Suzanne O’Sullivan, The Sunday Times, 28/3/2021
Traducido del inglés por Sinfo Fernández, Tlaxcala
Cientos
de niños han sucumbido a una misteriosa enfermedad que puede mantenerlos en
estado de sueño durante años. La destacada neuróloga Suzanne O'Sullivan
investiga los hechos.
Extraído de The Sleeping
Beauties: And Other Stories of Mystery Illness de Suzanne O'Sullivan (Picador
2021)
Apenas
había cruzado el umbral y ya sentía claustrofobia. Podía ver a Nola tumbada en
una cama a mi derecha. Supuse que tendría unos diez años. Esa era su
habitación. Había venido sabiendo lo que me esperaba, pero de alguna forma aún
no estaba preparada para enfrentar la situación. Cinco personas y un perro
acababan de entrar en la habitación, pero ella no hizo ni un parpadeo de
reconocimiento hacia ninguno de nosotros. Se quedó perfectamente quieta, con
los ojos cerrados, aparentemente en paz.
“Lleva
así más de un año y medio”, dijo la Dra. Olssen mientras se inclinaba para
acariciar suavemente a Nola en la mejilla.
Djeneta, a la derecha, una refugiada
romaní/rrom (gitana) que lleva dos años y medio postrada en una cama sin
responder, y su hermana, Ibadeta, en la misma situación desde hace más de seis
meses, en Horndal, Suecia, el 2 de marzo de 2017. (Foto Magnus Wennman)*
Estaba
en Horndal (Suecia), un pequeño municipio a 160 kilómetros al norte de
Estocolmo. La doctora Olssen había cuidado de Nola desde que enfermó por
primera vez, así que conocía bien a la familia. Descorrió las cortinas para que
entrara la luz y se dirigió a los padres de Nola para decirles: “Las niñas
tienen que saber que es de día. Necesitan sentir el sol en la piel”.
“Saben
que es de día”, respondió su madre a la defensiva. “Las sentamos fuera por la
mañana. Están en la cama porque estás de visita”.
Esa
no era solo la habitación de Nola. Su hermana, Helan, que era aproximadamente
un año mayor, yacía tranquilamente en la parte inferior de un conjunto de
literas a mi izquierda. Desde mi posición solo podía ver la planta de sus pies.
La litera superior -la cama de su hermano- estaba vacía. Estaba sano; lo había
visto asomarse mientras caminaba hacia la habitación de las niñas. Estaba allí
porque era neuróloga, especialista en enfermedades cerebrales y alguien
familiarizado con el poder de la mente sobre el cuerpo, quizá más que la
mayoría de los médicos.
Me
acerqué a la cama de Nola. Al hacerlo, miré a Helan por encima del hombro y me
sorprendió ver que sus ojos se abrían un segundo para mirarme y luego se
cerraban de nuevo.
“Está
despierta”, le dije a la Dra. Olssen.
“Sí,
Helan sólo está en la fase inicial”.
Nola
no mostraba ningún signo de estar despierta, tumbada sobre las sábanas de su
cama, preparada para mí. Llevaba un vestido rosa y medias de arlequín blancas y
negras. Su pelo era espeso y brillante, pero su piel era pálida. Sus labios
eran de un rosa insípido, casi incoloro. Tenía las manos cruzadas sobre el
estómago. Parecía serena, como la princesa que había comido la manzana
envenenada. El único signo seguro de enfermedad era una sonda nasogástrica que
le atravesaba la nariz y estaba sujeta a la mejilla con cinta adhesiva. La
única señal de vida era el suave sube y baja de su pecho.
Me
agaché junto a su cama y me presenté. Sabía que, aunque pudiera oírme,
probablemente no me entendería. Sabía muy poco inglés y yo no hablaba sueco ni
su lengua materna, el kurdo, pero esperaba que el tono de mi voz la
tranquilizara.
Nola
y Helan son dos de los cientos de niños dormidos que han venido apareciendo
esporádicamente en Suecia durante 20 años. Los rumores sugieren que el fenómeno
existe desde los años 90, pero el número de niños afectados se disparó con el
cambio de siglo. Entre 2003 y 2005 se registraron 424 casos. Desde entonces ha
habido cientos más. Afecta tanto a niños como a niñas, pero con una ligera
preponderancia de éstas. Normalmente, la enfermedad del sueño tiene un comienzo
insidioso. Al principio, los niños se vuelven ansiosos y deprimidos. Su
comportamiento cambiaba: dejaban de jugar con otros niños y, con el tiempo,
dejaban de jugar por completo. Poco a poco se encerraban en sí mismos y pronto no
podían ir a la escuela. Cada vez hablaban menos, hasta no hablar nada en
absoluto. Finalmente, se metían en la cama. Si entraban en la etapa más
profunda, ya no podían comer ni abrir los ojos. Se quedaban completamente
inmóviles, sin responder a los estímulos de la familia o los amigos y sin
reconocer el dolor, el hambre o el malestar. Dejaban de tener una participación
activa en el mundo.
Los
primeros niños afectados fueron ingresados en el hospital. Se les sometió a
extensas investigaciones médicas, como tomografías, análisis de sangre,
electroencefalogramas (grabaciones de las ondas cerebrales) y punciones
lumbares para examinar el líquido cefalorraquídeo. Los resultados eran siempre
normales y los registros de las ondas cerebrales contradecían el aparente
estado de inconsciencia de los niños. Incluso cuando los niños parecían no
responder, sus ondas cerebrales mostraban los ciclos de vigilia y sueño que
cabría esperar en una persona sana.