y los contrapoderes ausentes.

Oficialmente: un país estable. Extraoficialmente: un Estado autoritario convertido en centro de asilo deportado.

«El asilo ya no es un derecho. Es una variable de ajuste geopolítico», alerta Amnistía Internacional.

Delegar la hospitalidad: la ética invertida

El mecanismo ya está bien engrasado: pagar para no acoger, cooperar para deshacerse mejor, negociar a costa de vidas humanas.

 El costo moral, por su parte, es invisible pero profundo:

• Las causas profundas de las migraciones, los conflictos, el calentamiento global y la miseria estructural no se resuelven ni se contienen. Peor aún: a menudo se ven agravadas por las propias políticas de las potencias que pretenden combatirlas.

Y lo más cínico es que los refugiados que han huido de la represión, la guerra o la ausencia de Estado de derecho se ven entregados a los mismos regímenes que abandonaron por falta de democracia, libertad y protección.

• Los exiliados se convierten en mercancías, objetos de trueque entre cancillerías.

•        Las sociedades europeas se hunden en la negación, se mecen en un fantasma de control mientras la extrema derecha prospera gracias a este mecanismo de rechazo.

Externalizar las fronteras es negarse a ver lo que se produce: vidas impedidas, derechos pisoteados, una democracia en retroceso. Es desplazar el exilio para olvidar mejor lo que dice de nosotros.


Justicia y represión: la pena de prisión como servicio deslocalizado

Las prisiones en el extranjero: cuando Europa externaliza a sus condenados

Lo que los Estados se niegan a asumir en su propio territorio, lo exportan. Es la nueva frontera de la penalidad contemporánea: externalizar el encierro.

Noruega, 2015. El Gobierno alquila 242 plazas en la prisión holandesa de Veenhuizen. Se supone que allí se aplica la legislación noruega, pero el personal es holandés, al igual que las paredes. La justicia se convierte en un servicio, ajustado por contrato.

Dinamarca, 2021. Se va un paso más allá: 210 millones de euros para trasladar a 300 migrantes condenados a una prisión de Kosovo. El trato es claro: deshacerse de estos presos «indeseables» del territorio nacional.

Suecia, 2025. El Gobierno anuncia su intención de subcontratar parte de su sistema penitenciario a otros países de Europa.

Bélgica, ya pionera entre 2010 y 2016, gastó 300 millones de euros en alquilar 650 celdas en los Países Bajos. Una «asociación» en apariencia, una externalización punitiva en realidad.

Detrás de estas cifras: una lógica gerencial de la pena. El encarcelamiento se convierte en una variable de ajuste presupuestario, un objeto contable, exportable a voluntad. La prisión ya no es un espacio de reinserción o de justicia, sino un almacén humano de geografía modificable.

Externalizar la pena: la doble pena social

El costo humano, por su parte, se ignora:

•    Alejamiento = aislamiento. Los reclusos enviados al extranjero se ven privados de sus vínculos familiares y de todo arraigo social.

•    Reinserción comprometida. ¿Cómo reconstruirse desde una celda a cientos de kilómetros de casa, en otro país, a veces en otro idioma?

•    Ambigüedad jurídica permanente. Entre dos sistemas legislativos, los derechos de los reclusos se vuelven inciertos, discutibles, invisibles.

En este mecanismo, la pena de prisión deja de ser un acto de justicia. Se convierte en un servicio logístico, subcontratado, banalizado. El condenado se convierte en un objeto que circula en un espacio penal desregulado.

Acuerdos de readmisión: la exclusión por contrato

Pero la externalización penitenciaria es solo la punta del iceberg. A un nivel más profundo, los Estados organizan otra forma de delegación punitiva: los acuerdos de readmisión.

Un ejemplo revelador es el de Suiza y Suazilandia (hoy Esuatini). Un acuerdo permite a Berna devolver a Suazilandia a personas consideradas “indeseables”, aunque no sean originarias ni tengan vínculos con ese país.

En la práctica, esto significa expulsiones sin base jurídica sólida hacia un régimen clasificado como autoritario por Freedom House.

En este caso, la «cooperación» no es más que una palabra para encubrir el abandono del derecho. Ya no se juzga, se transfiere. Ya no se protege, se expulsa.

Externalizar la justicia es deshacerse de la propia humanidad. Es gestionar la pena de prisión como un costo, y no como un acto político.

Es, sobre todo, renunciar a la promesa democrática de una justicia equitativa, pública y controlada. Cuando el Estado castiga a distancia, abdica de su responsabilidad. Y el ciudadano se convierte en una partida presupuestaria.


Guerra: conflictos por poderes, violencia externalizada

• Con la bendición de USA, en la noche del 25 al 26 de marzo de 2015, Arabia Saudí lanzó la Operación Tormenta Decisiva en Yemen, con el apoyo de una coalición árabe suní, en lo que ya se anunciaba como una guerra por poderes. Entre bastidores, Mohamed Ben Zayed, humillado por la confiscación de tres islas por parte de Irán, habría declarado: «Iremos a enfrentarnos a los iraníes en Yemen»,  entregando así todo un país a la lógica de un enfrentamiento regional disfrazado de estabilización.

•    En Ucrania, los Estados europeos y los USA suministran armas sin asumir la gestión del posconflicto.

• En el Sahel, las fuerzas francesas se retiran, dejando paso a milicias privadas o a Wagner.

• En Siria, se multiplican las zonas grises de control, sin un mandato claro.

¿Quién responde de los crímenes? ¿Quién vigila? ¿Quién decide? Nadie.

Lo que esta delegación hace a nuestras sociedades:

• Fatiga democrática: las decisiones se toman al margen del debate público.

• Fragmentación: inseguridad, polarización, radicalización.

• Pérdida de sentido: ¿para qué sirve la democracia si ya no protege?

Democracias subcontratadas: ¿el fin de un modelo?

Pensábamos que teníamos la crisis bajo control. En realidad, la hemos exportado.

Hemos construido una política de evasión: cortoplacista, tecnocrática, despolitizada. Un modelo en el que se transfieren los problemas a otros lugares, se compra el silencio, se firma con regímenes autoritarios para “gestionar” lo que ya no queremos ver: migraciones, guerras, prisiones, vidas.

Detrás de cada acuerdo, cada expulsión, cada base subcontratada, hay una renuncia:

•    Renuncia a nuestros principios democráticos.

•    Renuncia a la transparencia y al debate.

•    Renuncia a encarnar el universalismo que proclamábamos.

Pero este cinismo tiene un precio. Un precio colosal, que pagan los propios pueblos y que seguirán pagando.

Miles de millones de euros destinados a externalizar la gestión de las crisis, mientras que, en nuestras ciudades, nuestros campos, nuestros barrios, los servicios públicos se deterioran, la precariedad avanza y las desigualdades se disparan.

Los políticos solo tienen ojos para las citas electorales. E incluso las oposiciones parecen ahora atrapadas en una lógica de marketing político, alejadas de las preocupaciones reales de los ciudadanos. Los proyectos de sociedad parecen un recuerdo lejano.

La democracia se convierte en una cáscara vacía, un eslogan sin práctica.

Lo que hemos subcontratado no es solo la gestión de las crisis.

Es la propia responsabilidad política.

Así que planteemos las verdaderas preguntas:

¿Estamos viviendo un punto de inflexión en nuestra historia?

¿Hemos renunciado a gobernar para no tener que elegir?

¿Y qué queda de una democracia cuando se niega a mirar de frente lo que produce?

Toda crisis que nos negamos a afrontar aquí, que transferimos, invisibilizamos, externalizamos, siempre acaba volviendo. Pero esta vez, no como un hecho que hay que gestionar, sino como un recuerdo doloroso, vuelto contra nosotros, contra nuestros principios, contra nuestra propia sociedad.



 

 

 

MAHAD HUSSEIN SALLAM
Delegating without resolving: how the major powers are outsourcing their crises

Mahad Hussein Sallam (bio), Mediapart, Aug. 1, 2025
Translated by Tlaxcala

Outsourcing borders, prisons, wars: the major powers are delegating crisis management to authoritarian regimes, private companies, and militias. This strategy removes democracy from debate and accountability, sells off its principles, and comes at a high cost to citizens and the most vulnerable. It is a historic shift toward distant power that shirks its own consequences.

 Faced with major challenges such as migration, security, justice, armed conflict, and foreign policy, the major powers are no longer repairing, they are transferring.

Subcontracting to authoritarian regimes, outsourcing to gray areas, sending people to distant peripheries: everything is decided far from the public eye, far from rights. In the name of technocratic efficiency, states are neglecting the essentials, to the point of jeopardizing the very foundations of democracy. By delegating, they are giving up their right to govern. By shirking responsibility, they are undermining the democratic contract.

This text questions a global strategy of political abandonment, where outsourcing and transfer become a mode of governance. A mode of denial.


Emergency governments and the neglect of politics

For more than a decade, a watchword has prevailed in the management of major contemporary crises, such as migration, security, justice, and war: delegate rather than resolve.

Faced with the rapid pace of history, states, particularly in Europe but also elsewhere in the global North, are adopting a reflex that has become doctrine: outsourcing. Transfer the burden, outsource responsibility, relocate the consequences. Rather than tackling the root causes—conflicts, structural inequalities, climate change, postcolonial divide—the powers that be prefer to entrust the management of chaos to others: often authoritarian third countries, dictatorships, private companies with no democratic mandate, local militias, agencies far removed from citizen control.

This emergency governance, disguised as pragmatism, frees itself from politics. It sidesteps debate, circumvents popular sovereignty, and trivializes a form of management by delegation that empties institutions of their meaning.

Presented as an “effective” solution, this strategy is above all a way of avoiding responsibility. And, implicitly, a silent dismantling of the democratic project. Behind this strategy lies a slow, invisible but very real disintegration of our democratic ideal.

What becomes of a democracy when it outsources the exercise of its sovereignty?

This is the central question, the one that is uncomfortable but must be asked: what remains of a democracy when it delegates the very exercise of its sovereignty?

When decision-making, coercion, and control no longer belong to the public sphere but to external actors who are often unknown, opaque, and unelected, what is the value of the principle of government by and for the people?

This text explores three areas where this disarticulation of democratic power has become systemic:

•    migration management, transformed into an outsourced logistical operation, often subcontracted to authoritarian regimes or private structures with no political mandate;

•        criminal justice and prisons, increasingly delegated to commercial operators or emergency territories where the rule of law is absent;

•    security and armed conflict, where the privatization of sovereign functions and their delegation to non-state actors create zones of political unaccountability.

Each time, the symptoms are the same: growing opacity, documented but unpunished abuses, structural inefficiency, and above all a radical break with the very meaning of political action.

Behind the façade of technocratic efficiency, sovereignty emptied of its democratic content is taking hold.

Sovereignty without people, without debate, without control

Migration: externalizing borders, making exile invisible, and denying the very foundations of human rights.

The 2016 EU-Turkey agreement: the matrix of European cynicism

March 2016. To muted applause in Brussels, the European Union seals a pact with Ankara. The stated objective: “to stem the flow of migrants.”. The real objective: to deter, repel, and make invisible.

In exchange for €6 billion, promises on visas, and a vague hope of reviving accession negotiations, Turkey agreed to take back all “irregular” migrants arriving on Greek shores. Donald Tusk, then President of the European Council, saw this as a “fair and balanced” compromise.

The reality is quite different: a fool's bargain, in which Europe trades its demand for rights for the outsourcing of its humanity. Recep Tayyip Erdoğan quickly turned the agreement into a tool for blackmail, threatening to “open the floodgates” to force Brussels to bow to his geopolitical interests.

Behind the hushed language of diplomacy, a rupture has taken place: the outsourcing of migration crisis management is becoming the norm, sovereignty is becoming a transaction, dignity is becoming an adjustment variable. Far from being an isolated case, this pact is becoming a replicable model of deliberate renunciation.

A systemic strategy: migration deals with autocrats

Libya: more than €700 million paid between 2017 and 2023 to coast guards accused of violence, racketeering, and slavery. Exiles intercepted in the Mediterranean Sea are sent back to detention camps denounced as “lawless zones” by the UN.

Tunisia: barely signed in 2023, a memorandum of understanding with Kaïs Saïed (€105 million to “prevent departures”) has led to sub-Saharan migrants being abandoned in the desert, on the brink of death.

Egypt: In March 2024, Brussels commits €7.4 billion to Abdel Fattah al-Sissi's regime. Officially for “stability.” Unofficially to buy an end to departures. All this while tens of thousands of political prisoners languish in Cairo's prisons.

Sudan: without any official agreement, European funds are being channeled through NGOs to areas controlled by the Rapid Support Forces, led by Hemedti, who is accused of crimes against humanity.

This is no longer a policy, it is a globalized system of delegating inhospitability. A migration diplomacy built on rights violations, with checks and complicit silence.


Rwanda: a laboratory for outsourced asylum

There, far from European eyes, a new milestone has been reached. The United Kingdom and Denmark have signed a partnership agreement with Paul Kagame's regime: rejected asylum seekers will be sent to Kigali, a country where the press is muzzled, the opposition silenced, and there are no countervailing powers.

Officially, it is a stable country. Unofficially, it is an authoritarian state transformed into a deportation hub.

“Asylum is no longer a right. It is a geopolitical adjustment variable,” warns Amnesty International.

Delegating hospitality: ethics turned on its head

The mechanism is now well-oiled: pay to avoid taking people in, cooperate to better offload them, negotiate at the cost of human lives.

 The moral cost is invisible but profound:

• The root causes of migration—conflict, global warming, structural poverty—are neither resolved nor contained. Worse, they are often exacerbated by the very policies of the powers that claim to be fighting them. And the height of cynicism is that refugees who have fled repression, war, or the absence of the rule of law find themselves handed over to the very regimes they left behind, due to a lack of democracy, freedom, and protection.

•    Exiles are turned into commodities, objects to be bartered between chancelleries.

•        European societies are sinking into denial, lulling themselves into a fantasy of control while the far right thrives on this mechanism of rejection.

Outsourcing borders means refusing to look at what we are producing: lives destroyed, rights trampled, democracy in decline. It means shifting exile elsewhere so that we can better forget what it says about us.


Justice and repression: prison as an outsourced service

Prisons abroad: when Europe outsources its convicts

What states refuse to take responsibility for on their own soil, they export. This is the new frontier of contemporary punishment: outsourcing imprisonment.

Norway, 2015. The government rents 242 places in the Dutch prison of Veenhuizen. Norwegian law is supposed to apply there, but the staff are Dutch, as are the walls. Justice becomes a service, adjusted by contract.

Denmark, 2021. This is a step further: €210 million to transfer 300 convicted migrants to a prison in Kosovo. The deal is clear: rid the country of these “unwanted” prisoners.

 Sweden, 2025. The government announces plans to outsource part of its prison system to other European countries.

Belgium, already a pioneer between 2010 and 2016, spent €300 million to rent 650 cells in the Netherlands. A “partnership” in appearance, punitive outsourcing in reality.

Behind these figures lies a managerial logic of punishment. Imprisonment is becoming a budgetary adjustment variable, an accounting item that can be exported at will. Prison is no longer a place of rehabilitation or justice, but a human warehouse with a changeable geography.

Outsourcing punishment: a double social penalty

The human cost is ignored:

•    Removal = isolation. Prisoners sent abroad are deprived of their family ties and all social roots.

•    Reintegration compromised. How can you rebuild your life from a cell hundreds of miles from home, in another country, sometimes in another language?

•    Permanent legal uncertainty. Between two legal systems, prisoners' rights become uncertain, contestable, invisible.

In this system, prison sentences cease to be an act of justice. They become a logistical service, outsourced and trivialized. The convicted person becomes an object circulating in a deregulated penal space.

Readmission agreements: exclusion under contract

But prison outsourcing is only the tip of the iceberg. At a deeper level, states are organizing another form of punitive delegation: readmission agreements.

A telling example is Switzerland and Swaziland (now Eswatini). An agreement allows Bern to return people deemed “undesirable” to Swaziland, even if they are neither from nor have ties to that country.

In practice, this means deportations without a solid legal basis to a regime classified as authoritarian by Freedom House.

Here, “cooperation” is just a word to mask the abandonment of the law. We no longer judge, we transfer. We no longer protect, we expel.

Outsourcing justice means abandoning our humanity. It means treating prison sentences as a cost rather than a political act.

Above all, it means renouncing the democratic promise of fair, public, and controlled justice. When the state punishes from a distance, it abdicates its responsibility. And citizens become a line item in the budget.



War: proxy conflicts, outsourced violence

•    With the blessing of the United States, on the night of March 25-26, 2015, Saudi Arabia launched Operation Decisive Storm in Yemen, with the support of a Sunni Arab coalition, in what was already shaping up to be a proxy war. Behind the scenes, Mohamed Ben Zayed, humiliated by Iran's confiscation of three islands, reportedly declared: “We will confront the Iranians in Yemen,”  thus delivering an entire country to the logic of a regional confrontation disguised as stabilization.

•    In Ukraine, European states and the United States  are supplying weapons without taking responsibility for post-conflict management.

•    In the Sahel, French forces are withdrawing, leaving the field open to private militias or Wagner.

•    In Syria, gray areas of control are multiplying, with no clear mandate.

Who is responsible for the crimes? Who is watching? Who decides? No one.

What this delegation is doing to our societies

• Democratic fatigue: decisions are taken without public debate.

• Fragmentation: insecurity, polarization, radicalization.

• Loss of meaning: what is the point of democracy if it no longer protects us?

Democracies on subcontract: the end of a model?

We thought we had contained the crisis. In reality, we have exported it.

We have built a policy of avoidance: short-term, technocratic, depoliticized. A model where problems are transferred far away, where silence is bought, where agreements are signed with authoritarian regimes to “manage” what we no longer want to see: migration, wars, prisons, lives.

Behind every agreement, every deportation, every outsourced base, there is a renunciation:

• Renunciation of our democratic principles.

• Renunciation of transparency and debate.

• Renouncing the universal values we claim to embody.

But this cynicism comes at a price. A colossal price, which the peoples themselves are paying, and will continue to pay.

Billions of euros are being spent on outsourcing crisis management, while in our cities, our countryside, and our neighbourhoods, public services are falling apart, precariousness is on the rise, and inequalities are exploding.

Politicians have their eyes only fixed on the next election. Even the opposition now seems trapped in a logic of political marketing, cut off from the real concerns of citizens. Visions for society seem to be a distant memory.

Democracy is becoming an empty shell, a slogan without substance.

What we have outsourced is not just crisis management.

It is political responsibility itself.

So let's ask the real questions:

Are we at a turning point in our history?

Have we given up on governing so that we no longer have to choose?

And what remains of a democracy when it refuses to face up to what it produces?

Any crisis we refuse to face here, that we transfer, make invisible, or outsource, always comes back. But this time, not as a fact to be managed, but as a wounded memory, turned against us, against our principles, against our society itself.